jueves, 25 de febrero de 2021

La bogotanísima iglesia de la Peña, anno Domini 1722


 

 

Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

“A la madrugada se presentó otra vez en el Templo y el pueblo acudía a él”. (Jn 8, 2)

 

La barriada guarda la herencia castellana de las grandes romerías santafereñas: el saludo humilde a la Virgen de la Peña. Los peregrinos suben al cerro de los Laches para vivir la santa misa dominical en un lugar sin tiempo.

El templo evolucionó de enramada montañera, a la orilla de un abismo, a débil ermita de la Peña Vieja. Allí los vientos del Diego Largo lo derribaron con el impulso del aliento paramuno.

Los abuelos y los ángeles bajaron las estatuas de la Sagrada Familia para construirle una capilla digna. La edificación fue ampliada varias veces y reparada según la economía de los patrones. Los devotos conservaron su linaje histórico y vieron a un capellán alemán, el padre Struve, en una gestión eclesial para trasformar el sitio en parroquia, la joya de la Arquidiócesis. El esfuerzo tuvo un premio con el decreto de monumento nacional y por antonomasia el de santuario mariano cuyo patronazgo ejerce desde 1685 sobre la urbe capitalina.

Hoy un reducido rebaño de valientes es el hilo conductor de una bella tradición colonial. Su acervo cultural es ignorado por la mayoría de los ciudadanos porque en el colegio les inocularon amnesia patria.

¿Bastaría este resumen de silencios, grabados en el alma de la metrópoli, para realizar una catequesis sobre la gracia celestial que habita en el misterioso altar? El próximo año cumplirá 300 años de amor vigilante sobre un Bogotá olvidadizo.

 


jueves, 18 de febrero de 2021

Los moribundos en la fe

 


Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

“Apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas”. (2 Tim 4, 4).

 

La posmodernidad inventó su propio pecado: cambió la verdad por la opinión.

De ese modo, la dictadura de la mentira impuso el delirio de la religiosidad sustentada en la moda. La tramoya del sofisma generó el negocio del evangelio como moneda corriente entre los creyentes de cualquier credo gestado en el taller de los embustes.

Las muletillas, en la jerga de la mediocridad espiritual, logran tener su registro de búsqueda trascendental. Casi es un código de aceptación en los cultos de la sonrisa ligera.

Los fieles de la Virgen, bajo la advocación del Rosario de Chiquinquirá, sienten una especie de teofobia acentuada cuando escuchan en el vecindario las frases de las falsas devociones: “mamita María me dijo” y “papito Dios me prosperó”.

“Mamita María y papito Dios” son dos sujetos gramaticales convertidos en expresiones cotidianas de la cantinela social. Son un comodín del lenguaje para justificar el divorcio legalista con la Sagrada Escritura, el magisterio de la Iglesia y el catecismo.

La manía enfermiza de usar una escrupulosidad adherida al antojo del aspaviento es un error de herejes. La conducta de aconsejar con la mitomanía del chismorreo sirve para erosionar la sana doctrina con un caos de perversidades oscuras.

La confusión reina en el barrio porque el error tiene más derechos que el acierto virtuoso. Pensar, con algo de cordura, está fuera de lugar. El sentido común fue condenado al silencio de la comunidad porque primero está la legitimidad vertical de la banalidad.

Los seguidores de la fantasía, bautizados y tradicionalistas, fueron los primeros en correr a refugiarse en las redes sociales para descifrar el enigma profético de la pandemia. Así, la Iglesia volvió a las catacumbas.

Ir a la santa misa es pecado porque se puede contaminar al prójimo con la fe.  Y es delito por violación a una norma sanitaria de la cual están exentos las cantinas y los lupanares.

Mientras la libertad de conciencia escoja el mediocre argumento de adaptar la voluntad del Creador al capricho comercial de la institucionalidad habrá un delito contra la dignidad del alma.

La falta crecerá genéticamente entre un trigo estéril cuyo fruto espurio no será el pan sino la hiel del engaño. Y una sociedad educada por el fraude, en la superchería de la idolatría, solo puede abortar el amor.

Un ejemplo ilustra cómo evoluciona la vida de los seguidores acérrimos de la decepción. La prensa nacional destacó, en días pasados, un caso en que “papito Dios” prosperó a un caudillo del fervor místico.

