Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“Tú los traerás y los
plantarás en el monte de tu heredad, el lugar que has hecho para tu morada, oh
Señor, el santuario, oh Señor, que tus manos han establecido”. (Éx. 15,17).
La pregunta del título la formuló la Legión de María, Praesidium la Anunciación
de la Parroquia la Inmaculada de Zipaquirá, en su primera visita a la
desconocida morada de Nuestra Señora de la Peña, 17 de septiembre de 2023.
La contestación al interrogante resulta extensa y dolorosa porque abarca
épocas y circunstancias cuyas trágicas sevicias forjaron un muro de
indiferencias sociales.
El primer pecado que separó a Santafé de Bogotá de su Reina Inmaculada fue el
carnaval, la fiesta del domingo de quincuagésima. Las carnestolendas, aprobadas
por la arquidiócesis en 1686, surgieron como la gran trampa para la usanza enseñada
por la aristocracia de la capital de un virreinato. Las ingenuas gentes de las
veredas aprendieron los acordes del romance hedonista del tiple y la chicha
cuya mezcla relajaba los bajos instintos. Y esas pasiones desbocadas por
aquellos parajes desolados bien pronto formaron, junto al lugar sacro, un sitio
de jarana.
El siguiente episodio, enganchado al primero, tuvo como protagonistas a los
capellanes, los patronos y los mayordomos de fábrica.
Esa trilogía, cuyos oficios estaban enfocados en mantener el culto y la
capilla en condiciones ideales de funcionamiento evangélico, fracasó. Los
intereses económicos entre los dueños de la capellanía, herederos y sacerdotes
gestaron querellas de jurisprudencias inacabables y sentencias agotadoras para
el orden de la moral cristiana.
El ejemplo quedó escrito en el litigio entre el capellán interino Juan José
Agudelo y el legítimo sucesor del bachiller Tomás Pérez de Vargas, su sobrino
Francisco Antonio Garay. El pleito se prolongó en los despachos judiciales, en
su primera fase, de 1768 a 1774.
El siglo XVIII soportó varias ruinas de la ermita mientras sus encargados
saldaban deudas e intentaban predicar un evangelio de pobreza entre los
mendigos del poder.
Y para colmo de desdichas, en la siguiente centuria, a los señoritos de del
barrio de la Catedral les dio por inventar una juerga de mayordomos. Ellos inauguraron
el teatro de la independencia, el 20 de julio de 1810. A ese proscenio criollo
fue invitado el notablato para ratificar, con la Constitución de Cundinamarca,
su noble lealtad de fieles vasallos a Su Majestad el Rey, don Fernando VII, el
Deseado.
A los egregios prohombres les pareció bien, en su profunda adicción
monarquista, armar un singular conflicto bélico. Los banderizos trazaron líneas
jurídicas definitivas, opuestas e irreconciliables. La lucha entre el Congreso,
liderado por Camilo Torres, contra el presidente de Cundinamarca, Antonio
Nariño culminó con la Batalla de San Victorino, el 9 de enero de 1813. El
festejo de las armas victoriosas fue llevado hasta el Santuario de Nuestra
Señora de la Peña.
A Ella se le adjudicó el éxito de la milagrosa defensa de la sitiada urbe y
se le otorgaron títulos propios de la euforia de unos ciudadanos salvados de la
degollina.
El inconveniente, de ese sainete de elogios, lo pagó la Virgen de la Peña
cuando el primer Conde de Cartagena, don Pablo Morillo, puso preso a su capellán, padre José Ignacio
Álvarez del Basto, (1816) y planeó demoler con
almádana las tutelares estatuas. La Patrona había sido acusada de republicana.
La escultura se salvó del sacrílego mazo del Pacificador, pero su nombre
fue marcado como un elemento sedicioso.
