jueves, 29 de julio de 2021

La corona de los promeseros


Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

“Vengo pronto; retén firme lo que tienes, para que nadie tome tu corona”. (Ap 3,11).

 

Los peregrinos andariegos trazaron sus rumbos hacia la Villa de los Milagros. El despertar montañero del amanecer arropó sus esperanzas con la ilusión del retorno. El tatuaje de la trocha se bendijo con el ángelus. Los tiples tocaron las letras de un pentagrama fúnebre. La algarabía, aprendida en la arriería de los caminos reales, llevaba la hidalguía de una herida.  El tumulto no marchó al compás vertiginoso del labriego. La muchedumbre latió hundida en el corazón de la melancolía. El polvoriento periplo, surgido de la geografía de las ausencias, se movió junto al zurriago anciano de una pena.

Los campesinos se arrodillaron con la gracia de una conciencia humilde, raza devota de María Santísima. Colombia volvió, por pedazos, a visitar a la Virgen de Chiquinquirá. Las manos inquietas desgranaron una camándula, tejedora de misterios sin tregua. La Patria suplicó indulto porque hasta el ignoto bohío, de selvas y yacarés, llegó la queja adolorida de una campanada. El eco terrible del badajo protestó con el sonido en la sangre. La primicia absurda vociferó, con afán de eternidad, una locura: “El altar de la Patrona ha sido profanado”. La fiesta de la Reina fue mancillada por la ferocidad de la avaricia. La sombra de una garra rasgó el respeto debido a la tradición de sus mayores. Los promeseros del mes de julio ciñeron la frente inmaculada de la Rosa del Cielo con un rosario de gloria y en el relicario de sus almas se llevaron una espina de la cruz chiquinquireña.

                                                                                                   Foto archivo particular



 

jueves, 22 de julio de 2021

La Reina de Chiquinquirá, martirio inmarcesible

 



Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

“Tu templo ha sido pisoteado y profanado; tus sacerdotes están de luto y humillados”. (1 Mac 3,51)

La Patrona de Colombia tiene una biografía de dolores escrita con tintas de infamia. Los verdugos de esa redacción sacrílega fueron movidos por el interés mezquino del crimen. La crónica del trauma y sus blasfemias redactó capítulos para los archivos del duelo.

Los ataques arteros contra el lienzo milagroso no han sido indultados por un punto final. Nada detiene la mano del maleante. El felón regresa sin importar la efeméride, escándalo brutal.

La arremetida es la dinámica de la oscuridad angustiada contra la luz del faro, resplandor del santuario, quemadura inútil. Lo condenable es su persistencia contumaz.

El dislocamiento del respeto tiene su espacio en las tradiciones del yerro. El profundo arraigo irreligioso del ultraje, por parte de las instituciones o los individuos, es la espada matricida atravesada en el alma de la Rosa del Cielo.

Y como un desagravio atemporal se llamará a lista a los sucesos que mancharon su historia. Los hechos son una muestra sin esperanza, que no agota el tema. La lista de fechorías es negra y deprimente.

Lo mejor será acudir al romance del verbo consentido por los poetas, recordar. Re-cordis: “Volver a pasar por el corazón”.

La potestad del mando

1633. El 18 de agosto. El arzobispo de Santafé de Bogotá, Bernardino de Almanza, dejó caer su peso mitrado sobre el cura de la parroquia de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, Gabriel de Rivera Castellanos. La obediencia entregó la tela renovada a una comitiva de nobles tunjanos. Ellos la llevaron a Hunza, la antigua capital de la confederación muisca, que la reclamó como el remedio divino contra la peste de Santos Gil. La Inmaculada no los defraudó con su mediación y los santafereños aprovecharon, tan celestial medicina, para retenerla indebidamente en Bacatá. Los letrados boyacenses y sus emisarios tuvieron que emplearse a fondo para rescatarla de esa condición ilegal. La provechosa utilidad, de la conveniencia escudada detrás del poder virreinal y eclesial, debió ceder sus fueros.

La Consoladora de los Afligidos regresó a su casa el primero de febrero de 1636 con la cicatriz del ultraje a su dignidad. El secuestro, con papel sellado, no ocultó el perjurio de las autoridades coloniales.

