miércoles, 15 de diciembre de 2021

La Virgen de Chiquinquirá, ¿volverá a bajar de su trono?

 

 

Foto. Estudio del lienzo. Archivo frailes dominicos


Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

El lienzo de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá tiene en su esencia un tejido de milagros. Los prodigios de la tela fueron documentados por una historia maravillosa y adversa.

El próximo 26 de diciembre cumple 435 años de su sagrada y misteriosa renovación, gracia del Altísimo. En su trayectoria de signo vital para la cultura colombiana sufrió el abuso del manual operativo para destruir una obra de arte. La práctica demoledora contiene desde la piadosa conducta de refregarle camándulas, niños y herramientas de labranza hasta el secuestro sacrílego de Serviez, 1816. Luego se escribió una lista negra de atentados. El último, el pasado 9 de julio con el ataque brutal contra el cristal protector y el robo de sus coronas.

Lo indiscutiblemente asombroso es su capacidad para resistir la crucifixión del vandalismo. Su delicada fortaleza clama un límite, una tregua. Así lo reseñó el estudio técnico patrocinado por los frailes dominicos y ejecutada por el departamento de restauraciones de la comunidad franciscana, Provincia de Santafé y la Universidad Externado de Colombia.

El resultado del análisis, presentado el 6 de diciembre de 2021, dejó recomendaciones para la preservación del cuadro. Indicaciones que serán debidamente ejecutadas por la comunidad dominicana. El informe final también consignó una postura de amparo técnico, pero controversial. Ellos, los especialistas, solicitaron no bajar el lienzo para procesiones u otros actos eclesiales. Motivo: salvaguardar la pieza tan amada. La pérdida de la capa pictórica, entre varios males producto del trajín devocional, lo reclama.

En síntesis, el mantenimiento de la pintura dependerá de los paliativos curativos. El retorno o no de la Rosa del Cielo a las calles de la Villa de los Milagros será la voluntad de Dios.

 

miércoles, 8 de diciembre de 2021

Tota pulchra

 


 

Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 


La misericordia omnipotente del Todopoderoso empleó la gracia del diseño celestial, misterio de caridad, para gestar la sustancia inmaculada (neuma y soma) de la madre virgen del Verbo Encarnado.

La criatura perfecta, por la voluntad creadora del Omnipotente, heredó la merced de la ausencia total del yerro. La fémina sin mácula recibió en su alma la Palabra “porque llevaste en tu seno al que no pueden contener los cielos”, san Luis María de Montfort.

El misterio de la Encarnación redactó en la Hija de Sión la historia funcional de la corredención, legado vital derivado de su carísimo privilegio. Ella es el testigo cooperador de la victoria, dinámica de su pudor. Su descendencia aplastó la cabeza de la serpiente infernal.

La derrota contundente del mal se originó en el sólido sustento de la totalidad de su pureza. Así lo dispuso la sentencia terrible de la restauración: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar”. (Gn 3,15).

La humanidad, nacida en el barro del paraíso, heredó el polvo del sepulcro. El ocaso de Adán tuvo su redención por el sacrificio del Nazareno, el Dios crucificado y resucitado, el Hijo de María. Ella, la doncella santísima, recibió la plenitud de la gracia para con su intercesión absoluta abogar por la raza de Eva.

 Esa mediación tuvo la súplica humilde de la esclava del Señor. Su plegaria atravesó los siglos y en Fátima profetizó: “Por fin mi corazón inmaculado triunfará” (13 de julio de 1917). Ante su maternidad divina e impoluta nada se opone para corredimir.  

 

 

 

 


jueves, 2 de diciembre de 2021

El combate por la pureza

 

Juan XXIII, papa

Homilía (08-12-1960): 


Basílica de Santa María la Mayor
Jueves 08 de diciembre del 1960.

Venerables hermanos y queridos hijos:

Llevamos con Nos el feliz recuerdo de la visita que hicimos a la iglesia de los Santos Apóstoles el año pasado, justamente el 7 de diciembre de 1959, para terminar la novena de la Inmaculada. Aquel gesto renovó de repente, después de casi un siglo de silencio la tradición de la visita pastoral del Papa que solía hacer a aquel templo insigne.

Las gracias pedidas a la venerable Madre de Jesús y Madre nuestra en aquella circunstancia nos fueron concedidas o están en camino de concedérsenos amablemente.

Se ha llevado a feliz término el Sínodo Diocesano, en el que teníamos tanto interés, y a satisfacción de todos. El volumen que contiene la sustancia viva de sus disposiciones, inspiradas en el fervor de progreso espiritual, circula por el mundo más allá de los límites de la Urbe, y su cumplimiento es objeto de detenido estudio y de ferviente adhesión por parte de las almas más generosas y sensibles a las necesidades espirituales y apostólicas de Roma.

Durante la celebración de la novena de la Inmaculada, y estando para renovar también este año con nuestros queridos hijos un encuentro de piedad religiosa, no podemos por menos de acoger tantos deseos que nos llegan de personas confiadas y piadosas para que, más que en la vigilia, el Papa celebrase con mayor solemnidad el gran misterio de la Inmaculada en la fecha faustísima de la fiesta litúrgica y precisamente entre los esplendores de la Basílica Liberiana, que no sólo en la Urbe, sino en todo el mundo, es saludada y muy venerada como la glorificación monumental, la más alta en dignidad, de la devoción mariana en la Iglesia católica desde los más gloriosos tiempos de su historia.

Los templos dedicados a María son, de hecho, innumerables, y los hay espléndidos y suntuosísimos en toda nación, pero la Basílica de Santa María la Mayor, en el Monte Esquilino de Roma, los supera a todos por sus sagrados y vetustos monumentos, y a todos sus visitantes aparece devotísima y fascinante.

Nos alegramos, por tanto, queridos hijos de Roma, de acogeros este año aquí y saludaros en esta áurea morada de la Madre de Jesús, que es nuestra Madre buena y bendita para todos y cada uno.

Y puesto que este encuentro nuestro nos da ocasión y nos invita a ello, deseamos, queridos hijos, os unáis a nuestro espíritu para que fijéis vuestra devota mirada en tres puntos luminosos que queremos sea objeto de vuestra despierta atención en esta esplendorosa atmósfera de historia religiosa, de arte y de piedad mariana. No podremos recibir mayor alegría ni más persuasiva edificación y estímulo para obrar bien y confiar.

Estos tres puntos, cuyo resplandor nos emociona y entusiasma, son: 1) La Inmaculada; 2) El recuerdo de los pontífices nuestros predecesores y del Papa Pío IX —digno de mención especial—, que la exaltó como privilegiada y santísima; 3) El gran Concilio Ecuménico Vaticano II, que, en su bien organizada preparación, es ya anhelo y participación afanosa y feliz de todos los creyentes del mundo entero.

