jueves, 28 de febrero de 2019

La Patrona, las huellas del retorno



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá recibe las voces que emanan de las almas de los peregrinos. Es el eco de la romería, la súplica por una alegría eterna.

El gentío deja sobre el atrio de la basílica las improntas de los andariegos. En cada veladora arde un pequeño relato sin registro porque la prisa ordena el impulso del regreso.

El comentario en voz baja construye la confesión sacramental y pública. La segunda se puede incluir en estas páginas porque se torna en el archivo colectivo de un conglomerado.

El desfile trae corazones anhelantes por hablar. La oralidad cumple con un desahogo desfallecido.  El vociferar de la multitud se compone de prosas y coplas, herejías y bendiciones, misterios y embustes.

El choque de las muchedumbres contra las paredes saca chispas de cuentería y, a veces, escribe párrafos de un comportamiento social difícil de asimilar por la realidad doctrinaria de la verdad.

El ejemplo consignado, por la libreta de apuntes, muestra una persistencia en la tozudez por oposición. En el templo de la Renovación es común escuchar a un paisano decir en voz alta: “Ese no es el cuadro original”. Cuando sus familiares sorprendidos lo miran inquietos responde con pose y maneras de autodidacta: “Sí, los curas lo cambiaron porque mi taita me contaba que tenía muchas joyas y nos la veo”.

La controversia estalla. Tarea de alegatos. La cordura se disuelve entre la charlatanería y la especulación como consecuencia de la falta de un guía especializado en el tema. ¿El sujeto tiene la razón?, no.

La explicación es simple. El lienzo es conocido como “La Peregrina”, documento que enriquece la maestría pictórica. La tela original está bajo el baldaquino de la basílica. ¿Y las joyas? Las que no se entregaron en 1815 a la fallida causa de la independencia permanecen a buen recaudo. Se conoce como el Tesoro de la Virgen que está al cuidado de la Orden de Predicadores, guardián del santuario desde 1636.

Resuelto el enigma de la falacia, impuesto por la duda que trajo un comentario socarrón, se tiene la certeza de volver a oír el argumento de la sandez. Es la ausencia de patria que peregrina en busca de identidad.

El aliento de la virtud también vive en esa capilla primaria. Se trata de los ancianos venerables que con su humilde fidelidad mantienen vigente la esencia del prodigio. Los abuelos, de monumental autoridad, redactan el diario del compromiso. Son dos grupos.

Los primeros han peregrinado por décadas, una vez al año, desde cuando tuvieron conciencia de ser nietos. La mayoría pervive. Son los hijos de los años 30, recia generación de patriarcas. Llegan en diciembre con la puntualidad del aguinaldo para postrarse agradecidos. Algunos proclaman que es su última mirada a la Patrona, la próxima será en el cielo porque ya pasaron de las 80 y tantos viajes. Lo cual no obstaculiza el paso vigoroso de un nonagenario que ingresa para santiguarse reverente ante el sagrario. Esos gigantes, de bordón y alpargate, se quedan tendidos en el piso de la basílica. Sus piernas inflamadas, por una extenuante caminata de varios días, atestiguan su deslumbrante devoción.

Los segundos tienen una característica inversa. Ellos han dejado pasar el presente para construir un futuro fugitivo. Son 70 años o más sin visitar a la Reina. Vinieron una vez, solo una, a principios de su puericia. Los trajines de la vida los alejaron de la Ciudad Promesa.

Hoy, ayudados por una fila de hijos maduros, vuelven al Pozo de la Virgen. La silla de ruedas, las muletas, los caminadores y el santo rosario concluyen la procesión. Jamás olvidaron a La Chinca. Su modo de llorar contagia porque la máquina del tiempo, los recuerdos, les ha permitió regresar al origen de sus devociones. María de Chiquinquirá, la Puerta del Cielo, los recibe con su cántico de acción de gracias: “…Auxilia a Israel su siervo acordándose de la misericordia como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abraham y sus descendencias por siempre…” (Lucas 1, 55- 56).

Sus rezos perfuman con sus tonos de la humildad. Pidieron y recibieron porque la fuerza del promesero no duda en volver a la Villa de los Milagros.

