Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“Tu templo ha sido pisoteado y profanado; tus sacerdotes
están de luto y humillados”. (1 Mac 3,51)
La Patrona de
Colombia tiene una biografía de dolores escrita con tintas de infamia. Los
verdugos de esa redacción sacrílega fueron movidos por el interés mezquino del
crimen. La crónica del trauma y sus blasfemias redactó capítulos para los
archivos del duelo.
Los ataques arteros
contra el lienzo milagroso no han sido indultados por un punto final. Nada
detiene la mano del maleante. El felón regresa sin importar la efeméride,
escándalo brutal.
La arremetida es
la dinámica de la oscuridad angustiada contra la luz del faro, resplandor del
santuario, quemadura inútil. Lo condenable es su persistencia contumaz.
El dislocamiento del
respeto tiene su espacio en las tradiciones del yerro. El profundo arraigo irreligioso
del ultraje, por parte de las instituciones o los individuos, es la espada matricida
atravesada en el alma de la Rosa del Cielo.
Y como un
desagravio atemporal se llamará a lista a los sucesos que mancharon su historia.
Los hechos son una muestra sin esperanza, que no agota el tema. La lista de
fechorías es negra y deprimente.
Lo mejor será
acudir al romance del verbo consentido por los poetas, recordar. Re-cordis: “Volver a pasar por el
corazón”.
La potestad
del mando
1633.
El 18 de agosto. El arzobispo de Santafé de Bogotá, Bernardino de
Almanza, dejó caer su peso mitrado sobre el cura de la parroquia de Nuestra
Señora del Rosario de Chiquinquirá, Gabriel de Rivera Castellanos. La
obediencia entregó la tela renovada a una comitiva de nobles tunjanos. Ellos la
llevaron a Hunza, la antigua capital de la confederación muisca, que la reclamó
como el remedio divino contra la peste de Santos Gil. La Inmaculada no los
defraudó con su mediación y los santafereños aprovecharon, tan celestial
medicina, para retenerla indebidamente en Bacatá. Los letrados boyacenses y sus
emisarios tuvieron que emplearse a fondo para rescatarla de esa condición
ilegal. La provechosa utilidad, de la conveniencia escudada detrás del poder
virreinal y eclesial, debió ceder sus fueros.
La Consoladora de
los Afligidos regresó a su casa el primero de febrero de 1636 con la cicatriz
del ultraje a su dignidad. El secuestro, con papel sellado, no ocultó el
perjurio de las autoridades coloniales.
El momento cambió
de color. La Orden de Predicadores se encargaría de reformarlo. El blanco y el
negro del hábito dominico trasformaron la parroquia grisácea en un meridiano de
vibrante evangelización. Las ofrendas de los promeseros eran piedras preciosas
que adornaban el altar. Así, la Villa de los Milagros entregó un certificado de
economía pujante para la región. Las ganancias pingües impulsaron el
crecimiento de la Capital Religiosa. Argumento escueto para ilustrar a los
ateos, los incrédulos y a los relapsos. Nadie invierte una fortuna en vida,
romería y aderezos para defender la tramoya de una mentira. El gasto dadivoso
es para dejar la herencia del testimonio irrefutable ante el tribunal de la
verdad, esencia de Dios.
Los prodigios quedaron
documentados y guardados en la tradición de los pueblos peregrinos. Los
promeseros trajeron las esmeraldas y los rubíes. El brillo rutilante de aquel
tesoro atrajo a los maleantes de baja estofa o de alta alcurnia, sin importar lo
sagrado.
La callada labor
de los frailes, en pro de la atención pastoral a las multitudes, resultó
aturdida por una maquinación gestado por un arzobispo y un virrey. La dupla
decidió, por acuerdo entre las partes, despojar a los dominicos de la iglesia
parroquial. Como la legislación real protegía a los guardianes se acordó un
legalismo para el fraude. La ley, amalgama de circunstancias codificadas según
la subjetividad del poderoso, impuso su dictamen.
