viernes, 22 de diciembre de 2023

Pesebre chiquinquireño


  Que por la gracia del misterio del nacimiento del Verbo encarnado se nos libre de la dualidad doctrinal. Foto y texto Julio Ricardo Castaño Rueda.

jueves, 14 de diciembre de 2023

El acervo de la Rosa del Cielo


 


Por Julio Ricardo Castaño Rueda                                                                                     

Sociedad Mariológica Colombiana

 

“Tus testimonios he tomado como herencia para siempre, porque son el gozo de mi corazón”. Sl. 119, 111

 

La historia de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá es patrimonio cultural del Colombia.

Las páginas de esa crónica están escritas en la virtud andariega de los promeseros. Ellos, por espacio de 437 años, han depositados sus plegarias y sus lágrimas a los pies de la Patrona en la Villa de los Milagros.

El polvo de las trochas recorridas por la fidelidad de una veintena de generaciones trajo sus saberes ancestrales para enriquecer las manifestaciones folclóricas de la patria de María. El talento creativo del campesino inventó nuevas voces para significar su travesía por los ciclos culturales de un vibrante folclor. La coplería, picardía del encanto; la música, acordes del tiple; la bromatología, sabores de regiones exquisitas; la poesía, el romance del rubor; las artesanías, la sorpresa de la manualidad; la pintura, la estética del recuerdo y la arquitectura de un país construido sobre los cimientos de sus costumbres son el legado para asombrar al mundo.

La vida de las esperanzas colombianas converge sobre la ruta de esa necesidad intrínseca del alma de retornar al manantial de las promesas. La voz materna en la cuna arrulla con el rosario. El abuelo relata la aventura de la peregrinación en las épocas de sus mayores y las herencias de la oralidad se transforman en una realidad histórica que cobija a la nacionalidad de un pueblo devoto de su palabra. Los elementos trascendentales de esa razón quedan bajo el amparo colectivo de una Nación diseñada para realizar imposibles.  

jueves, 7 de diciembre de 2023

María, la barquera del Magdalena


 

 Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

“Subiendo a la barca, pasó a la otra orilla y vino a su ciudad”. (Mt 9,1).

                              

                                                                            Foto: Archivo Municipio de Beltrán.

                                                              

La historia de Nuestra Señora de la Canoa es un secreto de pescadores que sobrevivió a la mitología del Alto Magdalena.

La herencia de los ritos religiosos de las tribus panches dejó su carga genética adherida a las sangres de los ribereños. Ellos, durante la Colonia, domesticaron las orillas del Río Grande de la Magdalena. La margen derecha sería la encargada de alimentar y regar la trasformación del asentamiento, doctrina de indios, donde se fundó la segunda encomienda de Ambalema, la del capitán Francisco Félix Beltrán de Caycedo. Cundinamarca, 1670.

Los mestizos nacieron bajo el tórrido ambiente de un puerto improvisado por las necesidades comerciales del Virreinato de la Nueva Granada. El ritmo mercantil los obligó a la cacería de reptiles para salvaguardar la subsistencia del alevoso ataque de los yacarés a las embarcaciones menores, a las lavanderas, los niños y a los semovientes sedientos.

La lidia mortal, por civilizar la selva y las aguas, incluyó los conjuros y las plegarias para disputarle la pesca del bagre al mohán, una deidad demoniaca cuyas andanzas enigmáticas subsisten hasta el presente. Los aldeanos lo describen como un ser humanoide con larga cabellera, mirada penetrante, fumador de picadura, secuestrador de mujeres y enemigo de los costaneros.

La dinámica del esfuerzo les permitió sobrevivir en contra de una naturaleza exuberante en su barbarie y edificar una localidad. El sacrificio del sudor contó con un sólido premio, la edificación de un templo en 1676. En sus bancas, el catecismo, y en el altar la santa misa llevó la misericordia del Espíritu Santo a la soledad de las almas perseguidas por la brujería, legado de los esclavos africanos.