El momento cambió de color. La Orden de Predicadores se encargaría de reformarlo. El blanco y el negro del hábito dominico trasformaron la parroquia grisácea en un meridiano de vibrante evangelización. Las ofrendas de los promeseros eran piedras preciosas que adornaban el altar. Así, la Villa de los Milagros entregó un certificado de economía pujante para la región. Las ganancias pingües impulsaron el crecimiento de la Capital Religiosa. Argumento escueto para ilustrar a los ateos, los incrédulos y a los relapsos. Nadie invierte una fortuna en vida, romería y aderezos para defender la tramoya de una mentira. El gasto dadivoso es para dejar la herencia del testimonio irrefutable ante el tribunal de la verdad, esencia de Dios.

Los prodigios quedaron documentados y guardados en la tradición de los pueblos peregrinos. Los promeseros trajeron las esmeraldas y los rubíes. El brillo rutilante de aquel tesoro atrajo a los maleantes de baja estofa o de alta alcurnia, sin importar lo sagrado.

La callada labor de los frailes, en pro de la atención pastoral a las multitudes, resultó aturdida por una maquinación gestado por un arzobispo y un virrey. La dupla decidió, por acuerdo entre las partes, despojar a los dominicos de la iglesia parroquial. Como la legislación real protegía a los guardianes se acordó un legalismo para el fraude. La ley, amalgama de circunstancias codificadas según la subjetividad del poderoso, impuso su dictamen.

El virrey José Solís Folch de Cardona y el arzobispo José Javier de Arauz enviaron a don Antonio Javier de Menafelices con la orden expresa de secularizar el Santuario y la Doctrina de Chiquinquirá.

El funcionario acató la orden como lo mandaron sus patrones (16 de febrero 1757). El prior conventual, Ignacio de Leuro, O.P., en un gesto de varonil devoción no entregó la pintura, lo cual enfureció al esbirro, al prelado y al virrey. El cura fue amenazado con la peligrosa declaración de vasallo rebelde. Sus valiosos argumentos resultaron sometidos por el rigor poderoso de la soberbia, arma de los tiranos.

1757. El 7 de marzo. El arzobispo Arauz y el virrey Solís les quitaron a los dominicos la parroquia y el convento para dárselos al clero secular. Los frailes, aferrados a su misión y terruño, siguieron con sus oficios religiosos en el limbo de la interinidad. Los alegatos viajaron y volvieron de España. El pleito continuó con la tea en la boca.

Los pliegos defensivos tuvieron los tropiezos propios de la ordenanza judicial donde la urgencia manifiesta de la inocencia se convierte en demora delictiva, recurso de la injusticia. Siete años pasaron. Solís terminó de monje franciscano, muy arrepentido de su barrabasada, y monseñor Arauz partió para la eternidad. Tenía una cita urgente con el Creador. 

Derribada la talanquera de las leguleyadas el nuevo virrey, Pedro Mesía de la Cerda, les devolvió el lugar a sus legítimos dueños, 1764… pero el tema del abundante flujo de caja quedó pendiente.

La semilla de la cizaña había dejado injertado su fruto. En octubre de 1766, los dominicos le dieron a la Arquidiócesis de Santafé de Bogotá la próspera parroquia de Guatavita a cambio de la doctrina de Chiquinquirá. Permuta, injusta e injustificada, que su real majestad, Carlos III, aceptó porque nunca comprendió los tejemanejes de Solís y Arauz, 1767. Judas, el tesorero de los apóstoles, seguramente ya le explicó al monarca las andanzas de sus administradores.

El calendario se despojó de sus vestiduras con la misma prisa delicada de las hojas del tabaco en manos de las tabacaleras del común. La paciencia virreinal fue alterada por el embeleco aturdidor del libertinaje. A los reinosos se les antojó plagiar a los cónsules de la Roma decadente, sentirse Demóstenes, discutir a la francesa y mandar a la española. Las altezas serenísimas de Cundinamarca izaron la bandera del error sobre el cementerio. Su horror llegaría al pueblo de las promesas.

1816. El 19 de abril. Chiquinquirá, Boyacá. Las argucias procesales de Fernando Serrano declararon inocente a un bandido, el cabo Antonio Martínez, hermano de Pedro Pascasio, el niño sargento. El sujeto le había hurtado unas joyas a Nuestra Señora de Chiquinquirá.

La comedia, orquestada por un jurista de la Patria Boba, creó tal delirio entre las improvisadas tropas de azadoneros que el mercenario Serviez expidió un decreto donde les prohibía a sus soldados recibir milagros de la Virgen, bajo pena de muerte.

