Tomado de imagenesdelavirgen.com
Por: José Luis
Ortiz del Valle Valdivieso
Para nosotros, los HISPÁNICOS y no simplemente “hispanohablantes”
(término que no comporta carácter alguno), no hay escisión posible entre la
lengua española y la fe cristiana. La primera fue el vehículo formidable que
Dios dispuso para que la LUZ DEL MUNDO llegara al fin a las que fueron llamadas
“Indias Occidentales” y la segunda el objeto más precioso que nos pudo llegar
por ese medio: la noticia de la Redención, de cómo Dios hecho hombre padeció y
murió para separarnos un puesto al lado del Padre Eterno, lugar que cada uno de
nosotros puede aceptar o rechazar, he ahí el misterio sublime de la Fe. Antes
era la barbarie, el oscurantismo de siglos que nos separaba de la Única Verdad,
del Único Ser a quien puede aplicarse propiamente la acepción de Absoluto.
Suele ser un lugar común, muy deplorable por cierto,
que la conmemoración del 23 de abril como Día de la Lengua Española, en el
mundo hispánico precisamente, se vea relegada a las escuelas y centros de
enseñanza media y se le de tan poca importancia en los demás escenarios
sociales que tal vez ni los juveniles estudiantes sepan a ciencia cierta la
trascendencia de nuestro idioma para la vida de los pueblos y menos aún para la
salvación de sus almas.
Sin ínfulas de perito en la materia me atrevo a
escribir éstas líneas con las intenciones insinuadas y con la certeza de que lo
que se diga o haga en defensa de la Hispanidad será siempre en alabanza y gloria
de Dios Nuestro Señor.
Cuando España llegó a América no vino a destruir una
civilización porque lo que había aquí no se puede llamar propiamente
civilización sino simples culturas que no habían superado la oscuridad de la
barbarie, para lo cual baste con citar el rito salvaje de los sacrificios
humanos, práctica corriente aún entre aquellas culturas indígenas que se han
considerado como más avanzadas.
La perfección idiomática a que había llegado el
castellano en el siglo XVI hizo que éste por su propia fuerza se fuera
imponiendo sobre las rudimentarias lenguas indígenas, desde Méjico hasta el
como sur de América, unificando, en un solo haz, pueblos disímiles y diversas
culturas y sirviendo de vehículo maravilloso para transmitirnos todos los
tesoros de la Cristiandad y todos los logros de la cultura occidental,
entroncándonos así en el valioso árbol genealógico de la antigüedad
greco-romana que, tras el fecundo laborar de la Edad Media, había recibido ya
la elevación del espíritu evangélico.
Si se compara nuestro idioma con cualquiera otra de
las lenguas vivas, se ve que ninguna lo supera en claridad expresiva, que es el
primer requisito de una lengua, pues mientras en la lengua inglesa, por
ejemplo, un solo vocablo soporta diez acepciones diferentes, en Español puede
decirse que cada idea y cada cosa poseen su adecuada expresión idiomática; más
aún, según sea el matiz especial que quiera indicarse, la riqueza de nuestro
idioma ofrece la palabra apropiada para cada caso. Esto en cuanto a claridad,
precisión y riqueza de vocablos.
Qué decir de otra riqueza no menos importante como es
la potencialidad del Español en la conjugación fecunda y funcional de sus
verbos y la urdimbre lógica y variada de su construcción sintáctica que permite
expresar hasta los más altos y sutiles conceptos.
Y para coronar las excelencias de nuestra lengua
digamos que ésta resalta entre todas las demás por la armonía de sus fonemas
que permiten expresar con gracia musical la más delicada poesía o con enérgico
vigor la elocuencia de una retórica sonora y majestuosa.
Ufanémonos, pues, de tener la fortuna de que la lengua
española sea nuestra lengua materna, defendamos su integridad y su pureza y con
los acentos líricos de un poeta mejicano, repitamos con emoción sincera:
“¡Oh lengua de
los pueblos hermanos de mi raza!
¡Oh lengua cuyas flores ornaron la coraza
del aguerrido y férreo y audaz conquistador!
¡Oh lengua en cuyos claros estuches de
armonía, bebieron nuestros indios la dulce Avemaría, con que se inunda el alma
de gracias y de amor!
Eternamente suenas,
eternamente cantas
y cuando sobre el mundo
ninguna humana planta,
trace radiantes surcos de la
belleza en pos,
que todavía estallen los ecos
de tus notas
y vayan trasmontando con las
tinieblas rotas,
como un beso infinito que va
buscando a Dios.”
Santa Fe de Bogotá, 23 de abril de 2013 AD.
Nota: Este artículo no pudo ser publicado en la fecha
adecuada por inconvenientes de salud del editor. Ofrecemos disculpas a los
lectores.
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