La capilla doctrinera, con la evolución de los tiempos, se convertiría en la Parroquia San Luis Beltrán en honor del fraile dominico Bertrán Eixarch que nunca pisó esas tierras de Dios, pues regresó de Tubará (Atlántico) a Sevilla (España) en 1569.

La naciente feligresía asumió el ritmo del orden litúrgico. Afuera el caótico ejercicio del mal seguía en su brutal lucha por someter a los fieles a la apostasía. Las didácticas lecciones del Evangelio contaron con un socorro celestial, la aparición de la Santísima Virgen María sobre las ondas de la caudalosa artería.

La crónica del acontecimiento entró a formar parte de la Enciclopedia Histórica de Cundinamarca, obra de Roberto Velandia.

Cuentan las gentes que el 8 de septiembre de 1790 una esclava fue al río a traer agua, al sitio llamado Puerto de las Canoas, que luego se denominó El Cabezón, unos 500 metros abajo del actual poblado. De pronto, cuando sumergía la múcura, la deslumbró el reflejo de un relámpago y alzando la vista vio sobre las aguas una figura de mujer resplandeciente que caminando se le acercaba sonriente. Atónita y espantada, la negra dejó caer la vasija y corrió hacia el pueblo dando gritos. Al punto acudieron muchos a ver lo que ocurría y guiados por sus voces y señas corrieron a la orilla y alcanzaron a verla, todavía allí, de pies sobre una canoa, acompañada de dos ángeles.

Comprendiendo que se trataba de una aparición milagrosa, trataron de arrimársele y tocarla, pero la canoa se desamarró y velozmente se alejó río abajo. En otras canoas la persiguieron, mas no la alcanzaron, pues a medida que se alejaba se iba desvaneciendo en la lejanía su celestial figura, dejando el misterio de su presencia.

Para estos pescadores negros, mulatos y blancos no había duda que se trataba de una aparición y la bautizaron la Virgen de la Canoa”.

La Reina del Cielo fue acogida por los ancianos para cristianizar a los jóvenes remisos en el último tercio del período colonial, cuya dominación generó una demagogia insurrecta. La centuria decimonónica trajo la rebelión del alboroto para la ingenua Colombia, hedor nauseabundo de sus masacres partidistas. Las conflagraciones políticas obtuvieron como gran logro alejarse de Roma y democratizar el delito del sufragio. Los beltranenses aprendieron a vivir bajo el amparo de la Virgen de la Canoa cuando huían en sus chalupas de los patrióticos reclutamientos forzados.

Los ratos de paz les trajeron cambios administrativos. Los autoritarismos de los redactores de las cartas magnas dictaminaron que el Distrito de Beltrán fuera suprimido por cuenta de la Cámara Provincial de Mariquita, el 25 de septiembre de 1844. Posteriormente, el pueblo fue restablecido por la ordenanza número cinco del 12 de noviembre de 1853 a su antigua cabecera hasta 1857, año en que fue endosado a la indiferente Bogotá.

Y dentro de aquel ciclo turbulento de regencias llegó el auge del tabaco para su romántica vecina. La bellísima Ciudad de las Mil Columnas, Santa Lucía de Ambalema (Tolima). La pujante villa, con sus marcados trazos de urbe hispana, abrió su alma adolescente al empuje de la industria tabacalera, 1850-1875. La bonanza importó lujurias europeas que se injertaron en el atavismo de los labriegos. La masonería, defecto de la miseria decadente, tuvo su fortín en aquel próspero fondeadero. La avalancha de atractivas alucinaciones y taras sociales encontró su talanquera al cruzar el caudaloso raudal por el paso de Gramalotal.

La Virgen de la Canoa, patrona de la iglesia de Beltrán, resultó un escudo invencible para la vociferante tentación del hedonismo, dulce rumor de las hamacas sin tregua. La avemaría era la oración victoriosa, el terrible fuego del ejército en orden de batalla.

Aquella lucha del cristianismo ante el mercantilismo de ganga ocasional dejó rastros de una contienda feroz. Los amores prohibidos, los vicios del garito y el embrujo encantador de las seducciones con nombre de mujer idealizada oficiaron un envite sin retorno.