1816. El 21 de abril. El celoso guardián de los tesoros de María Santísima, Manuel Serviez, decidió cargar entre un baúl el milagroso lienzo para huir a paso veloz hacia los Llanos. El secuaz fue auxiliado por Santander, el soldadito de pluma.

La secuestrada quedó abandonada en Cáqueza, junto a sus dominicos. Serviez resultó excomulgado y, a final del año, asesinado por unos macheteros viciosos en un paraje de Achaguas. Los verdugos se llevaron el oro de las alforjas del general. El Apure fue testigo del castigo.

Pregunta guardada en la gaveta de los crímenes de la Independencia. ¿Martínez y Serviez, socios del robo contra la Reina Morena?

Mientras la respuesta duerme en el lecho de los silencios, las sombras de la noche arroparon al siguiente episodio.

1826. El 12 de enero. Ignacio Gutiérrez movido por la tentación del bien ajeno entró al templo en calidad de apóstata y se llevó unas preseas de Nuestra Señora de Chiquinquirá.  El recién posesionado prior, fray Casimiro Antonio Landínez, O.P., se enteró del hecho en la madrugada del viernes trece e inmediatamente dio la voz de alarma a sus hermanos y a las autoridades.  El jefe político del cantón, Francisco Rojas, libró una orden de captura contra el sospechoso que fue perseguido y tomado preso en la Villa de San Diego de Ubaté.

Gutiérrez para evitar un linchamiento in situ inventó un ardid que le salvó el pellejo. El hijo de Gestas afirmó, bajo la gravedad del juramento, que el prior le había encomendado la importante misión de entregar esos brillantes en Bogotá.

Los enemigos de la comunidad dominicana, al enterarse de la versión falaz, abrieron una investigación contra el padre. El pleito hizo mover las imprentas de la capital.

Fray Casimiro tomó la pluma en ristre y debatió a sus detractores con la ardentía de los candorosos. El religioso firmó el folleto: Vindicación del padre fray Casimiro Ant. Landínez prior del convento de Chiquinquirá por atribuirle complicidad en el robo de las joyas de la Virgen perpetrado por Ignacio Gutiérrez. El documento, fechado el 28 de febrero de 1826, reposa con dignidad en la Biblioteca Nacional de Colombia.

El descanso de aquellos pliegos no cierra la lista de atentados, que aún reclaman su sitio en el pedestal de los ultrajes.

Los caudillos de la pendencia

Los portadores de las estrellas doradas del generalato republicano estuvieron injertados en las pasiones políticas de la truculencia, propia de los chafarotes, obreros de la masonería. La logia entró a sable y embargo contra los monasterios. Sus áulicos redactaron extensos discursos sobre la tolerancia, virtud aplicada en expropiar a la Iglesia.

1836. El 17 de febrero. El gobernante, Francisco de Paula Santander, decidió, en un gesto de agradecida nobleza procera, suprimir el convento de Chiquinquirá. La medida, basada en el capricho normativo del partido anticlerical, dejaría abierta las fosas para la Guerra de los Supremos.

Mientras el cementerio aguardaba su bonanza, la avaricia legalizaba el tema del joyel, punto principal de la reforma. La Gaceta de la Nueva Granada presentó el decreto donde se les aplicaba a los bienes del suprimido convento de Chiquinquirá, la pulcra severidad de los togados.

“Art 2º. Para el mismo destino, y con iguales condiciones, se aplican las joyas y alhajas del cuadro de la Virgen de la advocación de Chiquinquirá, que se venera en la citada iglesia”.  (17 de julio de 1836).

El hombrecillo de los estatutos camaleónicos olvidó la dadivosa entrega de los diamantes de María, por parte de los dominicanos, a la causa de una patria perdida, 1815. Y ni se acordó de su fuga, vergonzosamente vertiginosa, con la doncella chiquinquireña para cubrirse la espalda en 1816.

La cuestión de las joyas de la Virgen de Chiquinquirá se volvió letras de molde porque los alegatos de los congresistas no sabían cómo repartir las presas del despojo.

La ofensiva institucional continuaría a la caza de las gemas. El encargado de la persecución fue el apátrida de 1828. El militarote fue impuesto en la silla presidencial por la votación del 7 de marzo de 1849. La tropelía eleccionaria de la oclocracia ocurrió en el Convento de Nuestra Señora del Rosario de Bogotá, edificio de la Orden de Predicadores. Cruel ironía, legado del Manual del Baratero.