La Inmaculada

La doctrina católica que concierne a la concepción inmaculada de María y ensalza sus glorias es familiar a todo buen cristiano, delicia y encanto de las más nobles almas. Está en la liturgia, en los acentos de los Padres de la Iglesia, en el afanoso suspirar de tantos corazones que quieren honrarla esparciendo el perfume de su pureza y fervor de apostolado para mejorar las buenas costumbres privadas y públicas.

¡Oh, venerables hermanos y queridos hijos, qué gran misión es verdaderamente ésta para nosotros: cooperar todos, con la gracia de María Inmaculada y a la luz de sus enseñanzas, en la purificación de las costumbres privadas y públicas!

Sabemos que pulsamos una nota triste, pero nos obliga a ello nuestra conciencia.

Realmente, el olvido de la pureza, la perversión de las costumbres con alardes y exhibicionismos mediante tantas formas de seducción y de prevaricación, causan espanto al alma sacerdotal y —podéis imaginar que con mayor amargura— al alma del Papa que os habla.

Volviendo la mirada atrás en el transcurso de nuestra larga vida y evocando encuentros e impresiones diversas de lejanos tiempos, nos sentimos todavía como penetrados por una íntima y temerosa impresión al recordar innumerables falanges de esposas y de madres, de humildes amas de casa y de vírgenes consagradas, cuyos servicios de caridad y de prudencia eran fuerza y nobleza verdaderas de las familias y cooperación en el ministerio sacerdotal. Todo este trabajo silencioso se llevaba a cabo a la luz de la ley divina con la manifestación de virtudes humanas y cristianas, que florecían con la dignidad y pureza de las costumbres.

De tales dulces recuerdos brota a este propósito una afirmación que hace precisamente un año tuvimos ocasión de hacer hablando a una escogida reunión de juristas católicos y que queremos repetir:

"Desde la adolescencia —decíamos— nos hallábamos como sumergidos en una tradición familiar y cristiana que siempre estuvo despierta al conocimiento de lo verdadero y de lo bello... Pues bien, volviendo con el pensamiento a las cosas vistas y sentidas, a las personas que tratamos, tenemos la alegría de decir que jamás en los años de nuestra juventud nuestra alma se sintió ofendida por visiones, palabras y conversaciones desordenadas, y podemos, por lo tanto, dar testimonio de la rectitud y de la delicadeza de conciencia de nuestros familiares y gente nuestra."

Las tradiciones de nuestro buen pueblo cristiano son todavía, en su mayoría, sanas y robustas, aferradas a una fidelidad serena y consciente con el patrimonio de verdad y de sabiduría que la Iglesia guarda celosamente como su más precioso tesoro espiritual. Sin embargo, es necesario que todos los que se interesan por la suerte de la sociedad familiar y civil manifiesten cada vez mayor firmeza frente a las tentativas hoy premeditadas de anegar las buenas costumbres morales en una ofensiva sin precedente, que no conoce tregua. En este esfuerzo común, al que están llamados todos los hombres de buena voluntad y especialmente los padres y madres de familia, debemos implorar a la Inmaculada nos ayude para no dejarnos engañar, una inspiración luminosa y fuerte para mantenernos fieles y fortalecernos en la buena lucha para protección nuestra, gran ejemplo y consuelo nuestro, en una labor de penetración y apostolado que es gran responsabilidad para todos.

¡Oh, María Inmaculada, estrella de la mañana que disipas las tinieblas de la noche oscura, a Ti acudimos con gran confianza! Vitam praesta puram, iter para tutum. Aparta de nuestro camino tantas seducciones del gusto mundano de la vida; robustece las energías no sólo de la edad juvenil, sino de todas las edades, ya que están también expuestas a las tentaciones del Maligno.

Y ahora permitidnos, queridos hijos, que hablemos de los Papas de la Inmaculada y, a título de especial mérito y honor, de Pío IX

En este ocho de diciembre, que todos los años evoca la solemne y multisecular proclamación del dogma dulce y luminosísimo de la Inmaculada, nuestro pensamiento se dirige espontáneamente a aquel que fue su voz autorizada, su oráculo infalible. La dulce figura de nuestro predecesor Pío IX, de grande y santa memoria, nos es particularmente venerable y querida, porque tuvo hacia la Virgen un afectuosísimo amor y desde sus años juveniles se aplicó al estudio y penetración del privilegio de la inmaculada concepción de María Santísima. Volviendo la mirada a los siglos posteriores, quiso cubrirse con el mismo manto de gloria con que se adornaron tantos ilustres antecesores suyos en el Pontificado romano, en las repetidas muestras de devoción y de amor a María que el pueblo romano reconoce oficialmente como a su Salvación invocada y venerada como Salus Populi Romani y a quien todo el mundo aclama Reina de cielos y tierra.

He aquí algún ejemplo más valioso de estos ilustres pontífices. En primer lugar aparece el tan majestuoso Benedicto XIV, que instituyó la solemne capilla papal para la fiesta de la Inmaculada Concepción, aquí mismo, en esta nuestra Basílica de Santa María la Mayor.

Entre los benemeritísimos del desarrollo dado a liturgia de la Inmaculada antes de la definición dogmática hay que mencionar a Clemente XI, que impuso la fiesta de la Inmaculada de praecepto a toda la Iglesia (6 de diciembre de 1708); a Inocencio XI que dispuso la octava elevándola al grado de segunda clase (15 de mayo de 1693); a Clemente IX (1667) que ya la había concedido a todo el Estado Pontificio, en tanto que Alejandro VII (1665) había extendido el mismo favor a las diócesis de la República de Venecia. Mucho antes, siempre hacia atrás, Clemente VIII, en su edición del Breviario, elevó la fiesta a duplex maius, así como San Pío V había añadido nuevas lecciones. Más fervoroso promotor del culto de María es el Papa Sixto IV (1472), que extendió a la fiesta litúrgica del 8 de diciembre las mismas indulgencias concedidas por sus antecesores a la fiesta del Corpus Domini, y en un documento en que exhorta a edificar la iglesia de Santa María de las Gracias (1472) llamaba a María Immaculata Virgo, denominación todavía insólita en los documentos de la Curia Papal. Preclaro título para recuerdo de Sixto IV y de su devoción a la Concepción Inmaculada de María fu siempre la grandiosa y suntuosísima capilla del Coro, en San Pedro, donde el Cabildo Vaticano realiza las sagradas funciones ordinarias y en cuyas paredes, entre los estucos de las bóvedas que representan al Antiguo y Nuevo Testamento, se encuentra el admirable mosaico de la Inmaculada Concepción con los santos Juan Crisóstomo, Francisco y Antonio, glorias de la Orden Seráfica, arrodillados para venerarla.

