miércoles, 16 de diciembre de 2015

Una tarjeta de Navidad



No recuerdo quién me la mandó. Otras tantas, después de contestarlas, fueron a la canasta de papel, ésta no. Ni alcanzo a darme cuenta perfecta y cabal del porqué esta tarjeta me dice tanto: ¿Será la ingenuidad del artista que se manifiesta en la carita del Divino Niño? ¿O serán los angelitos de los cuales no puedo acertar si están ayudando a san José a bajar, con su por lo demás insignificante peso, la palmera para que el patriarca pueda coger más fácilmente los frutos, o es que solamente por curiosidad se asoman para mirar a la Virgen y al Niño? ¿O no será nada de todo esto, sino simplemente la perfección de la composición artística que mueva al espectador: la Virgen sobre el burrito necesitaba de un marco, y lo dan en forma sencilla, pero perfecta, la palma y san José?

En fin, sea lo que fuera, la tarjeta, se salvó de la canasta de papel.

Quisiera tenerla en colores, porque la leyenda en inglés al respaldo dice: “El milagro de la palmera, un incidente de la huida a Egipto. Relieve pintado en madera de nogal. De España (Castilla), alrededor de 1490-1510. Museo Metropolitano de Arte, Nueva York”. Quizá algún día tendré una copia en colores.

No se trata, ciertamente, de una escena respaldada por textos del Nuevo Testamento. Antes causa la impresión de que sea una de las tantas escenas graciosas contadas en los evangelios apócrifos.

Volví a encontrar mi tarjeta de Navidad en la Historia nativitatis laudabilisque conversationis intactae Dei Genetricis quam scriptam reperi sub nomine Sancti Jacobi fratris Domini”. La autora de este poema es Hrosvita de Gandersheim quien vivía en el silencio de su claustro en el centro de Alemania en la segunda mitad del siglo X de nuestra era. En esta historia de la natividad y admirable modo de vivir de la Virgen intacta, la monja aprovechó las leyendas del evangelio apócrifo de san Mateo (Seudomateo), y en sus 859 hexámetros relata escenas evangélicas o teje piadosamente alrededor de ellas, usando aquellas fuentes apócrifas, versos llenos de sentimientos y ternura.

Cuando le advirtieron que tales rasgos apócrifos eran falsos inventos, se sonreía y de ninguna manera quiso perder por ello su poesía; dijo ingenuamente que quizá en un futuro estas leyendas saldrían comprobadas. Tenía tanta razón con este argumento que no sólo no experimentó oposición a su obra, sino encontró, al contrario, muchos imitadores. Llegó a ser ella inventora de un nuevo arte: pues abrió el paso a la especie literaria de las leyendas medievales.

Si la iglesia primitiva condenó tan enérgicamente aquellos evangelios apócrifos y trató de todas maneras impedirles la entrada en el culto y en los corazones cristianos, fue porque tenía que defender con claro criterio la auténtica figura de Cristo y hacer respetar el deseo de la Virgen bendita, de no aparecer más de lo necesario en los escritos sagrados, como nos enseña san Luis María de Montfort. Pero una vez afirmadas toda la Cristología y Mariología por la Iglesia en concilios y obras patrísticas, no había ya ningún inconveniente de que la fantasía piadosa se ocupara de tales escenas atractivas y simpáticas de la vida de la Virgen. En verdad, si la Virgen comió de los frutos de la palmera o no, y si en esta forma o en otra, ¿a quién podría estorbar esto en su fe bien cimentada?

Por lo tanto, tranquilamente, Hrosvita de Gandersheim pudo cantar así:

Mira, el niño amado, sentado en el regazo de María
Dice alegre al árbol con suave y dulce manera:
Palma, inclina tu copa y curva tus ramos altivos,
Ves que mi madre quiere comer de tus frutos hermosos.
Dijo así, y humilde el árbol se curva al son del mandato.
Hasta que llega al pie de María, Virgen divina.
Cuando estuvo el árbol privado del fruto sabroso,
Curvo quedó como antes ni quiso erguirse de nuevo;
Nueva señal parecía fuera precisa del Niño.
Este le dijo: Ahora levanta de nuevo tu copa;
Eres feliz compañera de otros beatos plantados
En el jardín de Edén por la mano del Padre Eterno.
Gloria séate en el futuro a ti por servirnos,
Palma, habrás de ser signo de mártires y vencedores.
Deja ahora brotar a tu pie y raíces escondidas
Agua clarísima, dulce manantial para mi Madre.
Presto se hizo lo que el Niño Divino mandara.
Regocijados María y todos bebieron del agua
Que del suelo brotaba en hilos de puros colores.
Para su sed, el milagro del Niño dio el remedio,
Agua amable y dulce que mitigaba la sed en seguida.

Pero para llevar a nuestros lectores a las fuentes de nuestra tarjeta de Navidad, que oigan el relato tal como lo dice aquel legendario “evangelio” que más que por su texto, de pocos conocido, nos vino por la influencia que ejerció sobre toda la iconografía medieval.