La reyerta jugada seguía su lance. Los versos de los bogadores y los adulterios sin absolución llevaron al opulento muelle el choque de los clanes. Los pleitos resultaron determinantes en la formación de fronteras. Los fervorosos marianos y los nigromantes trasmitieron a sus descendientes la necesidad de una enemista perenne, duelo tipo Malleus Maleficarum.

El diario de campo de este cronista consignó, en el año de 1997, la siguiente nota: “Los habitantes de Beltrán combinan la sal con la pólvora para que el cura de Cambao, Pedro Sáenz, les bendiga los cartuchos de las escopetas y puedan matar a las brujas de Ambalema. Las arpías se les meten por entre las rendijas de las puertas y les chupan la sangre”. El relato era conducta habitual de un conspicuo residente en el marco de la plaza, don Misael Guzmán.

La Virgen de la Canoa fue testigo del extraño ritual. Los viejos tejedores de las atarrayas no se embarcaban sin santificar los cartuchos por su intercesión. Ella los libraba de los artificios maléficos del Mohán y de las pérfidas hechiceras, hembras lujuriosas, vendaval de la hermosura mortal. Las desencadenadas fuerzas incorpóreas se agitaban en su combate de luces y sombras. El final del milenio no apaciguó las trifulcas del sortilegio contra la cruz.

Las noticias de esos acontecimientos, religiosos y esotéricos, se tornaron en un homenaje para la Inmaculada, el tesoro amado. Los lugareños acudieron a la virtud de la heráldica. Esta disciplina, como concepto de nobles linajes, ideó un escudo para el municipio. El cuadrante superior izquierdo fue asignado a la Virgen de la Canoa, 1998.  A ese logro agradecido de sus habitantes se sumó el himno que en su segunda estrofa canta:

“Una virgen que viene en canoa,

siempre cubre con su bendición.

A los hombres que en el Magdalena,

forjarán patria con fe y tesón”.

Así, con el arte del terruño, la Consoladora de los Afligidos mantuvo su patronazgo en la comunidad de creyentes porque su lienzo original se perdió. Una réplica ocupó la santa morada que ya mostraba los rastros de una vejez desamparada. Las vigas centenarias crujían al pasar de las brisas calentanas o recibían los aleteos nocturnos de los chimbilás negros en sus virajes sobre los tejados rojizos.

La amenazaba de ruina, por fractura de los adobes, invitaba a la catástrofe. El remedio se elaboró con papel. El gobierno central publicó en el Diario Oficial (44.265) la resolución 1794 del 15 de diciembre de 2000: “por la cual se declara como Bien de Interés Cultural de Carácter Nacional la Iglesia de Nuestra Señora de la Canoa, localizada en el parque principal del municipio de Beltrán, Cundinamarca”.

La urgente medida de protección aceleró la desidia institucional por los valores autóctonos. Ocho años después, eltiempo.com tituló: “Se está cayendo la Iglesia de Nuestra Señora de la Canoa. Joya arquitectónica de Cundinamarca”, 28 de agosto de 2008.

La voz editorial se volvió la súplica de una colectividad. Los testigos de la petición vieron la pernicia de un Estado divorciado de su ancestro raizal. El templo de la Virgen fue restaurado por los años de 2015 a 2018. El milagro culminó con la reparación del atrio en diciembre de 2020.

La alegría de sus devotos se arropó de folclor y pudo celebrar, en el pasado mes de septiembre, la trigésima quinta versión del Festival Cultural y Artístico Virgen de la Canoa.

Los incondicionales, al final del festejo, recitaron la oración a la divina batelera.

“Madre nuestra resplandeciente que rodeaba su cuerpo y unos ángeles rodeaban su barquilla, en el río Magdalena, haz que esa luz brille en nuestras vidas. Bendecidnos Virgen de la Canoa con la riqueza de tu hijo para que no falten los peces, la comida, la paz y la alegría. Condúcenos al puerto de tu hijo, unión de varios hogares de Beltrán y de Colombia acoge la plegaría de quienes te visitamos y ayúdanos a disponer nuestros corazones para una verdadera conversión”.