jueves, 22 de agosto de 2019

La súplica del bandolero




Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

Nuestra Señora de la Peña pagó con sus alhajas el derecho de reinar sobre Bogotá. Sus propiedades han sido robadas, profanadas, amenazadas, mutiladas, desamortizadas y olvidadas. Son 334 años de estupor. Es el precio de vivir en la loma, cerca del miedo.

El santuario de los extramuros capitalinos sufrió desde la Colonia el rigor martirizante de lo sagrado. Los cachacos ignoraron a su Alteza Real, la Virgen santafereña y granadina, con un desdén lóbrego.

La amnesia, que impregna a sus prodigios, no borró la ruta de los ladrones. Ellos se trastearon los tesoros del arte y la memoria. Los expedientes de las denuncias alimentaron a los insectos bibliófagos. ¿Sino hay que robar para qué volvieron?

         Palacio de su majestad, la Reina de la Peña. Foto J.R.C.R.
La respuesta está en el barranco, frente a la capilla, la zona de nadie. La montaña tiene su trono desde donde se contempla a la ciudad de la Inmaculada Concepción. El mirador, lo llaman los vecinos de Los Laches. Es un rincón encantador para observar el panorama de la urbe enloquecida por sus formas diagramadas por las luces. Los bellísimos atardeceres de verano se inclinan arropados por el pañolón multicolor del crespúsculo incendiado por la agonía del sol. El espectáculo es un sueño de instantes donde ondula el encanto dulce del Creador. El sitio es digno del rubor de los luceros. Ante su majestuosidad, el alma sueña.

La página nocturna cierra el telón del firmamento y abre el concierto del impulso a lo inexplicable. La mística cristiana y los puñales se funden en los feudos marianos para arremeter en un duelo de luna llena. La Virgen María y su familia fueron testigos de una historia de bandidos. Las sombras codiciaron el encuentro. Los dos rufianes se citaron en la puerta del templo. Se miraron torvos e iracundos. Bufaron su odio letal e insaciado.  El reto incluyó la regla del arrabal: “al guapir”. Lucha vigorosa y sin cuartel. “El patecabra” se desenfundó en un lance relámpago. Se esquivó el corte con un brinco acrobático. Cargaron con las cachas empuñadas. La brega atacó feroz. La rutina de la pendencia la esquivó brutal. El lírico temblor de los contrincantes anunció con estupor el imperio de la ira.

Vociferaron epítetos denigrantes. El denuesto era la bandera del territorio poseído. El coraje del lance imploró un débil descanso para la tragedia. La razón viril del combate se escribió a fuego. Faltaba la sangre, su brote al vaivén de las formas destazadas.

Saltaron, gimieron y eludieron el corte artero. La danza del círculo mortal se agotaba. Se toreaba a la muerte con la desfachatez del circo. Los golpes sonaban alucinantes. La rabia babeaba el fragor de la reyerta. Sus juramentos resultaron indisolubles. El brazo estiró su hoja criminal en macabro brillo. La punta cruel clamaba por mutilar. La táctica escribió su posesión peligrosa. La materia enardecida ardía por sentir el espasmo del vencido. Los rugidos de la furia vociferaron el drama. La bronca perversa de los hampones alebrestó sus ardites. Chocaron los aceros afilados con el brío de las chispas.

La fuerza se extinguió en su ritmo irredimible. La tregua sería el reguero de sangre, senda del sepulcro. El revuelo enconado, por gracia de la esgrima criolla, brindó sus maldiciones. La fatiga entregó la fisura del error. El código delictivo ordenó lancear en forma frenética de golpe de martillo, de arriba hacia abajo. La daga invicta rasgó el aductor mayor. El alarido se lo llevó el viento. El carmín arrebatado tiñó la tierra.  El musculo sangrante lo volvió una presa. Vencido y de rodillas exclamó: “Virgencita de la Peña, ayúdame”. “Reina del Cielo, sálvame". Alias la Mosca se alejó renqueando y musitó: “Dios te salve, María…” no terminó la oración hasta que lo suturaron en el Hospital del Guavio.

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