Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“Lc 2, 35”.
Nuestra Señora del
Rosario de Chiquinquirá tiene una colección de espadas de dolor incrustadas en
el corazón de su historia. Los episodios de la esgrima sacrílega tuvieron el
impulso oscuro del vicio refractario.
La lista tiene el
oprobio del pecado disfrazado de caciquismo político, la gula del poder, la
avaricia del hurto, la ira del incendio anónimo, el ataque a mano salva y una
ojeriza impregnada de soberbia luciferina. Acción que avergüenza al decoro
nacional cuando escucha a los docentes maquillar sus clases con tebeos
escolares destinados para memorizar el olvido, tarea colombiana.
Al levantar el
telón de los recuerdos chiquinquireños se escucha un sonido de rumores
desdichados. La oralidad raizal, atada con mutismo y eufemismos, impone el
silencio dictatorial de las ausencias, norma de alcance nacional.
Para no despertar
el inconveniente de conjurar el peligro de la verdad, las siguientes notas solo
resumirán algunos atentados cuyos aconteceres fueron tatuados en la tradición
mariana de la patria con el filo del puñal.
Inventario
del desastre
El primer relicario
de turbación se abrió durante la llamada Peste de Santos Gil, 1633. El arzobispo
Bernardino de Almanza impuso su autoridad sobre el padre Gabriel de Rivera
Castellanos, guardián de un santuario rico en milagros, pero pobre en cuidados
pastorales.
La salida de la
Patrona para la señorial Tunja y luego para Santafé de Bogotá, la ciudad del
Águila Negra, fue aprovechada por las autoridades virreinales para no devolver
el santo lienzo a su morada boyacense. La victoriosa cruzada de sanidad
liderada por la Madre de Dios, Salus
Infirmorum,
triunfó, pero Ella no volvía.
La burocracia
colonial santafereña, con cierta tentativa de hurto, violó las normas estrictas
establecidas para el regreso. Varios debates jurídicos lograron el retorno de
la Virgen a su terruño, dos años y medio después de su sentida partida. Los devotos muiscas festejaron el triunfo del
retorno.
La lección fue
aprendida por los lugareños: el poder no tiene reglas, excepto aquellas
decretadas para favorecer a sus benefactores. La Santísima Virgen María vivió
tranquila los siguientes 183 años hasta cuando la forzaron a salir bajo llave y
de afán.
El
estigma de las bayonetas
En 1816, el
Pacificador, don Pablo Morillo, avanzaba por los feudos granadinos a paso de
carga y cadalso. El conde de Cartagena quería ajustarle las cuarenta a las
Altezas Serenísimas de Bogotá.
El contingente de
Sebastián de la Calzada se encontró, en el páramo de Cachirí, con una mesnada
de labriegos armados con garrotes. Los pobres bisoños fueron entrenados con
peroratas de acento grecolatino humedecidas con chicha. Los tercios de Fernando
VII, ante tan formidable fuerza agropecuaria, optaron por una retirada táctica.
El líder de la recluta forzosa, José Custodio Cayetano García Rovira, doctor en
teología y jefe por ausencia de mando, les ordenó atacar. La derrota para las
armas de las Provincias Unidas de la Nueva Granda se transformó en una masacre
cuyas consecuencias aún destilan el hedor de una incertidumbre inmarcesible.
Los impolutos
héroes, sobrevivientes de la calamidad, huyeron a caballo con velocidades
dignas de Eolo. El Señor de los Vientos los contempló correr con un asombro
inquietante. Ellos, los valientes indomables, se detuvieron fatigados en
Chiquinquirá.
Entre la
soldadesca recogida, para carne de cañón, entre los villorrios y veredas llegó
a las tierras de la Patrona el cabo Antonio Martínez, hermano de Pedrito
Pascacio, el niño lancero. El suboficial se robó unas piedras preciosas de la
Virgen. Fue apresado y sometido a un juicio de cantina. Su abogado, de apellido
Serrano, inventó una comedia que lo liberó. Según el sindicado, la Virgen le
donó sus preseas para el sustento familiar. El sainete jurídico ocurrió el 19
de abril de 1816.
