Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“La
Virgen se llamaba María”. (Lc, 1, 27)
El encanto de los primeros arrullos del alma cristiana está precedido por
una voz humilde: María.
Las madres les donan a sus críos, con ese vocablo hebreo, un tesoro de
proporciones incalculables. La palabra, sagrada por su semántica histórica,
cumple con la misión de llevar una alegría sobrenatural a la infancia.
El apelativo, “llena de gracia”, moldea en la conciencia del infante una
conducta angelical. Y sobre ella se vierten las primeras oraciones de la
familia que desgrana el santo rosario, la herramienta de la santidad. El vínculo
indisoluble, entre las preces y la caridad, se transforma en una razón sublime
de la existencia. Es un punto de referencia. La salida hacia una eternidad
bienaventurada.
La Inmaculada con su salterio, apoyado sobre los pilares de los sacramentos,
forma la cuna para su hijo adoptivo. Ella, con la dulzura de su onomástico, teje
la singladura con rumbo al puerto de la salvación.
El niño pasa a la pubertad y el misterio se hace mayor en sus
descubrimientos. La vida inocente pide a Dios el milagro de comprender las incógnitas
del asombro.
Y sobre los primeros pasos de la adolescencia llega el fatigado trasegar del
promesero agradecido. La herencia de sus mayores repite: “María de Chiquinquirá”.
Ese es el toponímico de la patria.
Así, el nombre de María estalla en su sacralidad corredentora y les entrega
a sus devotos la nacionalidad del cielo.
María de Chiqinquirá, gracias por las bendiciones recibidas, benditas las manos que escriben este espacio de dedicado a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.
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