jueves, 26 de noviembre de 2015

El embajador san Gabriel, según la ven. María de Ágreda



Estuvo presente el santo Ángel Gabriel para recibir el divino encargo, inclinado al pie del trono y fijándose con mucha atención en la inmutable esencia divina del Altísimo. La divina Majestad por sí misma le reveló y expuso el mandato de su legación que debía ejecutar ante la Emperatriz de todos los hombres y ángeles, prescribiéndole hasta las palabras que debía usar en su saludo y alocución. De tal manera que el autor de la salutación angélica fue el mismo Altísimo Dios quien primero la concibió en su mente divina de donde luego pasó al Arcángel y por él a la excelsa Madre y Virgen. Reveló el Altísimo en sus palabras al santo Arcángel muchas cosas y arcanos secretos acerca de la Encarnación, mandándole que fuera en nombre de toda la Santísima Trinidad y anunciara a la augusta Virgen cómo Ella de entre todas las mujeres había sido escogida para que fuese la Madre del Verbo Eterno a quien debía concebir en su seno virginal por obra del Espíritu Santo, conservándose, sin embargo, salva la flor de su virginidad, y todo lo demás que el mensajero celestial debía decir y explicar a su Señora y Reina.

Penetrado pues, el nobilísimo príncipe Gabriel de especial alegría, obedeció al divino mandato y partió de la región celestial, acompañado en hermoso cortejo de muchos miles de ángeles. Tomó Gabriel la apariencia de un joven de bellísima figura y extraordinaria gracia, luciendo clarísimo rostro que emitía innumerables rayos de extraño esplendor. Su aspecto era de ingente gravedad, y muy majestuoso. Sus pasos comedidos, su porte dignísimo y de seria modestia, sus palabras ponderadas, de gran eficacia, y en general exhibía un como medio entre severidad y bondad, porque en él se notaba algo más divino que en todos los demás ángeles que la Virgen hasta entonces había visto. La diadema en su cabeza brillaba en excepcionales fulgores, sus vestiduras eran luminosas y de un suave color rubio, despidiendo a la vez centellas de múltiples colores. En su pecho llevaba una cruz, hermosísima por cierto y de exquisito gusto, labrada en oro y hecha como por el talento del mejor de los artistas, que simbolizaba el misterio de la Encarnación para cuyo anuncio estuvo destinado el ángel; todo lo cual despertaba naturalmente en la excelsa Virgen mayor atención y grandísimo afecto.

(Mística Ciudad, II parte, Libro III, Cap. X.)  
Tomado de la revista Regina Mundi 7




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