Precisamente esta imagen, tan noble e imponente, fue la que Pío IX coronó con incomparable solemnidad el 8 de diciembre de 1869 con ocasión de la apertura del Concilio Vaticano I. Y es motivo de afecto y de complacencia espiritual para nuestra alma el vivo recuerdo de haber asistido, medio siglo después de la definición dogmática, exactamente el 8 de diciembre de 1904, y de haber seguido con nuestra mirada de neosacerdote el gesto de San Pío X, el santo sucesor de Pío IX que renovó el acto de la coronación con una diadema todavía más esplendorosa de piedras preciosas recogidas de la piedad mariana de todos los puntos del globo.

Este breve excursus histórico nos lleva a la humildísima figura de Pío IX. La luz de María Inmaculada reflejada en él nos permite comprender el secreto de Dios en altísimo y santo servicio que rindió a la Santa Iglesia.

Treinta y dos años de pontificado le permitieron abordar todos los puntos de la doctrina católica, de dirigirse paternal y persuasivamente a sus hijos de todo el mundo en una llamada solemne, afectuosa e infatigable a la disciplina, al honor y al estímulo, frente a las crecientes dificultades, a los ataques encubiertos o declarados, a las provocaciones lanzadas, contra la religión cuando personajes de mucha fama anunciaron que estaba moribunda o ya muerta.

Pío IX supo "creer contra toda esperanza" (Rom. 4, 18) y mantener unida con increíble firmeza e infinita bondad a la grey atemorizada y vacilante, y, como era humilde, no tuvo miedo ante las maquinaciones tenebrosas de las sectas, no vaciló frente a oposiciones y no retrocedió ante las calumnias.

¡Queremos repetirlo!: La luz de María Inmaculada, definida como tal con alta y solemnísima voz en presencia de toda la Iglesia, a pesar del clamor burlón de los incrédulos y el tímido murmullo de algunos vacilantes, la luz de la Inmaculada, repetimos, se reflejaba en la frente y en el corazón del gran Pontífice y fue alentadora de sus fatigas y consuelo de su inmolación. ¡Qué sublime y aleccionadora se alza ante nosotros su figura y cómo nos señala el exacto camino! Nos queremos imitarle con la ayuda de Dios y le imitaremos continuando nuestro ministerio apostólico con calma, humildad, con inquebrantable paciencia, seguridad, ardiente esperanza y victoria espiritual, ocurra lo que ocurra.

La sucesión de las circunstancias de conveniencias humanas, unas veces propicias, otras adversas o silenciosas a nuestras empresas, no podrá ni exaltarnos más de lo debido ni abatir nuestras energías, que confían, sobre todo, en la intercesión de la Inmaculada Madre de Jesús: Mater Ecclesiae et Mater nostra dulcissima.

El Concilio Ecuménico

En la visión de la humilde y fuerte figura de Pío IX nos inspiramos para encaminarnos con paso seguro hacia la gran empresa del Concilio Vaticano II, que está a la vista.

También en este deber, tal vez el más grave de nuestra humilde vida de Servus sorvorum Dei, nos consuela y nos conforta la certeza de obedecer la voluntad buena y poderosa del Señor, y esta certeza es causa de tranquilidad y de acostumbrado abandono a la gracia de lo alto, y, además, afianza nuestra alma, nuestras empresas, levantándolas sobre las alas de una esperanza que descansa en Dios sólo.

Cada día que pasa nos proporciona consoladoras pruebas de ello.

En efecto, el corazón se siente hondamente impresionado al considerar la resonancia que han despertado en el mundo entero los trabajos del Concilio y algunos actos inspirados en su solo anuncio.

Fieles que piden junto a Nos y desde los más lejanos puntos con humilde fervor; niños invitados a sembrar con las flores de su inocencia el camino y el trabajo de los Padres del Concilio; enfermos que ofrecen sus meritorios sufrimientos; sacerdotes y, en primer lugar, misioneros, monjes y religiosos pertenecientes a instituciones masculinas y femeninas —grandes o pequeñas, antiguas o modernas—que se anticipan con voluntad dispuesta a todo a las deliberaciones del Concilio; jóvenes seminaristas, que tienden hacia el ideal del sacerdocio que se despliega ante ellos, que cumplen con madura reflexión sus deberes de oración y estudio para lograr que desciendan más copiosamente las bendiciones del Señor. Con ellos está toda la familia cristiana, que espera y ora, presentando un espectáculo que emociona y eleva.

Una comprobación tan consoladora nos ofrece la posibilidad de repetiros hoy animosa y concretamente, queridos hijos, a vosotros y al mundo, nuestro íntimo convencimiento de que verdaderamente el Señor quiere llevar a las almas a una más profunda y viva penetración de la verdad, de la justicia, de la caridad, y las invita a releer más atentamente su Evangelio con especial hincapié en aquellas palabras que constituyen una apreciación más elevada y meritoria de la vida presente y futura. La irradiación ordinaria de la misericordia del Señor en nosotros no nos hace ávidos de carismas especiales ni de milagros. Nos basta con corresponder día tras día a la gracia celestial y anunciar con palabras fácilmente inteligibles el perenne mensaje del destino eterno del hombre tal y como Dios lo encomendó al magisterio infalible de la Iglesia y al sucesor de Pedro.

La conciencia de que el Señor está con Nos y alienta la diaria solicitud de nuestra actividad pastoral con su poderosa e inspirada ayuda nos infunde mucha paz interior y mucha seguridad.

Hace dos años, nuestra voz temblaba de emoción al primer anuncio del Concilio, y ha pedido cada vez mayor celo en participar e interesarse por el acontecimiento, ya en marcha con ritmo constante y seguro, de modo que podamos corresponder siempre más a la aspiración de nuestro corazón y a la ansiada espera del mundo cristiano.

También aquí nuestra esperanza es María, invocada bajo el título de su Concepción Inmaculada.

¡Oh, María, Madre, Reina de la Santa Iglesia, qué dulce es repetirte en esta tarde, aquí en tu templo, mientras todo el mundo nos escucha desde los puntos más lejano., la invocación que el Sumo Pontífice Pío IX te dirigió como conclusión del discurso de apertura del Concilio Vaticano l la tarde del 8 de diciembre de 1869 en San Pedro!

El Concilio Vaticano II todavía no se ha inaugurado oficialmente, pero el trabajo preparatorio, que, como dijimos, implica la elaboración del inmenso material ya presentado al estudio de las diez comisiones, está activándose y es ya el comienzo del Concilio. Ayer leíamos en el Breviario las palabras del profeta Isaías: Ini consilium, coge concilium (Is., 16, 3). Ya están cumplidas.

