jueves, 28 de octubre de 2021

El retorno de la peregrinación perdida

 Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana


La tradición de visitar a Nuestra Señora de la Peña es parte del ancestro cultural de aquellos devotos en cuya alma vive la historia del Bogotá colonial.

Los últimos peregrinos de antaño, mezcla campesina de contrabandistas y copleros, dejaron perder sus huellas entre las trochas del arrabal porque no querían dejar rastro de sus andanzas ni de sus devociones, eran liberales de racamandaca.

Sus intocables valores políticos y religiosos sostuvieron una pugna contra el establecimiento. El Resguardo les prohibió la chicha y les incautó los alambiques de montaña donde destilaban el aguardiente rastrojero. La lucha de las pasiones etílicas, entre el pueblo anónimo y el uniformado, pasó por el famoso confesionario de madera, el escapulario de la Virgen, tallada por Dios en piedra y la promesa de conservar la doctrina católica.

La revuelta de las fuerzas anárquicas la devoró la romántica revolución de los sesenta. El párroco, Richard Struve, regresó a su tierra natal para ver al astronauta Armstrong pisar la luna, centinela del atrio de su templo consentido, la Peña Vieja.  La ausencia del buen pastor y el destello aventurero del Apolo 11 levantaron una muralla de olvido. El empedrado camino hacia la ermita fue colonizado por el kikuyo hasta guardarlo en la leyenda de los pasos sin rumbo. 

El eco mariano de las grandes procesiones del ocho de diciembre, las fiestas patronales y las turbulentas carnestolendas desapareció del cerro de Los Laches. La amnesia vociferó su triunfo.

El acervo contestó con la narración de las costumbres. La procesión perdida pervive. Ella marcha desde lares ajenos a la capital como Fusagasugá y Choachí, Malsburg-Marzell (Alemania) y Guayaquil (Ecuador). Los promeseros se preguntan: ¿hasta cuándo Bogotá le dará la espalda al misterio de María?, su tesoro.

 

 

 

 

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