1851. El 24 de mayo. El general José Hilario López expidió el decreto ley sobre secularización del Convento de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.

Infortunadamente para el redactor, doña brevedad da gritos de angustia porque el texto se aproxima a las 2.000 palabras y faltan casos para reseñar. Por petición de la amante del vástago de Jack Dorsey, el twitter, las páginas serán aliviadas con varias omisiones. El deseo de la dama ordena obediencia.

Solo falta uno de los gestores de las épocas enlutadas, el Militar Correlón, Tomás Cipriano de Mosquera. Este gamonal, reflejo oscuro de una era tenebrosa, se impuso por las armas del soborno, la traición y la estupidez intrépida de sus oponentes en la contienda de 1860.

El vanidoso Mascachochas plagió a un sátrapa mexicano, Ignacio Comonfort, que expidió un decreto de desamortización de bienes de manos muertas. El tiranuelo criollo aplicó la misma medida como si fuera el producto original de su decrépita administración.

Mosquera, el mandamás, emitió la regla de manos inertes. Las propiedades de la Iglesia católica pasaron a las arcas del Gobierno (9 de septiembre 1861). Dos días después, los dominicos eran asaltados, con bayoneta calada, en su convento llamado por la gente rola como “Santo Domingo”. Los frailes fueron exiliados a los Llanos de donde algunos no volvieron. Otra victoria gloriosa del paladín contundente, “vencedor nunca vencido”.

1861. El 5 de noviembre. Estados Unidos de Colombia (ente existente en un escritorio de campaña). El presidente provisorio de ese engendro nacional sin constitución, Tomás Cipriano, anunció por decreto la extinción de los conventos y monasterios en el Estado de Boyacá.

Las joyas de la Chinca, sus bienes, sus cofradías, haciendas y demás inmuebles quedaron en los bolsillos de los participantes en los remates. La feria del atraco quedó inaugurada por la manguala del radicalismo.

Bandoleros y fusileros

Los rufianes y la soldadesca son los protagonistas de la continuidad del desastre. La herencia de la infracción, en el vibrante andar de una centuria dominada por los magistrados del Funza, pronto demostraría que la norma solo calza a los de pata al suelo.

1868. ¿Febrero? El retablo fue violado por unos jóvenes de cuello blanco y conciencia negra. El benemérito fray Buenaventura García, O.P., montó la operación de rescate e invirtió sus buenos reales en fortificar las ventanas de las capillas.

El autor material y su cómplice sufrieron una pena rarísima en los estrados judiciales. Los culpables quedaron libres por falta de pruebas porque no se les encontró el cuerpo del delito.

 “Pedro Pablo Jiménez (exordine fraterno) con un compañero, penetrando por una de las ventanas de la capilla de Santo Tomás primeros meses de 1868), roban alhajas del santuario. El cura los hace perseguir y son alcanzados cerca de Tausa”. (Cf. Anotación de fray Alberto E. Ariza S., O.P., en el libro El Hijo de la Providencia. Talleres Gráficos Universidad Santo Tomás. Bogotá, mayo de 2011. Pág. 222).

La paupérrima res-pública, tan ultrajada por sus prohombres, no emergía de una tragedia sanguinaria sin tener listas las lápidas para adornar las cornucopias de su escudo, emblema vigilado por un ave de carroña.

La Guerra de las Escuelas, conflicto religioso, llevó su pavoroso andar a la Villa de María. Las guerrillas de Guasca tomaron la población en un audaz golpe de mano. Los defensores, liberales acérrimos, se atrincheraron en el Colegio de Jesús, María y José. (Claustro Petrés).

1876. El 5 de octubre. El atacante batallón Unión decidió minar el histórico edificio como argumento mortal contra sus asustados ocupantes. A Dios gracias, a los rojos no les dio por repetir la resistencia del santafereño convento de San Agustín, 1862. Las explosiones hubieran destruido al recinto guardián del prodigio tutelar. Al caer la tarde, los soldados liberales salieron de sus aulas donde estudiaban el arte de las trincheras y se rindieron con balandronadas ante el comandante Manuel Briceño. Seguramente, el llamado a la cordura por parte de los sacerdotes exclaustrados, residentes en la ciudad, evitó una conflagración irreparable.

La contienda la perdieron los godos, pero las ganas por las diademas de la Madre Inmaculada siguieron en la mira de las raposas y sus zarpazos.