Y sobre este trabajo, puesto bajo los auspicios de María Inmaculada, ¡qué armoniosa y querida nos parece la voz de Pío IX, a la que se une la de su sexto sucesor, humilde pero fervorosamente! ¡Tú, oh Madre del amor hermoso y del conocimiento y de la santa esperanza, Reina y defensora de la Iglesia, acoge en su fe y protección material nuestras consultas y fatigas, y alcánzanos, con tus oraciones ante Dios, que tengamos siempre una sola alma y un solo corazón!

¡Que preciosas son estas palabras! El augusto anciano Pío IX, al pronunciarlas el día de la Inmaculada de 1869, inaugurando con ellas el Concilio Vaticano, dio la tónica a su lejano sucesor; que con su bendición el Señor las reciba, las repita ya desde ahora e invite a todos los hijos de la Iglesia católica a repetirlas en alabanza y súplica por el nuevo Concilio. Sobre todo, no olvidéis lo que pedimos al Señor por los méritos e intercesión de María Inmaculada: su protección maternal sobre la persona del Papa y sus consultas y fatigas en el Concilio y por el Concilio y para todos los que están llamados a compartir sus preocupaciones, la gracia preciosísima de la unidad del espíritu y del corazón.

Con los dulces pensamientos y sentimientos que esta reunión de buenos hijos, como somos todos, en torno a nuestra querida Madre en su fiesta, ha proporcionado a todos, dispongámonos ahora con devoto recogimiento a recibir la bendición de Jesús Eucarístico, cuya prenda y prolongación sea nuestra bendición apostólica, que de corazón impartimos sobre todos vosotros, sobre vuestros seres queridos que os esperan y especialmente sobre los ancianos, sobre vuestros pequeños, sobre los que sufren, para que sobre todos resplandezca la alegría cristiana.

* AAS 53 (1961) 30-38; Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 71-80.

jueves, 25 de noviembre de 2021

Sobre el tiempo de Adviento

 

(Acta Ecclesiae Mediolanensis, t. 2, Lyon 1683, 916-917)

 De las cartas pastorales de san Carlos Borromeo, obispo


Ha llegado, amadísimos hermanos, aquel tiempo tan importante y solemne, que, como dice el Espíritu Santo, es tiempo favorable, día de la salvación, de la paz y de la reconciliación; el tiempo que tan ardientemente desearon los patriarcas y profetas y que fue objeto de tantos suspiros y anhelos; el tiempo que Simeón vio lleno de alegría, que la Iglesia celebra solemnemente y que también nosotros debemos vivir en todo momento con fervor, alabando y dando gracias al Padre eterno por la misericordia que en este misterio nos ha manifestado. El Padre, por su inmenso amor hacia nosotros, pecadores, nos envió a su Hijo único, para librarnos de la tiranía y del poder del demonio, invitarnos al cielo e introducirnos en lo más profundo de los misterios de su reino, manifestarnos la verdad, enseñarnos la honestidad de costumbres, comunicarnos el germen de las virtudes, enriquecernos con los tesoros de su gracia y hacernos sus hijos adoptivos y herederos de la vida eterna.

La Iglesia celebra cada año el misterio de este amor tan grande hacia nosotros, exhortándonos a tenerlo siempre presente. A la vez nos enseña que la venida de Cristo no sólo aprovechó a los que vivían en el tiempo del Salvador, sino que su eficacia continúa, y aún hoy se nos comunica si queremos recibir, mediante la fe y los sacramentos, la gracia que él nos prometió, y si ordenamos nuestra conducta conforme a sus mandamientos.

La Iglesia desea vivamente hacernos comprender que así como Cristo vino una vez al mundo en la carne, de la misma manera está dispuesto a volver en cualquier momento, para habitar espiritualmente en nuestra alma con la abundancia de sus gracias, si nosotros, por nuestra parte, quitamos todo obstáculo.

Por eso, durante este tiempo, la Iglesia, como madre amantísima y celosísimo de nuestra salvación, nos enseña, a través de himnos, cánticos y otras palabras del Espíritu Santo y de diversos ritos, a recibir convenientemente y con un corazón agradecido este beneficio tan grande, a enriquecernos con su fruto y a preparar nuestra alma para la venida de nuestro Señor Jesucristo con tanta solicitud como si hubiera él de venir nuevamente al mundo. No de otra manera nos lo enseñaron con sus palabras y ejemplos los patriarcas del antiguo Testamento para que en ello los imitáramos.


jueves, 18 de noviembre de 2021

Oración de María para sus fieles esclavos

 


 San Luis María de Montfort .

(El secreto de María)


Salve, María, amadísima Hija del Eterno Padre; salve, María, Madre admirable del Hijo; salve, María, fidelísima Esposa del Espíritu Santo; salve, María, mi amada Madre, mi amable Señora, mi poderosa Soberana; salve, mi gozo, mi gloria, mi corazón y mi alma. Vos sois toda mía por misericordia, y yo soy todo vuestro por justicia. Pero todavía no lo soy bastante.

De nuevo me entrego a Vos todo entero en calidad de eterno esclavo, sin reservar nada ni para mí, ni para otros. Si algo veis en mí que todavía no sea vuestro, tomadlo en seguida, os lo suplico, y haceos dueña absoluta de todos mis haberes para destruir y desarraigar y aniquilar en mí todo lo que desagrade a Dios y plantad, levantad y producid todo lo que os guste.

La luz de vuestra fe disipe las tinieblas de mi espíritu; vuestra humildad profunda ocupe el lugar de mi orgullo; vuestra contemplación sublime detenga las distracciones de mi fantasía vagabunda; vuestra continua vista de Dios llene de su presencia mi memoria, el incendio de caridad de vuestro corazón abrase la tibieza y frialdad del mío; cedan el sitio a vuestras virtudes mis pecados; vuestros méritos sean delante de Dios mi adorno y suplemento. En fin, queridísima y amadísima Madre, haced, si es posible, que no tenga yo más espíritu que el vuestro para conocer a Jesucristo y su divina voluntad; que no tenga más alma que la vuestra para alabar y glorificar al Señor; que no tenga más corazón que el vuestro para amar a Dios con amor puro y con amor ardiente como Vos.

No pido visiones, ni revelaciones, ni gustos, ni contentos, ni aun espirituales. Para Vos el ver claro, sin tinieblas; para Vos el gustar por entero sin amargura; para Vos el triunfar gloriosa a la diestra de vuestro Hijo, sin humillación; para Vos el mandar a los ángeles, hombres y demonios, con poder absoluto, sin resistencia, y el disponer en fin, sin reserva alguna de todos los bienes de Dios.

Esta es, divina María, la mejor parte que se os ha concedido, y que jamás se os quitará, que es para mí grandísimo gozo. Para mí y mientras viva no quiero otro, sino el experimentar el que Vos tuvisteis: creer a secas, sin nada ver y gustar; sufrir con alegría, sin consuelo de las criaturas; morir a mí mismo, continuamente y sin descanso; trabajar mucho hasta la muerte por Vos, sin interés, como el más vil de los esclavos.

