jueves, 26 de noviembre de 2020

Sobre el tiempo de Adviento

 De las cartas pastorales de san Carlos Borromeo, obispo

(Acta Ecclesiae Mediolanensis, t. 2, Lyon 1683, 916-917)

Ha llegado, amadísimos hermanos, aquel tiempo tan importante y solemne, que, como dice el Espíritu Santo, es tiempo favorable, día de la salvación, de la paz y de la reconciliación; el tiempo que tan ardientemente desearon los patriarcas y profetas y que fue objeto de tantos suspiros y anhelos; el tiempo que Simeón vio lleno de alegría, que la Iglesia celebra solemnemente y que también nosotros debemos vivir en todo momento con fervor, alabando y dando gracias al Padre eterno por la misericordia que en este misterio nos ha manifestado. El Padre, por su inmenso amor hacia nosotros, pecadores, nos envió a su Hijo único, para librarnos de la tiranía y del poder del demonio, invitarnos al cielo e introducirnos en lo más profundo de los misterios de su reino, manifestarnos la verdad, enseñarnos la honestidad de costumbres, comunicarnos el germen de las virtudes, enriquecernos con los tesoros de su gracia y hacernos sus hijos adoptivos y herederos de la vida eterna.

La Iglesia celebra cada año el misterio de este amor tan grande hacia nosotros, exhortándonos a tenerlo siempre presente. A la vez nos enseña que la venida de Cristo no sólo aprovechó a los que vivían en el tiempo del Salvador, sino que su eficacia continúa, y aún hoy se nos comunica si queremos recibir, mediante la fe y los sacramentos, la gracia que él nos prometió, y si ordenamos nuestra conducta conforme a sus mandamientos.

La Iglesia desea vivamente hacernos comprender que así como Cristo vino una vez al mundo en la carne, de la misma manera está dispuesto a volver en cualquier momento, para habitar espiritualmente en nuestra alma con la abundancia de sus gracias, si nosotros, por nuestra parte, quitamos todo obstáculo.

Por eso, durante este tiempo, la Iglesia, como madre amantísima y celosísimo de nuestra salvación, nos enseña, a través de himnos, cánticos y otras palabras del Espíritu Santo y de diversos ritos, a recibir convenientemente y con un corazón agradecido este beneficio tan grande, a enriquecernos con su fruto y a preparar nuestra alma para la venida de nuestro Señor Jesucristo con tanta solicitud como si hubiera él de venir nuevamente al mundo. No de otra manera nos lo enseñaron con sus palabras y ejemplos los patriarcas del antiguo Testamento para que en ello los imitáramos.


jueves, 19 de noviembre de 2020

La Virgen María, mujer de oración

 

Papa Francisco

Biblioteca del Palacio Apostólico

Miércoles, 18 de noviembre de 2020

 Catequesis 15. 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En nuestro camino de catequesis sobre la oración, hoy encontramos a la Virgen María, como mujer orante. La Virgen rezaba. Cuando el mundo todavía la ignora, cuando es una sencilla joven prometida con un hombre de la casa de David, María reza. Podemos imaginar a la joven de Nazaret recogida en silencio, en continuo diálogo con Dios, que pronto le encomendaría su misión. Ella está ya llena de gracia e inmaculada desde la concepción, pero todavía no sabe nada de su sorprendente y extraordinaria vocación y del mar tempestuoso que tendrá que navegar. Algo es seguro: María pertenece al gran grupo de los humildes de corazón a quienes los historiadores oficiales no incluyen en sus libros, pero con quienes Dios ha preparado la venida de su Hijo.


María no dirige autónomamente su vida: espera que Dios tome las riendas de su camino y la guíe donde Él quiere. Es dócil, y con su disponibilidad predispone los grandes eventos que involucran a Dios en el mundo. El Catecismo nos recuerda su presencia constante y atenta en el designio amoroso del Padre y a lo largo de la vida de Jesús (cfr. CCE, 2617-2618).