El virrey José
Solís Folch de Cardona y el arzobispo José Javier de Arauz enviaron a don
Antonio Javier de Menafelices con la orden expresa de secularizar el Santuario
y la Doctrina de Chiquinquirá.
El funcionario acató
la orden como lo mandaron sus patrones (16
de febrero 1757). El prior conventual, Ignacio de Leuro, O.P., en un gesto de
varonil devoción no entregó la pintura, lo cual enfureció al esbirro, al
prelado y al virrey. El cura fue amenazado con la peligrosa declaración de
vasallo rebelde. Sus valiosos argumentos resultaron sometidos por el rigor
poderoso de la soberbia, arma de los tiranos.
1757.
El 7 de marzo. El arzobispo Arauz y el virrey Solís les quitaron a
los dominicos la parroquia y el convento para dárselos al clero secular. Los frailes,
aferrados a su misión y terruño, siguieron con sus oficios religiosos en el
limbo de la interinidad. Los alegatos viajaron y volvieron de España. El pleito
continuó con la tea en la boca.
Los pliegos
defensivos tuvieron los tropiezos propios de la ordenanza judicial donde la
urgencia manifiesta de la inocencia se convierte en demora delictiva, recurso
de la injusticia. Siete años pasaron. Solís terminó de monje franciscano, muy
arrepentido de su barrabasada, y monseñor Arauz partió para la eternidad. Tenía
una cita urgente con el Creador.
Derribada la
talanquera de las leguleyadas el nuevo virrey, Pedro Mesía de la Cerda, les devolvió
el lugar a sus legítimos dueños, 1764… pero el tema del abundante flujo de caja
quedó pendiente.
La semilla de la
cizaña había dejado injertado su fruto. En octubre de 1766, los dominicos le
dieron a la Arquidiócesis de Santafé de Bogotá la próspera parroquia de
Guatavita a cambio de la doctrina de Chiquinquirá. Permuta, injusta e
injustificada, que su real majestad, Carlos III, aceptó porque nunca comprendió
los tejemanejes de Solís y Arauz, 1767. Judas, el tesorero de los apóstoles,
seguramente ya le explicó al monarca las andanzas de sus administradores.
El calendario se
despojó de sus vestiduras con la misma prisa delicada de las hojas del tabaco
en manos de las tabacaleras del común. La paciencia virreinal fue alterada por
el embeleco aturdidor del libertinaje. A los reinosos se les antojó plagiar a
los cónsules de la Roma decadente, sentirse Demóstenes, discutir a la francesa
y mandar a la española. Las altezas serenísimas de Cundinamarca izaron la
bandera del error sobre el cementerio. Su horror llegaría al pueblo de las
promesas.
1816.
El 19 de abril. Chiquinquirá, Boyacá. Las argucias procesales de Fernando Serrano declararon inocente a
un bandido, el cabo Antonio Martínez, hermano de Pedro Pascasio, el niño
sargento. El sujeto le había hurtado unas joyas a Nuestra Señora de
Chiquinquirá.
La comedia,
orquestada por un jurista de la Patria Boba, creó tal delirio entre las
improvisadas tropas de azadoneros que el mercenario Serviez expidió un decreto
donde les prohibía a sus soldados recibir milagros de la Virgen, bajo pena de
muerte.
1816.
El 21 de abril. El celoso guardián de los tesoros de María Santísima, Manuel
Serviez, decidió cargar entre un baúl el milagroso lienzo para huir a paso
veloz hacia los Llanos. El secuaz fue auxiliado por Santander, el soldadito de
pluma.
La secuestrada
quedó abandonada en Cáqueza, junto a sus dominicos. Serviez resultó excomulgado
y, a final del año, asesinado por unos macheteros viciosos en un paraje de
Achaguas. Los verdugos se llevaron el oro de las alforjas del general. El Apure
fue testigo del castigo.
Pregunta guardada
en la gaveta de los crímenes de la Independencia. ¿Martínez y Serviez, socios
del robo contra la Reina Morena?
Mientras la
respuesta duerme en el lecho de los silencios, las sombras de la noche
arroparon al siguiente episodio.
1826.