La sola gracia, que por pura misericordia os pido, es que en todos los días y en todos los momentos de mi vida diga tres amenes: amén (así sea) a todo lo que hicisteis sobre la tierra cuando vivíais; amén a todo lo que hacéis al presente en el cielo; amén a todo lo que hacéis en mi alma, para que en ella no haya nada más que Vos, para glorificar plenamente a Jesús en mí, en el tiempo y en la eternidad.

Amén

 

viernes, 12 de noviembre de 2021

Plegaria del papa Juan Pablo II a la inmaculada Virgen María

 VIAJE APOSTÓLICO A EXTREMO ORIENTE


Nagasaki, 26 de febrero de 1981

 

Al tener la oportunidad de visitar esta casa, marcada por la memoria del Beato Maximiliano Kolbe, quisiera hacerme partícipe, en cierto sentido, del espíritu de ese celo apostólico que le trajo a Japón y proferir aquí las palabras que este hijo de San Francisco, llama viva de amor, parece decirnos a nosotros todavía.

Estas palabras están dirigidas a Ti, Virgen Inmaculada. Fue a Ti a quien rogó el padre Maximiliano; a Ti, la única elegida eternamente para ser la Madre del Hijo de Dios; a Ti, la única a quien nunca tocó la mancha del pecado original, a causa de esa santa maternidad; a Ti, la única que fue su Madre y la Madre de nuestra esperanza.

Permíteme a mí, Juan Pablo II, Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro, y al mismo tiempo un hijo de la misma nación que el Beato Maximiliano Kolbe, permíteme, Inmaculada, confiarte la Iglesia de tu Hijo, la Iglesia que durante más de cuatrocientos años ha llevado a cabo su misión en Japón. Esta es la antigua Iglesia de los grandes mártires y recios confesores. Y es la Iglesia de hoy, que recorre su camino una vez más a través del servicio de los obispos, del trabajo de los sacerdotes, religiosos y religiosas, sean japoneses o misioneros, y a través del testimonio de los seglares cristianos que viven en sus familias y en las diferentes esferas de la sociedad, modelando su cultura y su civilización cada día y trabajando por el bien común.

Esta Iglesia es verdaderamente aquel "pequeño rebaño" del Evangelio, igual que los primeros discípulos y confesores, el pequeño rebaño a quien Cristo dijo: "No temáis... porque vuestro Padre se ha complacido en daros el reino" (Lc 12, 32).

¡Oh Madre Inmaculada de la Iglesia, a través de tu humilde intercesión ante tu Hijo, haz que este "pequeño rebaño" sea, cada día, un signo más elocuente del Reino de Dios en Japón! Haz que, a través de él, este Reino brille cada vez más intensamente en la vida de los hombres y se extienda a otros a través de la gracia de la fe, y a través del santo bautismo. Que se haga cada vez más fuerte por el ejemplo de vida cristiana de los hijos e hijas de la Iglesia en Japón. Que se haga fuerte en él la esperanza de la venida del Señor, cuando la historia y el mundo serán consumados sólo en Dios.

Todo esto te lo confío a Ti, oh Inmaculada, y esto imploro de Cristo por intercesión de todos los santos y beatos mártires japoneses, y del Beato Maximiliano Kolbe, el apóstol que tanto amó esta tierra. Amén.

 

jueves, 4 de noviembre de 2021

El pecado de la posmodernidad

 


Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

A ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira”. Ro 1, 25.

 

El error y la mentira, injertados en la opinión individual a través del ego, se convierten en una característica mediática difundida virulentamente por los laberintos de las redes sociales.

El concepto equivocado del parecer capcioso reclama los derechos inalienables de la libertad. La razón, divina y omnímoda, es reemplazada por un juicio blasfemo esclavizado por la moda, derecho formal de la anarquía.

Y sobre ese escenario relativista surge un libertinaje oscuro diseñado para enmascarar los dogmas de la fe católica. La primera víctima, de esa manía de adaptar la axiología cristiana a la satisfacción de la tentación, es el alma divorciada del bien.

La separación del orden absoluto es maquillada con la locura mística. Esa fase, común y desquiciada, se caracteriza por la asignación de dones celestiales según manifestaciones privadas de Nuestra Señora, la Santísima Virgen María, a un círculo de elegidos.

En ese estadio de neopaganismo, el poseído por su egolatría de predicador de arcanos insondables modifica textos bíblicos, inventa advocaciones marianas, redacta sobre angelología secreta, profetiza nostalgias y cura a la cultura de la memoria. Es el horror del escándalo.

Dios se convierte en el veredicto de una idea sin criterio. La Trinidad Santa, creadora de la gracia inmaculada, y su Verbo encarnado en el seno de la criatura virginal, queda fuera de la invitación a una existencia de santidad.

El tiempo ateo refunde la caridad.

El reloj de esa herejía contumaz, expresión del disfraz, es el centro de pensamiento donde la teología del amor es anulada por la enseñanza del defecto.

Surge entonces, entre la maraña de las ideologías insanas para el neuma y el logos, el surco mezquino donde las semillas de la parca se siembran en un siglo arquitecto de sepulcros.

El fallecimiento de la palabra sagrada, como vocablo superior del don de gentes, deja abierto el pasillo hacia el abismo asesino. Triunfo de la banalidad mutante de una época banderiza. Su mentira lucha soberbia por el aborto, la eutanasia y la esterilidad del género creativo. Ella da la vida por la muerte.

Resulta aterrador el desangre por la herida moral del homo modernus. Él quiere una esclavitud universal. Añora una sombra para cobijar su desgracia refundida en la desesperanza. El reaccionario diseña ídolos para adorar con delirio fanático. Acción poseída por un paroxismo adicta al suspiro del vicio.

La riada terrible de las costumbres sin Dios busca una causa para derribar el imperio humilde de María Santísima, misión imposible.

La frustración, generadora de agresividad, ensambla una religiosidad basada en el dictamen dictatorial de la sentencia según el interés económico de la necesidad.

Dibuja figuras femeninas para sustentar mensajes apócrifos, levantan altares al fenómeno ejecutado por el arte de las tramoyas. Vende el discurso editado en el crespúsculo del sofisma. Dinámica de la errata.

El empuje del motín ideológico azuza a la masa con la demagogia ignara de la fatalidad e infiltra la duda en la conversación con la virtud. Es la estrategia contra el catecismo.

En síntesis, católicos colombianos, no olviden que la Madre de Dios es la esclava de los mandamientos del Altísimo. Por favor, no conviertan el culto de hiperdulía en un tratado de Teratología.

jueves, 28 de octubre de 2021

El retorno de la peregrinación perdida

 Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana


La tradición de visitar a Nuestra Señora de la Peña es parte del ancestro cultural de aquellos devotos en cuya alma vive la historia del Bogotá colonial.