María está en oración, cuando el arcángel Gabriel viene a traerle el anuncio a Nazaret. Su “he aquí”, pequeño e inmenso, que en ese momento hace saltar de alegría a toda la creación, ha estado precedido en la historia de la salvación de muchos otros “he aquí”, de muchas obediencias confiadas, de muchas disponibilidades a la voluntad de Dios. No hay mejor forma de rezar que ponerse como María en una actitud de apertura, de corazón abierto a Dios: “Señor, lo que Tú quieras, cuando Tú quieras y como Tú quieras”. Es decir, el corazón abierto a la voluntad de Dios. Y Dios siempre responde. ¡Cuántos creyentes viven así su oración! Los que son más humildes de corazón, rezan así: con la humildad esencial, digamos así; con humildad sencilla: “Señor, lo que Tú quieras, cuando Tú quieras y como Tú quieras”. Y estos rezan así, no enfadándose porque los días están llenos de problemas, sino yendo al encuentro de la realidad y sabiendo que en el amor humilde, en el amor ofrecido en cada situación, nos convertimos en instrumentos de la gracia de Dios. Señor, lo que Tú quieras, cuando Tú quieras y como Tú quieras. Una oración sencilla, pero es poner nuestra vida en manos del Señor: que sea Él quien nos guíe. Todos podemos rezar así, casi sin palabras.


La oración sabe calmar la inquietud: pero, nosotros somos inquietos, siempre queremos las cosas antes de pedirlas y las queremos en seguida. Esta inquietud nos hace daño, y la oración sabe calmar la inquietud, sabe transformarla en disponibilidad. Cuando estoy inquieto, rezo y la oración me abre el corazón y me vuelve disponible a la voluntad de Dios. La Virgen María, en esos pocos instantes de la Anunciación, ha sabido rechazar el miedo, aun presagiando que su “sí” le daría pruebas muy duras. Si en la oración comprendemos que cada día donado por Dios es una llamada, entonces agrandamos el corazón y acogemos todo. Se aprende a decir: “Lo que Tú quieras, Señor. Prométeme solo que estarás presente en cada paso de mi camino”. Esto es lo importante: pedir al Señor su presencia en cada paso de nuestro camino: que no nos deje solos, que no nos abandone en la tentación, que no nos abandone en los momentos difíciles. Ese final del Padre Nuestro es así: la gracia que Jesús mismo nos ha enseñado a pedir al Señor.


María acompaña en oración toda la vida de Jesús, hasta la muerte y la resurrección; y al final continúa, y acompaña los primeros pasos de la Iglesia naciente (cfr. Hch 1,14). María reza con los discípulos que han atravesado el escándalo de la cruz. Reza con Pedro, que ha cedido al miedo y ha llorado por el arrepentimiento. María está ahí, con los discípulos, en medio de los hombres y las mujeres que su Hijo ha llamado a formar su Comunidad. ¡María no hace el sacerdote entre ellos, no! Es la Madre de Jesús que reza con ellos, en comunidad, como una de la comunidad. Reza con ellos y reza por ellos. Y, nuevamente, su oración precede el futuro que está por cumplirse: por obra del Espíritu Santo se ha convertido en Madre de Dios, y por obra del Espíritu Santo, se convierte en Madre de la Iglesia. Rezando con la Iglesia naciente se convierte en Madre de la Iglesia, acompaña a los discípulos en los primeros pasos de la Iglesia en la oración, esperando al Espíritu Santo. En silencio, siempre en silencio. La oración de María es silenciosa. El Evangelio nos cuenta solamente una oración de María: en Caná, cuando pide a su Hijo, para esa pobre gente, que va a quedar mal en la fiesta. Pero, imaginemos: ¡hacer una fiesta de boda y terminarla con leche porque no había vino! ¡Eso es quedar mal! Y Ella, reza y pide al Hijo que resuelva ese problema. La presencia de María es por sí misma oración, y su presencia entre los discípulos en el Cenáculo, esperando el Espíritu Santo, está en oración. Así María da a luz a la Iglesia, es Madre de la Iglesia. El Catecismo explica: «En la fe de su humilde esclava, el don de Dios encuentra la acogida que esperaba desde el comienzo de los tiempos» (CCE, 2617).


En la Virgen María, la natural intuición femenina es exaltada por su singular unión con Dios en la oración. Por esto, leyendo el Evangelio, notamos que algunas veces parece que ella desaparece, para después volver a aflorar en los momentos cruciales: María está abierta a la voz de Dios que guía su corazón, que guía sus pasos allí donde hay necesidad de su presencia. Presencia silenciosa de madre y de discípula. María está presente porque es Madre, pero también está presente porque es la primera discípula, la que ha aprendido mejor las cosas de Jesús. María nunca dice: “Venid, yo resolveré las cosas”. Sino que dice: “Haced lo que Él os diga”, siempre señalando con el dedo a Jesús. Esta actitud es típica del discípulo, y ella es la primera discípula: reza como Madre y reza como discípula.