1886. El 2 de enero. El dentista Joaquín Gómez, cansado de calzar molares con oro, decidió arreglar su economía doméstica con las valiosas perlas de la Estrella de la Mañana. El sacamuelas se ocultó en la torre de las campanas y en la noche sabatina cometió el ilícito.  El domingo, fray Buenaventura García, O.P., veterano de mil infortunios, puso en pie de lucha a la Villa.

Pero antes del operativo, de búsqueda y rescate, mandó a todos a participar de la santa misa para orarle al Espíritu Santo y pedirle el don del consejo investigativo.

El burgomaestre y sus agentes pronto descubrieron el rastro del ratero. Los sabuesos ladraron sentencias de empalamiento. La plaza, alistada para una quema medieval, incineraría al hereje por volteriano.  El populacho se arremolinaba energúmeno.

Gómez escuchó la siniestra algarabía del vulgo que clamaba sudoroso la venganza cruenta. El salteador no lo dudó. Tomó su revólver y se pegó un tiro. La noticia completa se la contará José David Guarín en su libro El cinturón de la Virgen de Chiquinquirá. (Imprenta El Artista. Bogotá, 1908), porque el texto crece y la concisión del relato se estrecha en la comodidad del olvido, alivio de la pena.

El siglo de las demencias institucionales no podía agonizar tranquilo sin escuchar el fragor del combate. La Guerra de los Mil Días estalló al compás de los bríos guerreros de los copleros liberales. Los soldados idealistas del Garibaldi se persignaron en el presbiterio chiquinquireño antes de partir para la campaña de 1900 en Santander. La suerte adversa de la toma de Bucaramanga los volvió malhechores.

1901. El 12 de enero. Benito Ulloa decidió compensar al magnánimo gobierno conservador por haberlo sacado de la penitenciaria. El forajido y sus 1.800 saqueadores, repletos de un ateísmo asesino, atacaron el templo mayor y el convento a puro plomo de horda fanatizada. La refriega se prolongó por más de 24 horas. Los atacantes, rechazados por vecinos armados de Remington, se replegaron al Sur. Los defensores, liderados por Jesús Vargas Fajardo, no pudieron evitar el incendio de varias casas y los ultrajes a sus mujeres. Las campanas y los tejados de la iglesia guardaron un sentido recuerdo de la plomacera.

Del heroísmo se pasó al entredicho canónico. El motivo aún causa estupor entre los queridos descendientes de las familias del valle mariano.

1918. El 21 de junio. La turbamulta feroz logró mancillar la casa de María de una forma espantosamente alevosa. Asalto armado al convento, roturas de portalones con hachas, profanación del altar con los dicterios de la multitud ebria. El tumulto, azuzado por los intereses del lucro, abofeteó a los frailes y se cargó la sagrada imagen para la Capilla de la Renovación. Poblada irredenta.

El secuestro, cometido por un comité guardián, se ejecutó para evitar la coronación, decreta por su santidad Pío X, en el primer Congreso Mariano Nacional, 1919. Según los cabecillas de la debacle moral, la manta sería vendida y les devolverían una copia.

En el garito, centro de pensamiento de los caciques instigadores de la asonada, se decía la verdad. Las ventas a los peregrinos bajarían a cero por unos días y sus barraganas no lo podían tolerar. Brava la situación. La llaga no se cicatrizó…

La última vileza ocurrió en el aniversario 102 de la coronación.  

2021. El 9 de julio. El delincuente, Luis Fernando Malaver, atropelló el Santísimo, luego subió al baldaquino y rompió el cristal protector del cuadro.  Arrancó las coronas, el cetro y la medialuna, regalos de sus mayores a la Reina de los Mártires.

Colombia adolorida, por su descuido, aguarda el resultado de la investigación. El facineroso capturado espera una condena benigna, al mejor estilo del modelo donde el derecho se tuerce, expediente apolillado.


viernes, 9 de julio de 2021

Carta para un sacrílego


 

Colombia, 9 de julio de 2021

Señor delincuente,

Luis Fernando Malaver 

Su nombre entró en la historia de la infamia por la puerta trasera de la desolación. Es usted la última llaga en la lista dolorosa de las profanaciones sufridas por el Santuario de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.