El 12 de enero. Ignacio Gutiérrez movido por la tentación del bien
ajeno entró al templo en calidad de apóstata y se llevó unas preseas de Nuestra
Señora de Chiquinquirá. El recién
posesionado prior, fray Casimiro Antonio Landínez, O.P., se enteró del hecho en
la madrugada del viernes trece e inmediatamente dio la voz de alarma a sus
hermanos y a las autoridades. El jefe
político del cantón, Francisco Rojas, libró una orden de captura contra el
sospechoso que fue perseguido y tomado preso en la Villa de San Diego de Ubaté.
Gutiérrez para
evitar un linchamiento in situ inventó
un ardid que le salvó el pellejo. El hijo de Gestas afirmó, bajo la gravedad
del juramento, que el prior le había encomendado la importante misión de
entregar esos brillantes en Bogotá.
Los enemigos de la
comunidad dominicana, al enterarse de la versión falaz, abrieron una
investigación contra el padre. El pleito hizo mover las imprentas de la capital.
Fray Casimiro tomó
la pluma en ristre y debatió a sus detractores con la ardentía de los candorosos.
El religioso firmó el folleto: Vindicación
del padre fray Casimiro Ant. Landínez prior del convento de Chiquinquirá por
atribuirle complicidad en el robo de las joyas de la Virgen perpetrado por
Ignacio Gutiérrez. El documento, fechado el 28 de febrero de 1826, reposa
con dignidad en la Biblioteca Nacional de Colombia.
El descanso de
aquellos pliegos no cierra la lista de atentados, que aún reclaman su sitio en
el pedestal de los ultrajes.
Los
caudillos de la pendencia
Los portadores de
las estrellas doradas del generalato republicano estuvieron injertados en las
pasiones políticas de la truculencia, propia de los chafarotes, obreros de la
masonería. La logia entró a sable y embargo contra los monasterios. Sus áulicos
redactaron extensos discursos sobre la tolerancia, virtud aplicada en expropiar
a la Iglesia.
1836.
El 17 de febrero. El gobernante, Francisco de Paula Santander, decidió,
en un gesto de agradecida nobleza procera, suprimir el convento de Chiquinquirá.
La medida, basada en el capricho normativo del partido anticlerical, dejaría
abierta las fosas para la Guerra de los Supremos.
Mientras el
cementerio aguardaba su bonanza, la avaricia legalizaba el tema del joyel,
punto principal de la reforma. La Gaceta de la Nueva Granada presentó el decreto
donde se les aplicaba a los bienes del suprimido convento de Chiquinquirá, la
pulcra severidad de los togados.
“Art 2º. Para el mismo destino, y con iguales
condiciones, se aplican las joyas y alhajas del cuadro de la Virgen de la
advocación de Chiquinquirá, que se venera en la citada iglesia”. (17
de julio de 1836).
El hombrecillo de
los estatutos camaleónicos olvidó la dadivosa entrega de los diamantes de
María, por parte de los dominicanos, a la causa de una patria perdida, 1815. Y
ni se acordó de su fuga, vergonzosamente vertiginosa, con la doncella chiquinquireña
para cubrirse la espalda en 1816.
La cuestión de las
joyas de la Virgen de Chiquinquirá se volvió letras de molde porque los
alegatos de los congresistas no sabían cómo repartir las presas del despojo.
La ofensiva
institucional continuaría a la caza de las gemas. El encargado de la
persecución fue el apátrida de 1828. El militarote fue impuesto en la silla
presidencial por la votación del 7 de marzo de 1849. La tropelía eleccionaria
de la oclocracia ocurrió en el Convento de Nuestra Señora del Rosario de
Bogotá, edificio de la Orden de Predicadores. Cruel ironía, legado del Manual del Baratero.
1851.
El 24 de mayo. El general José Hilario López expidió el decreto ley
sobre secularización del Convento de Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá.
Infortunadamente para el redactor, doña brevedad da gritos de angustia
porque el texto se aproxima a las 2.000 palabras y faltan casos para reseñar.
Por petición de la amante del vástago de Jack Dorsey, el twitter, las páginas
serán aliviadas con varias omisiones. El deseo de la dama ordena obediencia.