Los seguidores de la Iglesia Cristiana Berea, con sedes en Barranquilla y en Sabanalarga (Atlántico), le pidieron a “mamita María” que les ayudara a ubicar al pastor que les anunció, Biblia en mano, el retorno de Cristo para el 28 de enero de 2021. La pre-parusía se tradujo en una entrega de bienes al estafador que desapareció por causa de la fuga delictiva.

Las víctimas, apóstatas del catolicismo, insistieron en creer que sus opiniones son superiores a la verdad.

jueves, 11 de febrero de 2021

Chiquinquirá, la iluminada por Cristo

 


Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

“…Luz para iluminar a los gentiles...” (Lc 2, 32).

La tierra de los sacerdotes y de las nieblas recibió en sus surcos, de trazado muisca, una singular y sorprendente alegría: María Santísima le presentó a su unigénito.

El lugar escogido por la divinidad para revelar su designio fue una pieza solitaria, mezcla extraña de pesebrera y de altar. El templo más pobre del Nuevo Reino de Granada tenía como referencia el haber sido el oratorio privado de los antiguos aposentos del encomendero Antonio de Santana.

Su viuda, Catalina García de Irlos, por tristeza u ocupaciones lo dejó a la deriva del tiempo y sus acontecimientos. La capilla era una miserable choza sin puertas, desvencijada y usada por los labriegos para sus oficios de campo. La faena incluía la siesta de los gozques y el hozar de los cerdos.

El olvidado sitio era el depósito de un vetusto lienzo desteñido y pintado por Alonso de Narváez, un artista multifacético de Tunja, que plasmó una imagen de la Virgen del Rosario junto a san Andrés apóstol y un fraile taumaturgo llamado san Antonio de Padua.

El desolador paisaje, cromático y conceptual, de la tela servía para secar trigo. Agujereada y mugrienta murió bajo el polvo sudoroso de los trajines campesinos.

María Ramos, una sevillana, la rescató de su indigna tarea y la llevó a un rústico bastidor donde pasó a servir de consuelo para sus preces. 

Así estaba el escenario, el 26 de diciembre de 1586, cuando Ramos, finalizó sus oraciones suplicantes. Se santiguó y salió del bohío.

El Creador tuvo un acto íntimo con la naturaleza muerta. El Espíritu Santo descendió sobre la estampa con su estallido de fuerza innovadora. El instante de un nanosegundo fecundo trazó sobre el tórax del Niño una luz, un latido de dulcísimo calor que consumió a la figura materna y se extendió majestuoso entre la inmovilidad de sus edecanes.

La claridad, como arte de las consolaciones, diseñó una novedosa geometría del color. El fuego sagrado restauró cada fibra con un respeto edificante por el orden establecido en su concepción original. La idea humana contempló el sueño del retorno.

Nada fue alterado en su volumen estructural. Solo un torrente de vida penetró la urdiembre. El aliento fértil revitalizo los minerales. La savia de las yerbas emanó sus tintes. Átomos de moléculas inertes volvieron a la dinámica de la bioquímica bajo el empuje vigoroso de la diafanidad. 

El ardiente prodigio, suspendido sobre la forma redimida, rubricó trasparente el conjunto mariano, tríptico devocional. El invencible modo del logro invisible se abrió pasó entre la absorta materia fallecida. La melodía del universo, en sideral arcano, desembocó sedienta de texturas teñidas de cielo.

El cuadro, morada de Dios, estalló iluminado por un faro incandescente que inundó la cámara con una desbandada de relámpagos. La historia, inclinada de hinojos, redactó el romance del milagro.

El ritmo natural de aquel valle pantanoso y cubierto de brumas fue sacudido en su monotonía mestiza por un acontecimiento singular, signo de la escatología cristiana, destino glorioso.

Los borrosos trazos del pincel volvieron a la coloración sin tregua. El portento quedó activo como testimonio de una alborada sonrosada por una ardiente inmensidad. Su despertar delirante asombró el alma ondeante del tricolor patrio y una noble esperanza cantó sus hazañas con un himno triunfal.

“El pueblo que estaba en tinieblas vio una luz”. (Is 9, 1-2) y la Madre de Dios, como la llamó el primer testigo, el niño Miguel, les presentó a Jesús, el Salvador, que jugaba con un jilguero.