“Y ocurrió que, al tercer día de su viaje, María estaba fatigada en el desierto por el ardor del sol, y viendo una palmera, dijo a José: Voy a descansar un poco a su sombra. Y José la condujo hasta la palmera, y la hizo apearse de su montura. Cuando María estuvo sentada, levantó los ojos a la palmera, y viendo que estaba cargada de frutos, dijo a José: Yo quisiera, si fuese posible, probar los frutos de esta palmera. Y José le dijo: Me sorprende que hables así, viendo la altura de ese árbol, y que pienses en comer sus frutos. Lo que a mí me preocupa, es la falta de agua, pues ya no queda en nuestros odres, y no tenemos para nosotros ni para nuestros animales.

Entonces el niño Jesús que descansaba con la figura serena y puesto sobre las rodillas de su madre, dijo a la palmera:




Árbol, inclínate, y alimenta a mi madre con tus frutos. Y a estas palabras la palmera inclinó su copa hasta los pies de María, y cogieron frutos con que hicieron todos refacción. Y, no bien hubieron comido, el árbol siguió inclinado, esperando para erguirse la orden del que lo había hecho inclinarse.

Entonces le dijo Jesús: Yérguete, palmera, recobra tu fuerza, y sé la compañera de los árboles que hay en el paraíso de mi Padre. Descubre con tus raíces el manantial que corre bajo tierra, y haz que brote agua bastante para apagar nuestra sed.

Y en seguida el árbol se enderezó, y de entre sus raíces brotaron hilos de un agua muy clara, muy fresca y de una extremada dulzura. Y viendo aquel agua, todos se regocijaron, y bebieron, ellos y todas las bestias de carga, y dieron gracias a Dios”. (Cap. XX. del Seudomateo).

La lectura de los evangelios y demás escritos apócrifos y la familiaridad con las obras de arte basado en ellos tuvieron una consecuencia muy graciosa en los posteriores videntes cristianos. Mientras María de Agreda, por ahí en 1660 en su Mística Ciudad de Dios (Historia divina y vida de la Virgen, Madre de Dios, Madrid, 1744) veía solamente cómo los ángeles por mandato divino proporcionan a los viajeros fugitivos en el desierto el alimento necesario (insuper humillimae divinae Virginis preces paternum cor iamiam sublegerant, II pars, liber IV, cap. XXII, núm. 634), la famosa vidente Ana Catalina Emmerick (1820), veía en sus éxtasis precisamente lo que los apócrifos le habían inspirado durante sus piadosas lecturas: “Más tarde vi a la Sagrada Familia, desprovista de todo socorro humano, atravesando un bosque, a la salida del cual había un datilero muy alto con gran número de dátiles en su extremidad superior pendientes de un racimo. María se acercó al árbol, tomó en sus brazos al Niño Jesús, y alzándolo, rezó una oración. El árbol inclinó su copa como arrodillándose ante ellos, y pudieron así recoger su abundante fruta. El árbol quedó en la misma posición. Toda clase de gente del lugar seguía luego a la Sagrada Familia, mientras María repartía dátiles a muchos niños desnudos que corrían detrás de ella. Como a un cuarto de legua llegaron cerca de un sicómoro de grandes dimensiones y se metieron dentro del hueco del árbol que estaba en gran parte vacío, ocultándose a la vista de la gente que los seguía, de tal modo que pasaron de largo por el lugar sin verlos y así pudieron pasar la noche ocultos. Los he visto al día siguiente seguir a través de un arenal. Sin agua y cansados se detuvieron junto a un montículo del camino. María rezó con fervor y vi entonces brotar un manantial de agua abundante que regaba la tierra reseca del arenal. José le abrió un cauce para apresar el agua en un hoyo que hizo y se detuvieron a descansar. María lavó y refrescó al Niño, y José llenó su odre de agua y dio de beber al asno”.

No dudamos que la Sma. Virgen, en casa de san Juan Evangelista, haya tenido que contar al amado discípulo las peripecias de su fuga a Egipto y todos los sufrimientos que en ella le tocaron por voluntad de Dios. Aunque de este relato nada entró en el texto de los santos evangelios oficiales, no se puede negar la posibilidad de que muchos de sus rasgos se hayan transmitido en la tradición oral del cristianismo primitivo y que de allí hayan encontrado recepción en los “evangelios apócrifos” —por lo cual se ve que Hrosvita de Gandersheim a lo mejor pudo tener razón al decir que quizá resultarían tales rasgos algún día comprobados—; pero entretanto han edificado en grande medida a poetas, artistas y videntes. Y se entiende que después de saber todo esto, aquella sencilla tarjeta de navidad ya no corre peligro de ser botada en una canasta de papel, sino antes conquistó un puesto honroso entre mis libros y cuadros.
Ricardo Struve Haker
Pbro.

“Ciertamente, Señora, cuando te miro, no veo sino misericordia. Pues en favor de los miserables fuiste hecha Madre de Dios, engendraste además a la misericordia, y, finalmente, te ha sido conferido el oficio de compadecer”.

San Buenaventura.


Tomado de la revista Regina Mundi nro 2

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