«María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Así el evangelista Lucas retrata a la Madre del Señor en el Evangelio de la infancia.  Todo lo que pasa a su alrededor termina teniendo un reflejo en lo más profundo de su corazón: los días llenos de alegría, como los momentos más oscuros, cuando también a ella le cuesta comprender por qué camino debe pasar la Redención. Todo termina en su corazón, para que pase la criba de la oración y sea transfigurado por ella. Ya sean los regalos de los Magos, o la huida en Egipto, hasta ese tremendo viernes de pasión: la Madre guarda todo y lo lleva a su diálogo con Dios. Algunos han comparado el corazón de María con una perla de esplendor incomparable, formada y suavizada por la paciente acogida de la voluntad de Dios a través de los misterios de Jesús meditados en la oración. ¡Qué bonito si nosotros también podemos parecernos un poco a nuestra Madre! Con el corazón abierto a la Palabra de Dios, con el corazón silencioso, con el corazón obediente, con el corazón que sabe recibir la Palabra de Dios y la deja crecer con una semilla del bien de la Iglesia.


Saludos:


Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Que a imitación de la Virgen María y por su intercesión, el Señor nos dé la gracia de comprender en la oración que cada día que Él nos concede es una ocasión para acoger la voluntad del Padre, para cumplirla con un corazón lleno del amor de Dios y bien dispuesto al servicio de los hermanos. Que el Señor los bendiga a todos.


jueves, 12 de noviembre de 2020

El romance de la santidad




Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

La historia de la plenitud de los tiempos la cambió María Santísima al responderle a Dios su estremecedor saludo. El Altísimo aguardaba galante una respuesta de amor para salvar al hombre y revindicar a sus ángeles. La criatura inmaculada permitió la concepción del Verbo.

El “fiat” de la Virgen extendió su humilde obediencia de mujer corredentora desde la anunciación hasta la cruz. La acción de la sierva fue adherida al primer testimonio de la resurrección.

La gloria del Redentor, levantado del sepulcro, es el perdón. Su voluntad es un idilio irrevocable entre el alma frágil y su Creador.  “…A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados…” (Juan 20, 23).

La senda feliz para llegar a esa absolución sacramental, ministerio sacerdotal y condición sine qua non, es María, la madre de Jesús. Ella está encargada de velar por la santa doctrina. Herencia genética de los méritos de su Hijo que le entregó el don de la maternidad eclesial.

La Iglesia, en su matrimonio con el Mesías, exige el traje nupcial de María. Es la prenda vital porque sin esa se repetirá la pregunta de la condenación: Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?” (Mateo 22, 12).

La consagración total, oficio sagrado de la esperanza cristiana, requiere de comprender esa inmensidad constante de amar con el latido del Corazón de Jesús.

La respuesta para una santidad enamorada del bien, la verdad y la belleza sigue vigente en los labios de Nuestra Señora: Hágase en mí según tu palabra”. (Lucas 1, 38)”.

 


jueves, 5 de noviembre de 2020

El título de Madre de Dios

Papa Benedicto XVI, 2008


"El título de Madre de Dios, tan profundamente vinculado a las festividades navideñas, es, por consiguiente, el apelativo fundamental con que la comunidad de los creyentes honra, podríamos decir, desde siempre a la Virgen santísima. Expresa muy bien la misión de María en la historia de la salvación. Todos los demás títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan en su vocación de Madre del Redentor, la criatura humana elegida por Dios para realizar el plan de la salvación, centrado en el gran misterio de la encarnación del Verbo divino.

Y todos sabemos que estos privilegios no fueron concedidos a María para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que estuviera más cerca. En efecto, al estar totalmente con Dios, esta Mujer se encuentra muy cerca de nosotros y nos ayuda como madre y como hermana. También el puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor. Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente, durante el concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI atribuyó solemnemente a María el título de "Madre de la Iglesia".

Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo. Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su Madre. El evangelista san Juan concluye el breve y sugestivo relato con las palabras: "Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa" (Jn 19, 27). Así es la traducción española del texto griego: εiς tά íδια; la acogió en su propia realidad, en su propio ser. Así forma parte de su vida y las dos vidas se compenetran. Este aceptarla en la propia vida (εiς tά íδια) es el testamento del Señor. Por tanto, en el momento supremo del cumplimiento de la misión mesiánica, Jesús deja a cada uno de sus discípulos, como herencia preciosa, a su misma Madre, la Virgen María.