El comandante del
ladrón era un mercenario de nombre Manuel Serviez. Él expidió un decreto donde
se prohibía recibir milagros de la Virgen María de Chiquinquirá. Además, aquel
soldado de fortuna, elevado a general por los decretos del miedo, no tuvo
inconveniente en profanar la casa de Dios, tomar la sagrada pintura, embalarla
en una caja de madera y salir en desbandada para los Llanos. El veterano de las retiradas, fue secundado
por Francisco de Paula Santander cuyos hechos de cobardía los denunciaron, en
su momento, Camilo Torres, José María Córdova, el héroe de Ayacucho y el negro
Leonardo Infante, un centauro que ascendió a Teniente Coronel por los corajes
de su lanza en las Queseras del Medio.
Serviez, el
cuartelero, cortó las cabuyas de la tarabita sobre el Río Negro en el alto de
Sáname, (Cáqueza, Cundinamarca). Los paladines abandonaron a sus infantes para
poder ejecutar otra hazaña homérica, la defensa estratégica de la guerra
patriótica: la huida relámpago. La matanza de los rústicos engordó los buches
de los cóndores andinos.
Los dominicos
regresaron con la Rosa del Cielo a Santafé. La Virgen fue escoltada por los
carabineros de la caballería castellana, el alto clero y una muchedumbre de
damas agradecidas con los invasores. Los Húsares de Fernando VII salvaron al
milagroso cuadro de la rapiña mezquina de los egregios irreverentes. Hasta este
reglón, no sabe el redactor si sentir o padecer porque la mística épica de la
Patria Boba no coincide con la Historia.
El
rastro de las raposas
La siguiente
década, la de la tiranía de los libertarios, volvió a escandalizar a la Villa
de los Milagros. La noche del 12 de enero de 1826 vio a Ignacio Gutiérrez robarse
unas alhajas de Nuestra Señora de Chiquinquirá y fugarse por la misma trocha de
herradura seguida por Serviez.
Los sabuesos,
enviados por la autoridad competente, aprendieron al maleante en la Villa de
San Diego de Ubaté. El pleito y su escándalo generaron las suspicacias propias
de las reseñas boquigráficas de las aldeas granadinas.
La restitución de
la honra dominica pasó por la prensa. A finales de marzo de 1826, en la
bogotana plazuela de San Francisco, la imprenta de F. M. Stokes publicó el
folleto titulado: Vindicación del padre fray Casimiro Ant. Landínez prior del convento de
Chiquinquirá por atribuirle complicidad en el robo de las joyas de la Virgen
perpetrado por Ignacio Gutiérrez.
La tinta remplazó
a la saliva y el suceso cambió de escenario en el tiempo, pero no de sujeto
legal. El señor Francisco de Paula en su ley de fuga, y veinte años después,
era el presidente de la República de la Nueva Granada. El mandatario ordenó que
los bienes del convento dominicano se repartieran entre los colegios de Vélez y
Chiquinquirá. Ese fue el culmen del agradecimiento a la Madre Morena, que le
cubrió la espalda en Cáqueza. El almanaque marcó el 9 de julio de 1836.
Detrás de la
convención para legalizar el fraude, por un gesto dictatorial del rábula,
estaban los codiciosos. Los áulicos del funcionario amaban los destellos de
unas piedras brillantes.
El periódico La Bandera Nacional (17 de marzo de
1838) dejó consignadas las delicadas acciones de la Cámara de Representantes
sobre el asunto. (7 de marzo).
“Pasó a una comisión el proyecto de decreto
sobre adjudicación de las alhajas de la Iglesia de Chiquinquirá”.
Ante el ejemplo de
honestidad procera de los prohombres, dedicado a cuidar los valores religiosos
de su etnia, se cierra ese capítulo turbulento para leer las andanzas de sus
herederos.
El notablato de
las vulpejas del valle del Saravita planeó y ejecutó el robo de una corona y
dos ángeles de la Virgen de Chiquinquirá. De aquella fechoría siniestra quedó
la fecha: 1868, y más gastos para los dominicos. Fray Buenaventura García,
O.P., mandó a los obreros de la forja libre diseñar fuertes rejas para instalar
en las ventanas del templo. La idea era evitar más jornadas sacrílegas
patrocinados por los racionalistas. Las crónicas de aquella época narran la
eterna esencia de la colombianidad: “parte del tesoro se recuperó, pero el
ladrón se escapó” … porque era muy conocido.
