jueves, 25 de mayo de 2023

Las remembranzas de un promesero


 


Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

“El Señor guarda a los peregrinos”. Sal 145

Don Abelardo Montes Bernal detuvo su caminata por los jardines del Noviciado de las Hermanitas de los Pobres de Zipaquirá para cumplir una cita con la crónica. El venerable abuelo optó por sentarse en un quiosco, diseñado especialmente para los residentes, a conversar sobre sus ratos de infancia. El tema de su nostalgia estaba asignado a su primer viaje a la casa de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá,

A sus 85 años, los recuerdos le brotaron intactos de un ayer inolvidable porque recién había hecho la primera comunión y estaba ad portas de cumplir doce años, modelo del 38. La expectativa infantil, por ingresar a la usanza de sus taitas, lo mantenía ansioso de participar en la gran aventura colombiana de la ofrenda.

El miércoles 6 de diciembre de 1950 su madre, doña Rosa María Bernal, le contó que no soportaba las muchedumbres parroquiales porque en aquel tiempo aumentaron exponencialmente. Su Santidad Pío XII, apenas un mes atrás, había declarado el dogma de la Asunción de Nuestra Señora a los cielos y para colmo de sus desavenencias con los tumultos el siete serían las vísperas por la Inmaculada y el 16 la Novena de Aguinaldos y a renglón seguido las fiestas de la promesa grande, el 26… La devoción de un gentío desbocado se desbordó por los municipios aledaños. La dinámica del caos estaba injertada en el pedestre movimiento mariano. Los empujaba la fuerza de la historia y la tradición ancestral, herencia viva de sus mayores.

Los torrentes de labriegos de Cogua, Zipaquirá y Nemocón, en un exceso de infantería cundinamarquesa, salían a las dos de la madrugada con un canasto de junco al hombro repleto de víveres y coplas por los caminos de herradura hacia Chiquinquirá. La incontenible falange estaba apoyada por los chalanes y sus potros de finos bríos. Ellos seguían al mulo rucio de un gamonal liberal, al que insultaban por cachiporro. El sujeto picaba los ijares del macho y haciendo oídos sordos dejaba trotar al animal porque tenía ofrendas pendientes con la Reina Morena.

La polvareda de alpargates y cascos llegó hasta el portalón de la quinta de los Montes donde se planeaba el periplo, en circunstancias de multitudes. La junta se ejecutó en el cálido rincón de su morada, la cocina. doña Rosa María y la abuela paterna llamaron a sus tíos: Salvador, Rafael y Miguel a un concilio familiar. Su padre, don Jorge Montes, no fue invitado porque estaba dedicado a los negocios de la papa y se limitaría a cubrir parte de los gastos de la excursión. Del renegrido recinto del humo y los chorotes de aluminio salió la decisión unánime de llevarlo a la Villa de los Milagros. Tarea que implicaba la planificación al detalle del desplazamiento.

La primera decisión fue la de ir el jueves para evitar los tumultos dominicales, las aglomeraciones la incomodaban hasta el hastío. Mucho menos pensar en trasladarse durante los festejos decembrinos de las fiestas y ferias. La ratería de los “cuatro manos”, cacos foráneos, hacía de las suyas entre las pertenencias de los ingenuos peregrinos.

La segunda era el pago de un juramento de Salvador a la Renovada por la salud de uno de sus primos.

La asamblea se disolvió con la consigna de las tareas asignadas, el recuento de los ahorros de la alcancía y la dicha para preparar las vituallas y los ropajes. El solar quedó sumido en una actividad singular. Cada movimiento tenía una misión logística que se prolongó con las rutinas vespertinas de la solariega estancia. El cesto del fiambre fue aperado con dos gallinas gordas, papas saladas, mogollas chicharronas, huevos cocidos, gaseosa colombiana y caramelito rojo.