La crónica tenebrosa de su existencia lo dejará para siempre ligado a la fuente de las misericordias, en la Villa de los Milagros. La razón, incompresible para su ser, es la bendición del Corazón de Jesús que brotó abundante de la custodia que, torpe y brutal, rompió con prisa de alucinado.

Espero que la oscuridad de su alma, abrigo del delito y del perjurio, no haya cerrado su retorno al confesionario porque está invitado a peregrinar a la casa de la Patrona, al hogar de la Reina ultrajada en la fiesta de su coronación. Episodio miserable que lo separó de sus predecesores. Ellos no tuvieron la virtud del penitente, uno tuvo la gentileza de suicidarse.

Su caso es distinto porque el país sufre de una pandemia crónica de amnesia. Lo cual se traduce en las prebendas de la justificación de su error. Si por algún capricho jurídico va, con su mediocre maldad, a contemplar las rejas de la prisión le aconsejo el robo de minutos al tiempo, su juez implacable, en el escenario de los reos. El capellán de la penitenciaria lo puede confesar y enseñarle a rezar el salterio de María, memoria del Evangelio, para reparar su gravísima falta.

De mi parte, regaré un rosario con mis lágrimas para pedir su conversión de vil apostata a humilde hijo de Dimas, el buen ladrón.

Atentamente, Julio Ricardo Castaño Rueda

 

 

 

 

 

El lienzo renovado de Chiquinquirá, un signo teológico


 

 

 Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

Si hay en Cristo una nueva creatura, vosotros sois renovados” (2 Co 5, 17)

 

 

El milagro en la tela desteñida de la capilla sin puerta de la encomienda de Catalina García fue plasmado por la gracia santificante del Espíritu Santo para recordar las enseñanzas de Jesús de Nazaret a través de la conversión del pueblo muisca y sus catequistas.

 La señal de aquel acontecimiento, la iluminación, se concibe hoy con una documentación histórica que acede al conocimiento del secreto para la salvación de las almas.

 Los trazos revitalizados, con lumen Dei, sobre un manta de algodón maltrecho han sido el testimonio heredado a las preces de los gentíos capaces de viajes asombrosos y promesas cumplidas, durante 435 años. La acción fundamental del prodigio basta para estudiar el restablecimiento de la Palabra en las tierras de Chiminigagua.

¿Renovar el Evangelio en los dominios de una cultura precolombina? Es la pregunta que abre las puertas a la tarea de descifrar el primer signo del fenómeno chiquinquireño.

La respuesta trae la afirmación de un sí con mayúscula. El Verbo plantó unas semillas que presidieron a los clérigos y a los estandartes de Aragón y Castilla, enviados por los Reyes Católicos a las dehesas del cacicazgo de Susa. Ese planteamiento, revolucionario y contundente, es tarea intelectual de un jesuita italiano, cuyo apellido fue castellanizado. Él pasó de llamarse Antonio Julia a Julián. Vino al mundo en Camprodón (Provincia de Gerona), el 3 de mayo de 1722. Hombre de carácter académico escribió en las páginas del ilustrado, político y contradictorio siglo XVIII.

Por orden del rey Femando VI, y no de la Compañía de Jesús, desembarcó en la bahía de Cartagena de Indias en 1749. Allí por una contraorden de la curia quedó bajo la tutoría del recién posesionado obispo de Santa Marta, José Javier de Arauz. El prelado lo envió a misionar entre las tribus de La Guajira, lejos de sus compañeros que viajaron para las tupidas selvas del Darién, ellos sí acatando la voluntad del monarca español.

 Tiempo después, Julián el aventurero, siguió con monseñor para Santafé de Bogotá donde Arauz se posesionó como arzobispo (1754) y el sacerdote se encargó de dictar la catedra de teología dogmática en la Pontificia Universidad Javeriana. El docente laboró sin tregua hasta la expulsión de su comunidad de los feudos de don Carlos III, en 1767. (San Carlos, lo llamaron los liberales decimonónicos).

 El docto presbítero, Julián, redactó un libro curioso, fascinante, y poco leído en la posmodernidad. Se trata de Trasformazione de llAmerica cuyo subtítulo lo volvió famoso: Monarquía del diablo en la gentilidad del Nuevo Mundo americano. Ver la edición del Instituto Caro Cuervo, 1994.

 El texto guarda la explicación a un arcano del lienzo. La restauración de esa pintura es el llamado a la reactivación de la fe cristiana, catedra dictada 1.500 años antes de aquella octava de Navidad de 1586. “Una vez salió un sembrador a sembrar”. (Mt 13, 3).