Los últimos peregrinos de antaño, mezcla campesina de contrabandistas y copleros, dejaron perder sus huellas entre las trochas del arrabal porque no querían dejar rastro de sus andanzas ni de sus devociones, eran liberales de racamandaca.

Sus intocables valores políticos y religiosos sostuvieron una pugna contra el establecimiento. El Resguardo les prohibió la chicha y les incautó los alambiques de montaña donde destilaban el aguardiente rastrojero. La lucha de las pasiones etílicas, entre el pueblo anónimo y el uniformado, pasó por el famoso confesionario de madera, el escapulario de la Virgen, tallada por Dios en piedra y la promesa de conservar la doctrina católica.

La revuelta de las fuerzas anárquicas la devoró la romántica revolución de los sesenta. El párroco, Richard Struve, regresó a su tierra natal para ver al astronauta Armstrong pisar la luna, centinela del atrio de su templo consentido, la Peña Vieja.  La ausencia del buen pastor y el destello aventurero del Apolo 11 levantaron una muralla de olvido. El empedrado camino hacia la ermita fue colonizado por el kikuyo hasta guardarlo en la leyenda de los pasos sin rumbo. 

El eco mariano de las grandes procesiones del ocho de diciembre, las fiestas patronales y las turbulentas carnestolendas desapareció del cerro de Los Laches. La amnesia vociferó su triunfo.

El acervo contestó con la narración de las costumbres. La procesión perdida pervive. Ella marcha desde lares ajenos a la capital como Fusagasugá y Choachí, Malsburg-Marzell (Alemania) y Guayaquil (Ecuador). Los promeseros se preguntan: ¿hasta cuándo Bogotá le dará la espalda al misterio de María?, su tesoro.

 

 

 

 

lunes, 25 de octubre de 2021

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

 

VIAJE APOSTÓLICO A COLOMBIA

 

SANTA MISA EN EL PARQUE SIMÓN BOLÍVAR DE BOGOTÁ

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

 

Miércoles 2 de julio de 1986

 

“Los confines de la tierra verán la salvación de nuestro Dios” (Is 52, 10) 

 Queridos hermanos y hermanas:

 

1. La lectura del profeta Isaías, que hemos escuchado, nos invita a seguir las huellas de Dios que nos salva; de Dios que revela sus designios de salvación hasta los extremos de la tierra; del Señor que derrama a manos llenas sus bendiciones a todos los hombres y a todas las naciones.

 Hoy y aquí se está cumpliendo en medio de nosotros esta profecía, que es anuncio de salvación y de paz. Por eso, os invito a participar en la acción litúrgica más santa y solemne que nos ofrece la misericordia del Señor: la celebración de la Eucaristía. Jesús resucitado, Pan de vida y Príncipe de la Paz, se hace presente entre nosotros y hace presente su misterio pascual, para decirnos una vez más, pero siempre con el mismo amor: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo” (Jn 14, 27).

 Las palabras de Jesús, su presencia real en el sacramento eucarístico que estamos celebrando en este altar sobre el que late en estos momentos el corazón de Colombia, inundan de luz nuestros propios corazones para que apreciemos cada vez más y convirtamos en inspiración de nuestras vidas los bienes que Cristo nos dejó: ¡su herencia de paz!

 En este día, en que nos hemos congregado en el parque “Simón Bolívar” para celebrar la Eucaristía, doy gracias a Dios, junto con todos vosotros, amados hijos e hijas de Colombia, por el don de la salvación cristiana, que vuestra tierra recibió hace ya casi cinco siglos.

 2. Como Peregrino de paz, saludo con especial afecto a mis hermanos en el Episcopado los obispos de Colombia y los obispos representantes de los Episcopados de América Latina, que participan en la reunión de coordinación del CELAM. Saludo igualmente a los amados sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles de las provincias eclesiásticas de Bogotá e Ibagué; a las diócesis de Espinal, Facatativá, Garzón, Girardot, Neiva, Villavicencio y Zipaquirá.

 Por los caminos de Colombia que ahora comienzo a recorrer, deseo ser para vosotros el mensajero de los bienes mesiánicos de salvación y, concretamente, del don por excelencia: la paz.

La paz que Cristo nos promete (Jn 14, 27)  y nos comunica es “la salvación de nuestro Dios” (Is 52, 10).  La gracia del bautismo nos configura con Cristo, nos hace semejantes a El, nos reviste de El, hasta participar en su misma filiación divina, como nos ha enseñado San Pablo: “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo” (Ga 3, 26-27.  Y si todos somos hijos de Dios, hermanos de Cristo Jesús, por haber recibido el mismo bautismo y el mismo Espíritu, y por haber participado en el mismo “Pan de vida” (Jn 6, 48),  ¿no es verdad que la paz debe ser una realidad en todos los corazones, en todas vuestras familias y en toda vuestra patria?

3. La salvación que Dios mismo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ofrece a la humanidad en Jesucristo Redentor es una vida nueva, que es la medida y la característica de los hijos adoptivos de Dios. Es la participación, mediante la gracia santificante, en la filiación divina de Cristo, Hijo de Dios hecho hombre por nosotros. En efecto, el Hijo de Dios, encarnándose en el seno de la Virgen María, “se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et Spes, 22).  Con la fuerza del Espíritu, que nos ha comunicado Jesús, muerto y resucitado, después de su vuelta al Padre, desea Jesús mismo extender a todos y cada uno el don de esta filiación divina que es la gracia para nuestra naturaleza humana y el fundamento de la paz personal y social. De este modo participamos en la misión de la Iglesia que es “sacramento universal de salvación” (Lumen gentium, 48)  y “el corazón de la humanidad” (Dominum et Vivificantem, 67).

También nosotros estamos “revestidos de Cristo”,  puesto que por el bautismo hemos sido transformados en imagen suya y participamos de la filiación divina. Cristo une fraternalmente entre sí a quienes reciben su vida divina. Los dones diferentes, que recibimos de Dios, son para servir mejor a todos los demás hermanos. La economía de la fe implica una liberación contrapuesta a toda forma de discriminación. La imagen, presentada por San Pablo, del nuevo ser cristiano “revestido de Cristo” tiende a superar todo tipo de discriminación humana. En efecto, todo lo que divide y separa artificialmente a los hombres, por ejemplo, la injusta distribución de los bienes o la lucha de clases, no pertenece al nuevo ser cristiano.

