jueves, 11 de febrero de 2021

Chiquinquirá, la iluminada por Cristo

 


Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

“…Luz para iluminar a los gentiles...” (Lc 2, 32).

La tierra de los sacerdotes y de las nieblas recibió en sus surcos, de trazado muisca, una singular y sorprendente alegría: María Santísima le presentó a su unigénito.

El lugar escogido por la divinidad para revelar su designio fue una pieza solitaria, mezcla extraña de pesebrera y de altar. El templo más pobre del Nuevo Reino de Granada tenía como referencia el haber sido el oratorio privado de los antiguos aposentos del encomendero Antonio de Santana.

Su viuda, Catalina García de Irlos, por tristeza u ocupaciones lo dejó a la deriva del tiempo y sus acontecimientos. La capilla era una miserable choza sin puertas, desvencijada y usada por los labriegos para sus oficios de campo. La faena incluía la siesta de los gozques y el hozar de los cerdos.

El olvidado sitio era el depósito de un vetusto lienzo desteñido y pintado por Alonso de Narváez, un artista multifacético de Tunja, que plasmó una imagen de la Virgen del Rosario junto a san Andrés apóstol y un fraile taumaturgo llamado san Antonio de Padua.

El desolador paisaje, cromático y conceptual, de la tela servía para secar trigo. Agujereada y mugrienta murió bajo el polvo sudoroso de los trajines campesinos.

María Ramos, una sevillana, la rescató de su indigna tarea y la llevó a un rústico bastidor donde pasó a servir de consuelo para sus preces. 

Así estaba el escenario, el 26 de diciembre de 1586, cuando Ramos, finalizó sus oraciones suplicantes. Se santiguó y salió del bohío.

El Creador tuvo un acto íntimo con la naturaleza muerta. El Espíritu Santo descendió sobre la estampa con su estallido de fuerza innovadora. El instante de un nanosegundo fecundo trazó sobre el tórax del Niño una luz, un latido de dulcísimo calor que consumió a la figura materna y se extendió majestuoso entre la inmovilidad de sus edecanes.

La claridad, como arte de las consolaciones, diseñó una novedosa geometría del color. El fuego sagrado restauró cada fibra con un respeto edificante por el orden establecido en su concepción original. La idea humana contempló el sueño del retorno.

Nada fue alterado en su volumen estructural. Solo un torrente de vida penetró la urdiembre. El aliento fértil revitalizo los minerales. La savia de las yerbas emanó sus tintes. Átomos de moléculas inertes volvieron a la dinámica de la bioquímica bajo el empuje vigoroso de la diafanidad. 

El ardiente prodigio, suspendido sobre la forma redimida, rubricó trasparente el conjunto mariano, tríptico devocional. El invencible modo del logro invisible se abrió pasó entre la absorta materia fallecida. La melodía del universo, en sideral arcano, desembocó sedienta de texturas teñidas de cielo.

El cuadro, morada de Dios, estalló iluminado por un faro incandescente que inundó la cámara con una desbandada de relámpagos. La historia, inclinada de hinojos, redactó el romance del milagro.

El ritmo natural de aquel valle pantanoso y cubierto de brumas fue sacudido en su monotonía mestiza por un acontecimiento singular, signo de la escatología cristiana, destino glorioso.

Los borrosos trazos del pincel volvieron a la coloración sin tregua. El portento quedó activo como testimonio de una alborada sonrosada por una ardiente inmensidad. Su despertar delirante asombró el alma ondeante del tricolor patrio y una noble esperanza cantó sus hazañas con un himno triunfal.

“El pueblo que estaba en tinieblas vio una luz”. (Is 9, 1-2) y la Madre de Dios, como la llamó el primer testigo, el niño Miguel, les presentó a Jesús, el Salvador, que jugaba con un jilguero.

“…Ya en aquel tiempo, se escondía a los pretendidos sabios y prudentes, pero se revelaba a los humildes. El ángel dijo a los pastores: «He aquí una señal para vosotros». Es para vosotros, los humildes y obedientes, para vosotros que no alardeáis de orgullosa ciencia sino que veláis «día y noche meditando la ley del Señor». ¡Ésta es vuestra señal! La que prometían los ángeles, la que reclamaban los pueblos, la que habían predicho los profetas… ahora Dios la ha cumplido y os la muestra…”  (Cf. San Bernardo. Hom. 2 sobre el Cantar de los Cantares, n. 8.).

La pintura ruinosa, por sus mezcolanzas pálidas, se trasfiguró en un retrato vivo que alienta a la mariología colombiana para gestar la cultura del amor en Cristo. La renovación del reino híbrido tuvo su inextinguible génesis en el corazón inmaculado de María. Ella les entregó al Mesías, fruto de su vientre.

El encuentro chiquinquireño del Señor no finalizó con el estruendo lumínico que estremeció a los Andes indomables. La evangelización con la cruz regresó al modelo pedagógico de la santa infancia. La revolución de la ternura bautizó al continente.

La gracia mediadora de la Virgen del Rosario de Chiquinquirá sigue intacta. Sus plegarias desveladas mantienen firme el bendito regocijo de su entrega maternal a Colombia.

La vitalidad de su voz obediente susurra al promesero penitente el mandamiento de la Presentación en la Villa de los Milagros: “Hagan lo que Él les diga”. (Jn 2,5).

1 comentario:

  1. Hermosa y poética descripción del milagro que permanece intacto para demostrar el amor de la Madre por sus hijos.

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