Los ventanales
quedaron resguardados, pero la seguridad fue seducida. Pasados los festejos de la
promesa grande, en la sabatina noche del dos de enero de 1886, el dentista, Joaquín
Gómez, decidió mejorar el prontuario de sus antecesores. Él se robó las gemas
de la Patrona, pero no pudo volver a salir del sacro recinto.
Fray Buenaventura,
ducho en esos menesteres, denunció el pillaje desde el púlpito con su voz
patriarcal de pastor ofendido. Los fieles de la misa dominical convulsionaron.
Los parroquianos envalentonados montaron en cólera y diseñaron un elitista
bloque de búsqueda. El alcalde, a la cabeza de sus agentes, encontró al fulano
escondido en las bóvedas de una de las torres. La caterva sedienta por colgar
al culpable del pescuezo desencadenó el horror, justicia punitiva. Gómez se
descerrajó un tiro en la sien derecha con tan buena fortuna que su agonía, de
tres horas, le alcanzó para el auxilio sacerdotal. La tarde se empleó en un
sentido desagravio por tan execrable fatalidad, hurto y suicidio a los pies de
la Virgen. Las piezas del tesoro se recuperaron de varios rincones.
Esta vez la pluma
liberal registró el hecho en un intento de crónica roja. Don José David Guarín redactó El
cinturón de la Virgen de Chiquinquirá. La Imprenta El
Artista de Bogotá lo publicó en 1908.
Llamaradas
sectarias
El siguiente acaecimiento
tiene el ardor de los pirómanos. El 12 de agosto de 1896, la Patrona tuvo una
afrenta encendida en calores voraces. Afortunadamente, tres alegres compadres
paseaban por la Plaza de la Libertad, cerca de la media noche con aires de tufo
y serenata. Los señores Elías Páez, Estanislao García y Luis Felipe Salazar
dieron la alarma urgente a la ciudad dormida y nadie despertó porque no
escucharon la voz del campanario. Fueron al cuartel militar y por poco los
meten presos por bochincheros. Ante la irremediable adversidad del infortunio
cruel, Paez desenfundó su revólver y echó plomo al aire con pasión de sicótico
energúmeno. La singular medida fue apoyada por el jefe de la fuerza pública. La
plomacera sacudió a la población de los brazos del soñoliento Morfeo.
El sacristán tocó
a rebato las campanas con la fuerza del calor enloquecido. Las llamas avanzaban
incontenibles por la sacristía, el colegio y el tejado.
La desesperación
se convirtió en un heroísmo disciplinado por las circunstancias. La feligresía
se arrojó dentro del edificio a salvar el tesoro de la nacionalidad con
implacable serenidad de titanes porque la Señorita estaba en peligro de ser
incinerada. Mardoqueo Z. Rincón escribió la
noticia titulada: Incendio del colegio y
parte del templo de Chiquinquirá- Narración descriptiva de tan espantosa
catástrofe. Chiquinquirá. Imprenta de Fajardo, 1896.
Entre los héroes
anónimos de aquella jornada estaba el general Hipólito Castaño Ramírez, el
único sobreviviente de la histórica degollina de Salamina (Caldas), 22 de marzo
de 1879. El oficial se radicó en la Ciudad Promesa porque ese día, escondido en
unos cornizones de la parte alta del improvisado cuartel, le rogó a la Virgen
de Chiquinquirá que le salvara la vida. La carnicería de zaguán, liderada por
Valentín Deaza, dejó decenas de conscriptos decapitados con el cuchillo de la
ira asesina.
Para 1896 Castaño
era uno de los alcaldes de la localidad, testigo de una angustia infernal, a la
que enfrentó con el liderazgo de una deuda de fe, hombre de honor y guerra. Su tataranieto, que redacta estas líneas, le
agradece su devoción a la Chinca, tradición que injertó en la genética
familiar. Ese acervo pasa ya por seis generaciones de peregrinos que rezaron el
rosario a través de los siglos.
Los baldes de agua,
llevados por la comunidad, salvaron el baldaquino de un siniestro imperdonable.
¿Y quiénes fueron los responsables del atentado? La respuesta la tiene guardada
la investigación exhaustiva cuyo fallo inapelable es la amnesia.
La humareda se
disipó, pero los fuegos volverían en forma de banderas y tedeum. La guerra de
los Mil Días trajo su furor homicida hasta el santuario de María.