Por el bautismo “pertenecemos a Cristo, y, por ello mismo, nos hacemos “herederos de Dios”. Este bien de la herencia divina es el bien de la salvación, actualizado, incesantemente en vosotros por el Espíritu Santo, obrador de la gracia y de la vida eterna. Por esto, Jesucristo llamó al Espíritu Santo “Paráclito”, es decir, “consolador”, “intercesor”, “abogado”. La paz que nos da Jesús está fundamentada en este don que transforma al hombre y a la sociedad desde el corazón del hombre mismo. Es el don que, “mediante el misterio pascual, es dado de un modo nuevo a los Apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero” (Dominum et Vivificantem, 23).

4. Durante la última Cena, que nosotros conmemoramos ahora, Jesús, al prometernos como herencia su paz y su salvación, nos indicó el requisito que hemos de poner por parte nuestra: el amor. Este amor es un don suyo y es también colaboración nuestra. En realidad, es el fruto del Espíritu Santo enviado por Jesús de parte del Padre. Oigamos las palabras del Señor, que ahora repite para cada uno de nosotros: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él... El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo” (Jn 14, 23-26).

Sí, amadísimos hermanos, el bien de la salvación —que es paz, gracia y perdón— brota, como de un manantial inagotable, de esa inhabitación de Dios en nosotros por el amor. El “Dulce huésped del alma”, inundando los corazones de su gracia y de su amor, anticipa ya en ellos el comienzo de la vida eterna, que consiste en la paz duradera dentro de las personas, de las familias y de los pueblos. La vida eterna, en efecto, es la presencia feliz y la permanencia del hombre en Dios mediante el amor. A esta vida eterna estamos llamados en Jesucristo, a ella nos conduce interiormente el Espíritu Santo Paráclito mediante su acción santificante.

5. En mi reciente Encíclica sobre el Espíritu Santo, invito a todos a orar por la paz y a construir la paz: “La paz es fruto del amor: esa paz interior que el hombre cansado busca en la intimidad de su ser; esa paz que piden la humanidad, la familia humana, los pueblos, las naciones, los continentes, con la ansiosa esperanza de obtenerla en la perspectiva del paso del segundo milenio cristiano” (Dominum et Vivificantem, 67).  Así, pues, “la salvación de nuestro Dios” en todos los confines de la tierra, entre todos los pueblos y culturas, se despliega mediante el corazón pacificado del hombre. Entonces participa de esta paz y salvación toda la comunidad de los hombres, en primer lugar la familia, la cual tiene un cometido primordial e insustituible en la obra de la salvación ofrecida por Dios en Jesucristo a la humanidad entera. La familia es entonces evangelizada y evangelizadora, recibe la paz y transmite la paz. “Por ello la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por toda la humanidad y del amor de Cristo Señor a la Iglesia su esposa” (Familiaris Consortio, 17).

En mi solicitud pastoral por toda la Iglesia no he cesado de poner de relieve el puesto que ocupa la familia como fundamento de la sociedad humana y cristiana, de cuya unidad, fidelidad y fecundidad depende la estabilidad y la paz de los pueblos. Colombia no puede renunciar a su tradición de respeto y de apoyo decidido a los valores que, cultivados en el núcleo familiar, son factor muy significativo en el desarrollo moral de sus relaciones sociales y forman el tejido de una sociedad que pretende ser sólidamente humana y cristiana.

Sé que vuestros Pastores os han puesto repetidas veces en guardia contra los peligros a que hoy está expuesta la familia. Me uno a ellos en esta urgente y noble tarea pastoral de procurar a la familia una formación adecuada para que sea agente insustituible de evangelización y base de la solidaridad y de la paz en la sociedad. Damos gracias a Dios porque “hay familias, verdaderas “iglesias domésticas”, en cuyo seno se vive la fe, se educa a los hijos en la fe y se da buen ejemplo de amor, de mutuo entendimiento y de irradiación de ese amor al prójimo en la parroquia y en la diócesis” (Puebla, 94).  ¡Sí!, “la familia cristiana es el primer centro de evangelización” (Ibid., 617),  es también la “escuela del más rico humanismo (Gaudium et Spes, 52),  y, como tal, es inagotable cantera de vocaciones cristianas y formadora de hombres y mujeres, constructores de la justicia y de la paz universal en el amor de Cristo.

6. América Latina es amante de la paz. Sabe que este don supremo es condición indispensable para su progreso. Pero, a la vez, es consciente de los múltiples peligros que atentan contra una paz estable: “Baste pensar en la carrera armamentística y en el peligro, que la misma conlleva, de una autodestrucción nuclear. Por otra parte, se hace cada vez más patente a todos la grave situación de extensas regiones del planeta, marcadas por la indigencia y el hambre que llevan a la muerte” (Dominum et Vivificantem, 57).

Si cada cristiano y cada comunidad eclesial se convirtieran en ardientes mensajeros de paz, ésta sería pronto una realidad en la comunidad humana. Colombianos todos: ¿por qué no hacer de este serio compromiso por la paz un fruto de la visita del Papa a vuestro país? Quisiera poder aplicar a cada uno de los aquí presentes y a todos los que me escuchan, las palabras del profeta Isaías: «Qué hermosos sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, que dice a Sión: “ya reina tu Dios”» (Is 52, 7).

La Buena Nueva de este reino de Dios es un mensaje de libertad: Dios ha liberado a su pueblo. Y por eso, habrá siempre apóstoles y misioneros, que anuncien al pueblo de la Nueva Alianza la venida y la presencia del Reino. Estos “mensajeros” proclaman la verdad revelada sobre Dios, sobre el mundo y sobre el hombre, a la luz del mensaje de Jesús crucificado y resucitado, por más que su mensaje resulte duro y molesto a los oídos de quienes prefieren los “ídolos” de este mundo. El mensajero de la paz evangélica está dispuesto a dar testimonio con sus palabras y con la ofrenda “martirial” de su propia vida.

 7. Al comienzo de mi visita pastoral por tierras colombianas doy gracias a Dios desde lo más hondo de mi corazón, por todos los mensajeros de la Buena Nueva, que a lo largo de casi cinco siglos han injertado en vuestros corazones el Evangelio, como fuente de paz para los individuos, las familias y la sociedad.

 Doy también infinitas gracias a Dios por todos los mensajeros que en nuestros días consagran calladamente su vida y sus energías a anunciar el mensaje evangélico de la paz. El mensajero que “anuncia la paz” es el mismo que “trae buenas nuevas, que anuncia la salvación” como dice el profeta Isaías (Is 52, 7).  Pero esta paz es ahora la paz que Cristo nos prometió y nos dejó en herencia. Es su propia paz, en contraposición a la falsa paz que prometen los ídolos de este mundo (cf. Jn 14, 27).  ¡Ojalá cada uno de vosotros y cada una de vuestras comunidades y familias goce de la paz que Cristo nos regala! Y que todos seáis sembradores de la paz, sin fronteras de tiempo y lugar.