La madrugada campesina, antes de que cantara el gallo saraviado, resultó agitada en la vereda Rodamontal de Cogua. Había prisa por coger la trocha y llegar presto a la estación de El Mortiño, antes de la seis de la mañana para comprar el tiquete cuyo costo era de 2,50 pesos por cabeza. La fila los llevó en orden familiar al abordaje del vagón en el Ferrocarril Central del Norte, tirado por una locomotora de vapor. Unidad fabricada por Baldwin (1921) en Filadelfia (EUA) y que todavía fatiga a esos rieles del Tren de la Sabana. (Hoy número 8. Tipo 2-6-0).

Los gritos del palafrenero y un pitazo largo por parte del maquinista se unieron a la partida de siete vagones hacia Nemocón y a una serie de paradas. Las estaciones cumplieron su trajín con los pasajeros en Mogua, La Laguna, El Crucero, Lenguazaque, El Rabanal, La Isla-Guachetá, Venecia, Puerto Robles, Guatancuy, Fúquene, Guachetá, Susa, Simijaca y Chiquinquirá. En la tierra de María desembarcaron a las 9:00 a.m. con el menester de hallar un desayuno para ser digerido por estómagos entrenados para engullir. Los platos enormes y típicos rebosaban de colesterol y caldo de costilla, changua, calados, chocolate santafereño, almojábanas, queso, tamal tolimense, masato, jugo de naranja y cotudos.

La función bromatológica fue asumida por el tío Rafael. Él, a dos cuadras del parque David Guarín, encontró el restaurante para saciar la voracidad de la comitiva. Al ordenar las viandas oyeron pitar al convoy que llegaba de Barbosa (Santander) con más romerías hambrientas de prodigios y bendiciones.

La rutina de los penitentes continuó con un paseo por la Plaza de la Libertad antes de ingresar a la basílica para confesarse y escuchar la misa de once, objetivo y fin del encuentro con Jesús en los brazos de María Santísima, la Señorita de Chiquinquirá. Al terminar la eucaristía, don Salvador logró hablar con fray Andrés Mesanza, O.P., que llevó al cumpleañero ante el baldaquino de la Patrona. “Fuimos y vimos a la Virgen en su altar. Había cincuenta velones alumbrando a la Rosa del Cielo”, rememoró con una sonrisa de alegría.

La salida del templo desató la compra casi compulsiva de escapularios, medallas, novenas y vitelas, bendecidas con la voluntad de Dios, para llevar de regalo a los vecinos y familiares que no participaron del periplo sagrado.

La tía Uvita se fue al despacho parroquial para pagar unas misas en acción de gracias y de paso comprar un ejemplar del periódico del santuario, el famoso Veritas. Edición censurada por el gobierno conservador de Laureano Gómez, cosas y casos del país. El rubro de los desembolsos se extendió a los plátanos y mangos ofertados en los toldos de la plaza por los comerciantes de Puente Nacional.

El sorteo del almuerzo le correspondió al señor Miguel que de inmediato contrató un camión para que los llevara a Ráquira, el pueblo de los olleros muiscas.

Allí, en un potrero de ceba junto al río, se sentaron a manteles y dieron buena cuenta de las pezuñas de marrano, las papas chorreadas, la sobrebarriga al horno, el cordero asado, el ají, la yuca, los nabos, los cubios gruesos, el refajo, la chicha y los bocadillos de Guavatá.

Cumplido el ritual del sosiego campestre volvieron a la Ciudad de los Poetas en un Expreso Saboyá que los dejó en la estación a las 5:30 de la tarde con un costo de 1,50 pesos de pasaje per cápita.  El boleto fue pagado con protestas a la usura, era el precio del afán.

Las cuotas quedaron consignadas en el haber de las almas alegres, la manda cumplida y la necesidad del retorno dormitando en las sillas de los cómodos coches. Mientras, los músicos ambulantes ofrecían serenatas por cincuenta centavos a los novios que regresaban de pedir un santo matrimonio a la Madre de Dios. Así lo cantaban por mandato de los acordes de la guabina chiquinquireña. Todo por María, dijo Montes, “porque en esa época sí había gente que sí creía en la Virgen Santísima”.  Don Abelardo se incorporó, saludó a la estatua de la Chinca y se fue, apoyado en su bastón, a tomar las onces.

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