“…Ya en aquel tiempo, se escondía a los pretendidos sabios y prudentes, pero se revelaba a los humildes. El ángel dijo a los pastores: «He aquí una señal para vosotros». Es para vosotros, los humildes y obedientes, para vosotros que no alardeáis de orgullosa ciencia sino que veláis «día y noche meditando la ley del Señor». ¡Ésta es vuestra señal! La que prometían los ángeles, la que reclamaban los pueblos, la que habían predicho los profetas… ahora Dios la ha cumplido y os la muestra…”  (Cf. San Bernardo. Hom. 2 sobre el Cantar de los Cantares, n. 8.).

La pintura ruinosa, por sus mezcolanzas pálidas, se trasfiguró en un retrato vivo que alienta a la mariología colombiana para gestar la cultura del amor en Cristo. La renovación del reino híbrido tuvo su inextinguible génesis en el corazón inmaculado de María. Ella les entregó al Mesías, fruto de su vientre.

El encuentro chiquinquireño del Señor no finalizó con el estruendo lumínico que estremeció a los Andes indomables. La evangelización con la cruz regresó al modelo pedagógico de la santa infancia. La revolución de la ternura bautizó al continente.

La gracia mediadora de la Virgen del Rosario de Chiquinquirá sigue intacta. Sus plegarias desveladas mantienen firme el bendito regocijo de su entrega maternal a Colombia.

La vitalidad de su voz obediente susurra al promesero penitente el mandamiento de la Presentación en la Villa de los Milagros: “Hagan lo que Él les diga”. (Jn 2,5).

jueves, 4 de febrero de 2021

La presentación del Señor, el oficio de María

 


Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

“…Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: ‘Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel’...” (Lc 2, 34).

 

La Candelaria es la conmemoración de la presentación del Niño Jesús y la purificación de la Virgen en el templo de Jerusalén. El doble acontecimiento guarda un misterio que la modernidad olvida o mutila. Esa memoria de la Iglesia obliga a la feligresía a preguntarse: ¿quién lo presentó?” Porque esa acción, que cumplía con la voluntad del Altísimo, necesitaba un sujeto oferente. El acudiente de ese privilegio es María, la Madre de Dios. La razón es la santa obediencia a la Ley. La responsable acató con humildad lo establecido por la cultura religiosa judía y llevó al recién nacido ante el altar.

Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor”. (Lc 2, 22-23).

La actividad de trasladar al Mesías hasta el santuario fue puramente maternal sin descuidar el apoyo de san José, padre legal. La Sagrada Familia respondió indivisible a la ceremonia de la depuración. Sin embargo, la cualidad del acto único, común a Cristo y a su Madre, pareciera, para algunos fieles, que llevara caminos distintos o al menos paralelos.

La advocación de Nuestra Señora de la Candelaria se convierte en un olvido litúrgico porque la homilética hace un profundo énfasis en el encuentro del Señor, como lo llamaron los griegos.  La costumbre se convierte en error y la escuela mariana del Nazareno, fundamento del cristianismo, obtiene fisuras en las devociones propias de la piedad nacional porque se piensa en dos momentos diferentes: uno enraizado en las actividades del folclor (ceremonial, procesión y bendición de las candelas) y el otro narrado por el Evangelio.

Las Sagradas Escritura enseñan que Jesús fue presentado a su Padre mientras permanecía en los brazos de su Madre Santísima. Ella aceptó la oblación del Hijo mediante la profecía de Simeón: “¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!” (Lc 2,35).

“En efecto, del mismo modo que la Virgen Madre de Dios tomó en sus brazos la luz verdadera y la comunicó a los que yacían en tinieblas, así también nosotros, iluminados por él y llevando en nuestras manos una luz visible para todos, apresurémonos a salir al encuentro de aquel que es la luz verdadera”. (Cf. San Sofronio, obispo, Sermón 3, sobre el Hypapanté, 6. 7: PG 87, 3, 3291-3293).

La consagración del Verbo, principio generoso del sacrificio salvífico en la cruz, está unida magníficamente a la mujer cooperadora cuya misericordiosa misión es la de interceder, función corredentora.

