Por Julio Ricardo
Castaño Rueda
Sociedad Mariológica
Colombiana
El 26 de diciembre de 1586, el Espíritu Santo agregó al vocabulario del
grupo lingüístico chibcha la palabra milagro después de renovar a una pintura
desteñida con la bendición de su prodigio.
El significado del desconocido vocablo rompería tradiciones y edificaría discernimiento
según el Evangelio de Cristo al revelar la existencia del Dios, Trino y Uno.
El misterio superior tuvo su apoyo en la figura materna de María
Santísima. Ella, la Inmaculada, en su condición de esclava del Señor cuya omnipotencia
es suplicante, repitió su fiat en un rincón del cacicazgo de Susa para encarnar
en una comunidad aborigen la revelación de la verdad.
El lienzo encendido por la luz del Altísimo alumbró las almas de los raizales.
La conversión de la teogonía a la fe católica fue la consecuencia del portento.
“Madre, mira que la Madre de Dios está en el suelo”, con esas palabras
Miguel, un niño mestizo hijo de la india Isabel de Turga, abrió el capítulo de
la gracia santificante para la tierra de los sacerdotes muiscas.
La contundencia de la restauración del tríptico pictórico creó la
advocación para los humildes y los desposeídos. La Virgen del Rosario,
acompañada por san Antonio y san Andrés apóstol, sembraría sobre el asombro perplejo
de un clan amerindio la semilla de la indulgencia divina.
La dinámica de la evangelización modificó su cátedra con una fórmula
radicalmente drástica en su expresión colectiva. El mensaje de salvación para los
hombres del Nuevo Mundo salió de una desvencijada capilla doctrinera hacia las
iglesias del Virreinato de la Nueva Granada.
El suceso increíble estremeció a las trochas de Boyacá. El miércoles 2 de diciembre de 1587,
los indígenas muiscas llevaron en procesión a Nuestra Señora del Rosario de
Chiquinquirá mientras recitaban el credo de los apóstoles.
La evidencia intachable anduvo
visible. El pueblo que estaba en tinieblas salió a evangelizar a sus patronos.
Los indígenas cargueros devolvieron la imagen renovada en Chiquinquirá a una
ciudad urbanizada a la española, Tunja.
Fueron ellos, los recién
convertidos a la fe por el bautismo, quienes les predicaron los diez
mandamientos a sus amos. El cumplimiento del decálogo liberó de la peste del
pecado, especialmente a los encomenderos.
Los funcionarios de la
Corona Española estaban manchados por la manía conquistadora de matar, robar,
mentir y fornicar. Todo en nombre de un rey que los envió a cristianizar a los
paganos de las Indias Orientales. La falacia avasallante de la dominación quedó
en un entredicho cultural que requirió de arrepentimiento y compostura por
parte de los colonizadores.
El alto clero, las autoridades
civiles y el notablato tunjano hicieron penitencias, confesiones, rogativas y
novenas porque la intercesión de María Santísima movió la misericordia de Dios.
Los estragos de la viruela cesaron.
El misterio
desencadenado en Chiquinquirá, cuya primera etapa fue la renovación de una
imagen siguió creciendo. En su segunda parte asombró al orbe católico español
del virreinato porque eran los despreciados indígenas los portadores indomables
de la prueba irrefutable.
María Santísima les
anunció, desde los hombros lacerados de los jeques, su mandamiento: “Hagan lo
que Él les diga (Juan 2, 5). El nuevo altar de la palabra lo edificó la
oralidad muisca. Las voces chibchas pasaron de la idolatría a la catequesis.
El cambio rotundo en la
conducta religiosa de los clanes locales generó una tercera etapa en la
construcción de la identidad mestiza. La devoción mariana entró a formar parte
de la historia y las pervivencias del hombre colombiano.
El relato chiquinquireño
no se quedó en la estricta e inquisidora documentación del siglo XVI. Su
comportamiento adquirió un modo de ser autóctono que se injertó en la
nacionalidad de la patria para seguir otorgando la merced sublime del favor
divino.
La Colombia de María,
después de 434 años de recibir el influjo maternal de la Rosa del Cielo, puede
diagramar una conducta antropológica repetida sin tregua en la conciencia
colectiva de una etnia plural que construye un país.
La razón del sentimiento
celestial no requiere para otorgar el don del favorecimiento el ser católico o
creyente. A veces solo basta un grito desesperado cuyo eco es la angustia del
agotamiento moral.
Según los testimonios
recopilados por el periódico Veritas,
entre otros documentos archivados en el neuma de la memoria ancestral, existe
un modelo verificable de la expresión del amor del Padre.
El hecho sobrenatural se
manifiesta de manera funcional en tres situaciones reales: la tribulación, la
enfermedad y el peligro.
La trilogía soporta
activa tres momentos específicos: la invocación, la espera y la mediación de
María.
El peticionario, al
obtener el favor, hace surgir una triada final: el agradecimiento, la romería y
el testimonio por escrito.
Las dudas y preguntas
del lector las resolverá gustosa Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá en
su casa, la Villa de los Milagros.
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