Detrás de los mayores viene otro segmento de personas movidas por la tradición del Evangelio. Corresponde este conjunto a los forasteros. Los protagonistas son los niños que fueron bautizados en Colombia y criados en naciones lejanas. Sobre la dimensión de los 50 años vuelven como foráneos. Quieren indagar sobre lo que oyeron de pequeños. Chiquinquirá, palabra casi impronunciable para algunos, tiene un acento de tierra muisca y un sabor de leña. Su claridad iluminó las latitudes de las noches nevadas junto al regazo de la abuela.

La nostalgia los invade y desean saber cada detalle sobre la celestial crónica del trapo de algodón, famoso desconocido. ¿A qué escuela pictórica pertenece?, ¿qué pincel europeo lo plasmó?, ¿qué técnica se usó?, ¿la iglesia es un museo?, ¿por qué se renovó? El cuestionario se prolonga en una serie de preguntas sin pausa y sin respuestas objetivas.

El idioma no ayuda, los traductores menos y la Internet los confunde con sus muchas versiones erróneas sobre el suceso.

El viajero nostálgico sonríe agobiado porque quiere desyerbar sus raíces de tantas distancias y sentimientos. La confusión de la emocionalidad surte un efecto crítico. La vendedora de escapularios le cuenta su retahíla de un fenómeno que no ocurrió (la aparición de la Virgen).

La acompañante le traduce sin comprender porque su alergia al catolicismo así lo impone. Y por último, el primo, el acompañante por interés decide zanjar la cuestión con la búsqueda urgente de un restaurante. La argumentación bromatológica sentencia: “Hay que probar lo típico de la región”.

El jefe de comedor le entrega, por pagar en dólares, un panfleto donde aparece la imagen mariana acompañada de un resumen de los sucesos ocurridos en 1586. Los retazos informativos se juntan como una mazamorra de datos. La chabacanería criolla, el paseo de olla, la aversión nacional por sus valores autóctonos y la ausencia institucional de país cierran el ciclo del absurdo.

La historia de Chiquinquirá ha muerto en su cuna. Al excursionista solo le queda perseverar en las ternuras de su infancia. La tesis familiar no miente.

El extranjero optó por andar solo, sin parientes ni asesores, y buscar, con su pobre y caótico español, algo de indicación veraz y oportuna entre la gente del común. La muralla de las condiciones impuestas por la indiferencia surge al ritmo del no servicio traducido en el reiterado: “No hay, no está y no se puede”. La norma severa acumula trabas contra el turismo.

Por obra y gracia de un aparato tecnológico escoge tomar fotografías de las casas bellas. Los trazos de las calles comienzan a coincidir con la imaginación. Los cuentos de la niñez suben de categoría en los anaqueles de la remembranza. Las narraciones de antaño eran ciertas porque estaban empapadas de hogar y juventud.

El modo urbanístico completa la articulación de la memoria. El centro histórico de la villa guarda las reliquias. La verbena es la artería vital. Su funcionamiento es certeza.

Las curaciones siguen cumpliendo con el mandato evangélico consignado en Mateo 10, 8. El gentío, que inunda los espacios, ciñe de tumulto a la urbe de María Santísima.

El turista entiende la complejidad enorme de sus preguntas. La contestación necesita una reflexión. La introspección es necesaria para poder discernir qué significa el verbo renovar desde la perspectiva del prodigio, el arte alfarero del Omnipotente.

Pasa las horas lejos del hotel. Quiere volver a revisar el por qué una pintura desteñida, oscura y sin muchos linajes de obra máxima puede congregar gentes de lugares tan distantes y dispares en su cultura como Sídney (Australia) y Somondoco (Boyacá).

El remolino de sus circunstancias afectivas le oprimen el pecho. Sabe que ese terruño le pertenece genéticamente. Es inmensamente feliz por la jaculatoria escrita en la pizarra de su existencia.

La Patrona, como la denominaba su nana, está de pie en su trono.  Mira delicada a su Jesús que desea reinar sobre un pueblo noble e inteligente, pero lleno de extranjerismos en su nacionalidad producto atávico de su pasado colonial.

Al finalizar la semana, pudo retratar las costumbres, pero no encontró la oficina de información, dedicada a patrocinar las correrías de los hijos pródigos. Ese ente no existe.

Chiquinquirá sigue siendo un vocablo difícil de pronunciar en Colombia.

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