Solo falta uno de
los gestores de las épocas enlutadas, el Militar Correlón, Tomás Cipriano de
Mosquera. Este gamonal, reflejo oscuro de una era tenebrosa, se impuso por las armas
del soborno, la traición y la estupidez intrépida de sus oponentes en la contienda
de 1860.
El vanidoso
Mascachochas plagió a un sátrapa mexicano, Ignacio Comonfort, que expidió un
decreto de desamortización de bienes de manos muertas. El tiranuelo criollo
aplicó la misma medida como si fuera el producto original de su decrépita
administración.
Mosquera, el
mandamás, emitió la regla de manos inertes. Las propiedades de la Iglesia
católica pasaron a las arcas del Gobierno
(9 de septiembre 1861). Dos días después, los dominicos eran asaltados, con
bayoneta calada, en su convento llamado por la gente rola como “Santo Domingo”.
Los frailes fueron exiliados a los Llanos de donde algunos no volvieron. Otra victoria
gloriosa del paladín contundente, “vencedor nunca vencido”.
1861.
El 5 de noviembre. Estados Unidos de Colombia (ente existente en un
escritorio de campaña). El presidente provisorio de ese engendro nacional sin
constitución, Tomás Cipriano, anunció por decreto la extinción de los conventos
y monasterios en el Estado de Boyacá.
Las joyas de la
Chinca, sus bienes, sus cofradías, haciendas y demás inmuebles quedaron en los
bolsillos de los participantes en los remates. La feria del atraco quedó
inaugurada por la manguala del radicalismo.
Bandoleros
y fusileros
Los rufianes y la soldadesca
son los protagonistas de la continuidad del desastre. La herencia de la infracción,
en el vibrante andar de una centuria dominada por los magistrados del Funza,
pronto demostraría que la norma solo calza a los de pata al suelo.
1868. ¿Febrero? El retablo fue violado por unos jóvenes de cuello blanco y conciencia
negra. El benemérito fray Buenaventura García, O.P., montó la operación de
rescate e invirtió sus buenos reales en fortificar las ventanas de las capillas.
El autor material y su cómplice sufrieron una pena rarísima en los estrados
judiciales. Los culpables quedaron libres por falta de pruebas porque no se les
encontró el cuerpo del delito.
“Pedro Pablo Jiménez (exordine
fraterno) con un compañero, penetrando por una de las ventanas de la capilla de
Santo Tomás primeros meses de 1868), roban alhajas del santuario. El cura los
hace perseguir y son alcanzados cerca de Tausa”. (Cf. Anotación de fray Alberto
E. Ariza S., O.P., en el libro El Hijo de la Providencia. Talleres Gráficos
Universidad Santo Tomás. Bogotá, mayo de 2011. Pág. 222).
La paupérrima res-pública,
tan ultrajada por sus prohombres, no emergía de una tragedia sanguinaria sin
tener listas las lápidas para adornar las cornucopias de su escudo, emblema
vigilado por un ave de carroña.
La Guerra de las
Escuelas, conflicto religioso, llevó su pavoroso andar a la Villa de María. Las
guerrillas de Guasca tomaron la población en un audaz golpe de mano. Los
defensores, liberales acérrimos, se atrincheraron en el Colegio de Jesús, María
y José. (Claustro Petrés).
1876.
El 5 de octubre. El atacante batallón Unión decidió minar el histórico
edificio como argumento mortal contra sus asustados ocupantes. A Dios gracias,
a los rojos no les dio por repetir la resistencia del santafereño convento de
San Agustín, 1862. Las explosiones hubieran destruido al recinto guardián del prodigio
tutelar. Al caer la tarde, los soldados liberales salieron de sus aulas donde
estudiaban el arte de las trincheras y se rindieron con balandronadas ante el comandante
Manuel Briceño. Seguramente, el llamado a la cordura por parte de los sacerdotes
exclaustrados, residentes en la ciudad, evitó una conflagración irreparable.
La contienda la
perdieron los godos, pero las ganas por las diademas de la Madre Inmaculada siguieron
en la mira de las raposas y sus zarpazos.