 El padre Julián redactó el capítulo titulado: “Disertación crítica expositiva sobre la primera epístola del apóstol s. Pedro que descubre haber Cristo visitado y predicado por sí mismo a las gentes americanas antes de su admirable ascensión al cielo”.

 “Descubierto el Nuevo Mundo Americano, se descubren muchas verdades (y con el tiempo se descubrirán muchas más) escondidas en la Divina Escritura, y hasta ahora ignoradas. Una de ellas es la que ya propongo; y para no tener más suspenso al lector digo francamente y con fundamento sólido, que Cristo Nuestro Señor en los cuarenta días intermedios de su Santa Resurrección y admirable Ascensión al cielo visitó y predicó a las gentes de la América, y les dio y dejó noticia de los divinos misterios y verdades católicas en que las hallaron imbuídas los españoles conquistadores y ministros evangélicos. El fundamento lo tomo de la tradición y monumentos conservados entre los americanos. La prueba mayor de la apostólica autoridad de san Pedro en su primera epístola. La tradición descubrirá la cabal y legítima inteligencia del texto del Santo Apóstol y este comprobará las memorias y vestigios de tan admirable predicación. Oigamos primero al Príncipe de los Apóstoles en los tres versos de su primera epístola al capítulo tercero.  (Pág. 188).

 Páginas más adelante ratificó sus ideas:

 “…Fueron incrédulos. Y esta tierra y esta región digo que es la América, en la cual tanta gente bárbara estaba como en cárcel de tinieblas de la ignorancia, e infidelidad escondida y cerrada por todas partes del mar océano en la cual se fabricó el Arca, en la cual vivió Noé y todos los antediluvianos y en la cual por fin estuvo el paraíso terrenal de donde fue arrojado Adán con Eva a las vecinas regiones, en las cuales sus descendientes también pasaron su vida hasta el diluvio.

 Esta es mi exposición, que presento a la imparcial censura de los eruditos y vengo a satisfacer a las dos mayores o únicas dificultades, que pueden ofrecerse y después a comprobar mi inteligencia del texto legítima con monumentos de la historia americana y otros testimonios. (Pág. 196).

 El cura Julián debió encontrar fascinante el antiguo culto prehispánico de veneración a Nuestra Señora en las tribus güicanes de Boyacá y a la Virgen de los Remedios en la Provincia de Popayán. Esta última es muy querida por los nativos de la vereda el Danubio, corregimiento el Queremal del municipio de Dagua, Valle del Cauca. El filial afecto a María, la Madre del Salvador, era vivencia de los aborígenes sin contar con las advocaciones del Virreinato del Perú que pertenecían a la tradición religiosa vernácula antes del almirante Colón.

 También vale recordar que el metropolitano, José Javier de Arauz, organizó desfile administrativo y de colonial romería al célebre templo de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, corría el año de 1755.

 Seguramente monseñor invitó al hijo de san Ignacio a la peregrinación porque ambos quedaron gratamente impresionados por la realidad misericordiosa de la Villa de los Milagros.

 El impacto de los favores recibidos por los promeseros fue tan alto en los sentidos del mitrado que se le antojó la idea de secularizar la parroquia en contra del sentido común de la real legislación que entregó ese santuario a los frailes dominicos. El jesuita, que no era dado a la administración de los bienes ajenos, destacó en sus observaciones la benignidad de la taumatúrgica Virgen Morena en su obra citada, página 170. 

 Los tonsurados reseñaron en sus consciencias que la maravilla de la pintura restaurada era una constante invitación a la cristianización por medio de los sacramentos, especialmente por la reconciliación. Allí el alma rota, sucia y alejada de su Creador por el pecado recupera su esplendor con la bendición del perdón. El confesionario, principio de un camino de santidad.

 En conclusión, el resplandor renovador del cuadro se adelantó, por cuatro siglos, al discurso sobre nueva predicación de su santidad Juan Pablo II:

 “La conmemoración del medio milenio de evangelización tendrá su significación plena si es un compromiso vuestro como obispos, junto con vuestro presbiterio y fieles; compromiso, no de re-evangelización, pero sí de una evangelización nueva. Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”. (Cf.  Viaje apostólico a América Central. Discurso del santo padre Juan Pablo II a la Asamblea del Celam. Port-au-Prince (Haití). Miércoles 9 de marzo de 1983.