 Esta paz, fruto del amor entre Dios y los hombres, y obra de la justicia, es el bien mesiánico por excelencia; la primicia de la salvación y de la liberación definitiva que todos anhelamos.

 La paz de Cristo es diversa de la del mundo, que se desvanece y agota en el bienestar efímero, en alegrías y placeres pasajeros.  La paz de Cristo no ahorra en verdad pruebas y tribulaciones, pero es siempre fuente de serenidad y de felicidad, porque lleva consigo la plenitud de vida, que mana a raudales de la presencia del Señor en los corazones. Si el nacimiento de Cristo fue el evento de paz para los hombres (cf. Lc 2, 14),  su “vuelta” o “paso” hacia el Padre, por la muerte y resurrección, se convirtió en la fuente de este don que es exclusivo de Cristo: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27).  He ahí el don que el Señor comunica a todos los hombres de buena voluntad.

 8. Habéis querido que mi visita pastoral a vosotros esté marcada por el sello de la paz: “Con la paz de Cristo por los caminos de Colombia”. Sé que este lema coincide con la aspiración a la paz, anhelo arraigado en el corazón de este pueblo. Los largos y crueles años de violencia que han afectado a Colombia no han podido destruir el deseo vehemente de alcanzar una paz justa y duradera. Sé que ha habido generosas iniciativas encaminadas a fomentar el diálogo y la concordia para conseguir una paz estable. En este sentido no puedo menos de alentaros, a todos los colombianos sin excepción, a proseguir sin descanso por derroteros de paz, conscientes de que ésta, sin dejar de ser tarea humana, es primordialmente un don de Dios. Reducirse pues a promover sólo proyectos limitados y humanos de paz, equivaldría a ir en pos de fracasos y desilusiones. Para llevar a cabo esta tarea inmensa de lograr la paz —que exige perdón y reconciliación—, el primer paso, que estoy seguro que daréis cada uno de vosotros, es el de desterrar de los corazones cualquier residuo de rencor y de resentimiento. Los años de violencia han producido heridas personales y sociales que es necesario restañar. La violencia que siega tantas vidas inocentes tiene su origen en el corazón de los hombres. Por esto un corazón que reza de verdad el “Padre nuestro” y que se convierte a Dios, rechazando el pecado, no es capaz de sembrar la muerte entre los hermanos.

 9. ¿Quién puede negarse a perdonar cuando sabe que él mismo ha sido ya perdonado repetidas veces por la misericordia de Dios? “La paz comienza en el corazón del hombre que acepta la ley divina, que reconoce a Dios como Padre y a los demás hombres como hermanos” (Discurso a los obispos colombianos en visita «ad limina Apostolorum», 22 de febrero de 1985).

 “Bienaventurados los constructores de la paz porque se llamarán hijos de Dios” (Mt 5, 9).  La paz es una obra ingente, que requiere un perpetuo quehacer por parte de todos los colombianos. Y por que supone un perpetuo quehacer, realmente superior a las solas fuerzas humanas, vuestros templos y santuarios, dedicados muchos de ellos a Cristo y a la Santísima Virgen, deben convertirse en centros de oración comunitaria y comprometida por la paz.

 10. Por desgracia, muchos hombres en el mundo contemporáneo se han dejado seducir por la tentación de la violencia armada, hasta llegar en muchas partes a los extremos insensatos del terrorismo que sólo deja tras de sí desolación y muerte. Desde esta ciudad de Bogotá hago un llamado vehemente a quienes continúan por el camino de la guerrilla, para que orienten sus energías —inspiradas acaso por ideales de justicia— hacia acciones constructivas y reconciliadoras que contribuyan verdaderamente al progreso del país. Os exhorto a poner fin a la destrucción y a la muerte de tantos inocentes en campos y ciudades.

 Hermanos y hermanas queridísimos, gracias a vuestro compromiso de haceros constructores de la paz, la salvación de Cristo ya empieza a ser realidad: “Porque los confines de la tierra verán la salvación de nuestro Dios” (Is 52, 10).

 Doy gracias al Señor, junto con vosotros, por la obra de salvación, que se ha realizado aquí a lo largo de los cinco siglos de evangelización. En el cuarto centenario de la Virgen del Rosario de Chiquinquirá, encomiendo el futuro de la Iglesia y de la sociedad a María, fiel a los designios salvíficos del Padre, Madre virginal de Cristo, instrumento de gozo en el Espíritu Santo y Reina de la Paz. Como Jesús os digo: “La paz os dejo, mi paz os doy... No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 27).

 ¡Pueblo de Dios! “Ya reina tu Dios” en esta tierra (cf. Is 52, 7).  ¡Tú Dios reina! Así sea.

 Tomado de  Libreria Editrice Vaticana

jueves, 21 de octubre de 2021

“¡Feliz la que ha creído” (Lc 1, 45)

 

Papa Francisco

 

Virgen y Madre María,

 

tú que, movida por el Espíritu,

 

acogiste al Verbo de la vida

 

en la profundidad de tu humilde fe,

 

totalmente entregada al Eterno,

 

ayúdanos a decir nuestro «sí»

 

ante la urgencia, más imperiosa que nunca,

 

de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.

 

Tú, llena de la presencia de Cristo,

 

llevaste la alegría a Juan el Bautista,

 

haciéndolo exultar en el seno de su madre (Lc 1,41).

 

Tú, estremecida de gozo,

 

cantaste las maravillas del Señor (Lc 1,46ss).

 

Tú, que estuviste plantada ante la cruz

 

con una fe inquebrantable (Jn 19-25)

 

y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,

 

recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu

 

para que naciera la Iglesia evangelizadora (Hch 1,14).

 

Consíguenos ahora un nuevo ardor de resucitados

 

para llevar a todos el Evangelio de la vida

 

que vence a la muerte.

 

Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos

 

para que llegue a todos

 

el don de la belleza que no se apaga.

 

Tú, Virgen de la escucha y la contemplación (Lc 2,19),

 

madre del amor (Si 24, 24 Vulgata), esposa de las bodas eternas (Ap19, 7) ,

 

intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,

 

para que ella nunca se encierre ni se detenga

 

en su pasión por instaurar el Reino.

 

Estrella de la nueva evangelización,

 

ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,

 

del servicio, de la fe ardiente y generosa,

 

de la justicia y el amor a los pobres,

 

para que la alegría del Evangelio

 

llegue hasta los confines de la tierra

 

y ninguna periferia se prive de su luz.

 

Madre del Evangelio viviente,

 

manantial de alegría para los pequeños,

 

ruega por nosotros.

 

Amén. Aleluya.


 Tomado de Exhortación apostólica “Evangelii Gaudium / La alegría del Evangelio” § 288 Libreria Editrice Vaticana).