1886.
El 2 de enero. El dentista Joaquín Gómez, cansado de calzar molares
con oro, decidió arreglar su economía doméstica con las valiosas perlas de la Estrella
de la Mañana. El sacamuelas se ocultó en la torre de las campanas y en la noche
sabatina cometió el ilícito. El domingo,
fray Buenaventura García, O.P., veterano de mil infortunios, puso en pie de
lucha a la Villa.
Pero antes del
operativo, de búsqueda y rescate, mandó a todos a participar de la santa misa
para orarle al Espíritu Santo y pedirle el don del consejo investigativo.
El burgomaestre y
sus agentes pronto descubrieron el rastro del ratero. Los sabuesos ladraron
sentencias de empalamiento. La plaza, alistada para una quema medieval, incineraría
al hereje por volteriano. El populacho
se arremolinaba energúmeno.
Gómez escuchó la
siniestra algarabía del vulgo que clamaba sudoroso la venganza cruenta. El
salteador no lo dudó. Tomó su revólver y se pegó un tiro. La noticia completa
se la contará José David Guarín en su libro El
cinturón de la Virgen de Chiquinquirá. (Imprenta El Artista. Bogotá, 1908),
porque el texto crece y la concisión del relato se estrecha en la comodidad del
olvido, alivio de la pena.
El siglo de las
demencias institucionales no podía agonizar tranquilo sin escuchar el fragor
del combate. La Guerra de los Mil Días estalló al compás de los bríos guerreros
de los copleros liberales. Los soldados idealistas del Garibaldi se persignaron
en el presbiterio chiquinquireño antes de partir para la campaña de 1900 en
Santander. La suerte adversa de la toma de Bucaramanga los volvió malhechores.
1901.
El 12 de enero. Benito Ulloa decidió compensar al magnánimo gobierno
conservador por haberlo sacado de la penitenciaria. El forajido y sus 1.800 saqueadores,
repletos de un ateísmo asesino, atacaron el templo mayor y el convento a puro
plomo de horda fanatizada. La refriega se prolongó por más de 24 horas. Los
atacantes, rechazados por vecinos armados de Remington,
se replegaron al Sur. Los defensores, liderados por Jesús Vargas Fajardo, no
pudieron evitar el incendio de varias casas y los ultrajes a sus mujeres. Las
campanas y los tejados de la iglesia guardaron un sentido recuerdo de la
plomacera.
Del heroísmo se
pasó al entredicho canónico. El motivo aún causa estupor entre los queridos
descendientes de las familias del valle mariano.
1918.
El 21 de junio. La turbamulta feroz logró mancillar la casa de María de
una forma espantosamente alevosa. Asalto armado al convento, roturas de portalones
con hachas, profanación del altar con los dicterios de la multitud ebria. El
tumulto, azuzado por los intereses del lucro, abofeteó a los frailes y se cargó
la sagrada imagen para la Capilla de la Renovación. Poblada irredenta.
El secuestro,
cometido por un comité guardián, se ejecutó para evitar la coronación, decreta por
su santidad Pío X, en el primer Congreso Mariano Nacional, 1919. Según los
cabecillas de la debacle moral, la manta sería vendida y les devolverían una
copia.
En el garito,
centro de pensamiento de los caciques instigadores de la asonada, se decía la
verdad. Las ventas a los peregrinos bajarían a cero por unos días y sus
barraganas no lo podían tolerar. Brava la situación. La llaga no se cicatrizó…
La última vileza
ocurrió en el aniversario 102 de la coronación.
2021.
El 9 de julio. El delincuente, Luis Fernando Malaver, atropelló el
Santísimo, luego subió al baldaquino y rompió el cristal protector del cuadro. Arrancó las coronas, el cetro y la medialuna,
regalos de sus mayores a la Reina de los Mártires.
Colombia
adolorida, por su descuido, aguarda el resultado de la investigación. El facineroso
capturado espera una condena benigna, al mejor estilo del modelo donde el
derecho se tuerce, expediente apolillado.