La rebelión neogranadina chocó contra la dictadura de los libertadores cuyo
legado liberticida incrementó las matanzas civiles. Los conflictos se cebaron
con los lugareños de la loma. La muerte tejió en las laderas orientales un
cinturón de infamia. Las viudas, los huérfanos, los inválidos, los desertores
se unieron a los chircaleños y la degradación de la inopia separó al insipiente
núcleo urbano del atrio de su Patrona. Prohibido subir por allá en épocas de mascaradas
y el resto del año la prudencia ordenó evitar esa senda de escándalos y
conspiraciones.
La prohibición marcó las diferencias entre los cachacos, los bohemios, los
aventureros y los menesterosos del infortunado arrabal,
La tragedia decimonónica avanzó sobre las fosas comunes de la Confederación
Granadina. La revolución de 1860, liderada por Tomás Cipriano de Mosquera,
logró colocar el estandarte del Escuadrón Calaveras en la plaza mayor de un
Bogotá asediado por el infortunio militar de su clase dirigente.
El triunfo del general masón abrió el despacho de la venganza contra la
Iglesia católica. La expedición de leyes inicuas lo selló el decreto de
desamortización de bienes de manos muertas. La norma se encargó de expropiar
los terrenos donados a la Virgen de la Peña por sus devotos. El desplazamiento
de lugareños y la privación de recursos pecuniarios para el sostenimiento de
los oficios religiosos generó una crisis en la fuerza de sus verbenas
tradicionales. A ellos se sumaron los hurtos legalizados por el Estado y una
serie de males administrativos, el calvario de los presbíteros.
La única temporada de homenajes que sobrevivió, con fidelidad a la juerga
sin tregua, fueron las carnestolendas. El régimen liberal permitió los excesos
sin control policivo. Las reyertas montañeras dejaron a muchos beodos muertos o
heridos por causa de los líos con faldas y mantillas.
La mala fama, como los arbustos del rastrojo, alejó de sus trochas a muchos
peregrinos. Así la ermita de la Peña fue sometida al abandono institucional de
un país descuartizado por la Guerra de los Mil Días.
El vicepresidente encargado del poder ejecutivo, José Manuel Marroquín,
subió al templo para colocar la bandera de la patria a los pies de la Virgen de
la Peña. El funcionario pidió la paz, la obtuvo y no regresó para darle las
gracias a la Bienaventurada Señora porque la iglesia del Voto Nacional le
ahorró el ascenso.
La capellanía volvió a ser arrullada por las frías ventiscas del páramo y abrigada
por las misiones pastorales de unas comunidades que intentaron cambiar el delictivo
caos de la miseria. Los frailes capuchinos predicaron de 1906 a 1933. Los
relevó la Orden del Cister, que permaneció hasta 1935. Vinieron luego las
Misioneras de la Inmaculada que duraron poco y trasladaron su tarea a las
Siervas de la Sagrada Familia (1936). La deserción eclesial continuó por causa
de la incertidumbre producto del próximo atraco. La Capellanía de la Peña quedó
bajo la autoridad de su vecina, la Parroquia de Egipto, entidad sin medicamentos
para curarla del bogotanísimo descuido.
La rehabilitación del santuario tuvo su época de restauración con el empuje
alemán del padre Ricardo Struve, párroco de 1944 a 1968. Su partida cortó el resurgimiento de la
Historia y la Mariología dentro de aquel edificio cuyo letrero rezaba: Centro Mariano Nacional de Colombia.
Los vecinos de la capilla, liberados de la talanquera impuesta por la
catequesis teutona, optaron por las costumbres añejas. Las telarañas del
secularismo, acompañadas del fruto líquido del lúpulo, inundaron con sus
pecados los logros del evangelizador.
El siglo XX finalizó con la orfandad del recinto y su relegación. La
esperanza de una promesa de renovación surgió con el Camino Neocatecumenal y su
Seminario Redemptoris Mater (2005). Los 22 sacerdotes ordenados bajo el amparo
de Virgen de la Peña se encargarán de encender nuevamente el esplendor de la
luz de Cristo en la montaña de María.