El 16 de agosto de
1900, el generalísimo Próspero Pinzón entró, bajo arcos de triunfo, a la iglesia
y dejó a los pies de la Virgen de Chiquinquirá su espada vencedora en Palonegro.
Venía a pagarle la promesa por la victoria que salvó a Colombia de los planes tenebrosos
de los cachiporros, gentuza libertina.
Según los
cortesanos del Palacio de San Carlos, Pinzón derrotó al tridente de herejes
contumaces cuyos apellidos eran motivo de espanto para las monjas: Uribe,
Herrera y Vargas Santos. Sus cómplices siguieron la refriega. El 12 de enero de
1901, Benito Ulloa llevó a sus huestes liberales para disparar fusiles Grass
contra el convento y el templo.
El motivo de la
acción bélica era vengarse, en el atrio de la Patria, de la devoción
conservadora por el Redentor. Allí, monjes y gobernantes, defendían el
catolicismo de la Regeneración pilar de la república cristiana ideada por los
venerables estadistas, Núñez y Caro.
Como la contienda
fratricida tenía ocupados a los grandes estrategas, en cuidar sus haciendas,
lejos del frente, le tocó empuñar el sable a un jovenzuelo para defender a su
Reina. El valiente, Jesús Vargas
Fajardo, lideró un combate defensivo hasta ser reforzado con tropas del
Gobierno el día 13. Los colorados se retiraron luego de azotar a unas mujeres y
quemar varias casas donde habitaban los godos.
Esa generación, la
que salvó de la hoguera y del encono político el altar, cometió un crimen de
Lesa Majestad Divina. El acto asombró a los relapsos por su malicia resabiada
de turbamulta salvaje. El detonante de la pendencia fue el decreto del obispo
de Tunja, Eduardo Maldonado Calvo, que ordenó el traslado hacia Bogotá del
lienzo de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá para su coronación durante
el Congreso Mariano de 1919.
El alcalde, Campo
Elías Pinzón Tolosa, dictó una norma que instaba a desobedecer la prudente
medida del prelado. El tumulto se rindió al oficio de la barbarie. Muy pronto,
en los mentideros de la plaza de la Constitución, la del poeta Julio Flórez, se
reunieron los servidores del desastre en una amangualada camaradería de
sectarios. Los izquierdistas zalameros se confabularon con la insidia en aras
de calumniar a los frailes.
El contubernio,
entre rufianes y gamonales, lanzó su proclama de falacias a la voracidad verbo
lingüística de las marchantas. La consigna hizo estremecer de rabia al motín.
La gente murmuraba: “los dominicos se robaron el cuadro de la Virgen y lo van a
vender en Bogotá”. Los tunjanos, por el
correo de las brujas, alertaron a los pobladores sobre la voluntad de monseñor
Maldonado de colocar en entredicho a la Ciudad de la Virgen.
La voracidad
desenvainada de la hablilla incendió la sangre del tumulto. Los ideólogos de la
demagogia insertaron el desorden social en la barriada. El alarido de la
desesperación anuló a la cordura. El puñal y la pistola se apoyaron en el
bordón y este, en el machete. La revuelta apóstata, cuya soberanía era la
locura, se lanzó al abismo del suicidio histórico sin más patíbulo que su
procesión trágica.
Las tinieblas del
21 de junio de 1918 se vistieron de bajeza. Cuadrillas de forajidos iniciaron
la marcha del perjurio. Ellos atacaron con hachas las puertas del templo
tutelar, rompieron los goznes y mancillaron el ara con su pestilente presencia
de ebrios iracundos. Golpearon a los padres con alevosía. La degradación cayó
en el averno de su propia inmundicia. La democracia de los vándalos y las
verduleras optó por secuestrar el lienzo. Lo llevaron para la capilla de la
Renovación. El infame escándalo llegó a los linotipos del periódico El Tiempo. La Colombia católica cayó de
hinojos avergonzada. Los albañiles, de escuadra y mandil, vociferaban
satisfechos su derecho a la anarquía.
La diplomacia de
Marco Fidel Suárez puso en orden a la villa y a sus matronas. Ellas sacaron en
hombros a la Virgen para iniciar su recorrido hasta Bogotá donde tuvo su
apoteosis real, 1919. Los hijos de la iniquidad recibieron como premio legal el
extravío del expediente de sus delitos.
Las entrañas vivas
de la tela guardan otras heridas entre el tintero de este relato diseñado para
recordar olvidos.