“Ofrece a tu hijo, Virgen santa, y presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre (Lc 1,42). Ofrece para nuestra reconciliación a la víctima santa que le agrada a Dios. Dios aceptará sin duda alguna esta ofrenda nueva, esta víctima de gran precio, sobre quien él mismo dijo: «éste es mi Hijo amado; en quien me complazco» (Mt 3,17). (Cf. San Bernardo, monje y doctor de la Iglesia. Sermón: ofrenda nueva y eterna).

La Reina de los Mártires, portadora de Cristo, no debería estar ausente de la conciencia evangelizada de sus devotos porque los primeros 40 días del Salvador tienen el servicio fulgurante de su delicada sumisión. La Inmaculada se mantuvo fiel a las palabras del hombre, justo y piadoso. Él le anunció la sangrienta inmolación de su primogénito. Ella iluminó con su suplicio estoico aquel culto sagrado, revelación a la humanidad del Redentor, luz para las naciones.

 

martes, 2 de febrero de 2021

Tener las lámparas encendidas

 

Beato Guerrico de Igny, abad cisterciense


Primer sermón para la Purificación, 3-5; SC 166

«Luz para alumbrar a las naciones»

Te bendigo y te glorifico, oh Llena de gracia (Lc 1,28); has traído al mundo la misericordia que ha venido a nosotros. Tú has preparado el cirio que tengo hoy entre mis manos (en la liturgia de esta fiesta). Tú has aportado la cera para esta llama… cuando tú, Madre inmaculada, has vestido de carne inmaculada al Verbo inmaculado, tú su Madre inmaculada.

«Tened en las manos las lámparas encendidas» (Lc 12,35). A través de este signo visible, demos muestras del gozo que compartimos con Simeón llevando en sus manos la luz del mundo… Seamos ardorosos por nuestra devoción y resplandecientes por nuestras obras, y junto con Simeón llevaremos a Cristo en nuestras manos… La Iglesia tiene hoy la costumbre tan bella de hacernos llevar cirios… ¿Quién es que hoy, teniendo en su mano la antorcha encendida no se acuerda del bienaventurado anciano? En este día tomó a Jesús en sus brazos, el Verbo presente en la carne, como lo es la luz en el cirio, dando testimonio de que era «la luz destinada para iluminar a las naciones». Ciertamente que el mismo Simeón era «una lámpara ardiente y luminosa» dando testimonio de la luz (Jn 5,35; 1,7). Es para eso que, conducido por el Espíritu Santo del que estaba lleno, fue al Templo «para recibir, oh Dios, tu misericordia en medio de tu Templo» (Sl 47,10) y proclamar que ella era la misericordia y la luz de tu pueblo.

Oh anciano irradiando paz, no sólo llevabas la luz en tus manos sino que estabas penetrado de ella. Estabas tan iluminado por Cristo que veías por adelantado cómo él iluminaría a las naciones…, cómo estallaría hoy el resplandor de nuestra fe. Alégrate ahora, santo anciano; hoy ves lo que tú habías previsto: las tinieblas del mundo se han disipado; «las naciones caminan a su luz»; «toda la tierra está llena de tu gloria» (Is 60,3; 6,3).

¡Ea, hermanos! Hoy este cirio arde en las manos de Simeón. Venid a recibir la luz, venid y encended vuestros cirios, quiero decir vuestras lámparas que el Señor quiere ver en vuestras manos (Lc 12,35). “Mirad hacia Él y quedaréis radiantes” (Sal 33,6). No tanto para llevar en vuestras manos una antorcha sino para ser vosotros mismos antorcha que brilla por dentro y por fuera, para vuestro bien y bien de los hermanos:…Jesús iluminará vuestra fe, os hará brillar por vuestro ejemplo, os sugerirá buenas palabras, inflamará vuestra oración, purificará vuestra intención…

Y tú, que posees tantas lámparas interiores que te iluminan, cuando se apague la lámpara de esta vida, brillará la luz de la vida que no se apagará jamás. Será para ti como la aparición del esplendor del mediodía en pleno atardecer. En el momento en que piensas que vas a extinguirte, te levantarás como la estrella de la mañana (Jb 11,17), y tus tinieblas se transformarán en luz de mediodía (Is 38,10). No habrá sol durante el día y la luz de la luna no te iluminará más, pero el Señor será tu luz perpetua (Is 60,19), porque la antorcha de la nueva Jerusalén es el Cordero (Ap 21, 23). ¡A él gloria y honor por los siglos sempiternos! Amén.