Sociedad Mariológica Colombiana
“Se alegra mi espíritu en Dios,
mi Salvador”. (Lc 1, 47).
María Santísima no necesitó visitar el sepulcro vacío porque Ella es la
Madre del Verbo Resucitado. La gracia de la fe mariana no tenía porqué pasar
pruebas de confianza. El silencio del Evangelio lo confirma con la perfecta
claridad del mutismo.
La Dolorosa envió, al amanecer del primer día, a la Magdalena para que
constatará la dicha de su corazón inmaculado. La tesis queda demostrada con un
documento de piedra. El magisterio de la Iglesia talló en letras de mármol una
placa que colocó en la Basílica Mayor de San Juan de Letrán, Roma.
“Señor mío Jesucristo, Padre
dulcísimo, por el gozo que tuvo tu querida madre cuando tú le apareciste la
sagrada noche de la resurrección, y por el gozo que tuvo cuando te vio lleno de
gloria con la luz de la Divinidad, te pido que me alumbres con los dones del
Espíritu Santo, para que pueda cumplir tu voluntad todos los días de mi vida:
pues vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén”.
La razón superior del designio divino la apartó del camino de Emaús porque Ella
tenía escrito en su ser: “yo amo, Dios mío, tu voluntad, y tu ley está en mi corazón” (Sl 40, 9). La
Madre de Dios no exigía meter su mano en el costado abierto del Cristo
traspasado. Sus ojos asombrados de dolor vieron a Longinos lancear el sagrado tórax
del cordero inmolado.
Quienes sí necesitaban creer por demostración en el milagro profetizado “ser
matado y resucitar al tercer día” (Lc 9,22) eran los apóstoles. Ellos, los
elegidos por su dura cerviz, serían enviados para proclamar al mundo la misión
de la misericordia, la santidad.