jueves, 11 de abril de 2013

Atrás, calumniadores



¡Ay del mundo a causa de los escándalos! Tiene que haber escándalos, pero, ¡ay del que causa el escándalo!" (Mt 18, 7)

Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Miembro de la Sociedad Mariológica Colombiana

La Iglesia católica soporta con estoico padecimiento el vocerío tumultuoso del poder mediático. “El yo acuso” de los sicofantas contra el pescador impone su moda perversa. Mancha hedionda, confusión prepagada.

Las sectas famélicas regurgitan juicios hipócritas. Los áulicos de la decadencia, azuzados por los guardaespaldas de la mentira, vociferan el libreto de la infamia. Los cismáticos, en sus cofradías tétricas, se postran delirantes ante la injuria. Allí, adoran al relativismo escéptico, radical y nihilista, su totémico ídolo. La exaltación de la premisa alcahueta es el sofisma perverso.

La etnia de Caín olvida que la Santa Iglesia católica está construida sobre la historia del escándalo sublime. El primer gestor de esa secuencia de hechos incompresibles fue Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios.

El Verbo hecho hombre escandalizó a los judíos de su tiempo cuando les enseñó: “…Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo les daré es mi carne, vida del mundo…” (Juan 6,51).

Mientras ese dogma estremecía las normas de una época donde el milagro era una realidad cotidiana, el carpintero de Belén subió al Gólgota para morir estremecido por la necesidad de perdonar.

Resucitó. Y el estrépito, la algarabía y el griterío del asombro le pertenecieron a la Iglesia edificada por Cristo sobre el hombre que lo negó, Pedro.


Los siglos de la era cristiana conoce la persecución. Es el pan nuestro de cada día. Son 2.000 años de honrosa bendición. Desde las ergástulas romanas hasta las cárceles comunistas de la China continental siempre hubo un apóstol dispuesto a ofrendar su vida por defender la verdad del Evangelio.

El anonimato de los mártires a nadie le incomoda porque no hay millonarias demandas económicas para usurpar en un festín de bandoleros. El poder feroz de los medios enmudece ante el silente esfuerzo del heroísmo evangelizador. No es cuestión de orden moral. Es la simple dictadura de las audiencias masificadas por una sintonía morbosa. Las cámaras hurgan en la indigencia humana para exhumar hechos protervos. Reciclan el mal para presentarlo vestido de bien. La denuncia, por mezquina venganza, mata a la inocencia.

Si la justicia terrena clama por las hogueras y los paredones contra los presbíteros criminales… Nadie los detendrá.

La Iglesia católica, a diferencia de otras instituciones, nada teme y nada oculta porque desde el principio caminó junto al signo de Judas y al rastro de sus desertores. La madre y maestra optó por buscar y amar a sus verdugos.

La Palabra, la tradición y el magisterio permanecen aferrados a su altar y su cruz. Hoy, en cualquier mazmorra de un régimen totalitario, hay un ministro y su breviario en profunda oración redentora para con sus perseguidores. El padrecito crucificado no renunciará a sus votos. El buen pastor dará su vida por sus ovejas. ¿Podrá otro mortal hacer lo mismo?

En síntesis, estas páginas se declaran culpables de confesar una fe donde se queman las vilezas de la culpa. Las voces de sus párrafos se levantan para interceder por un perdón eterno. Perdón para las almas de los religiosos que cometieron delitos de lesa humanidad. El Corazón de Jesús escribió, con la punta de una lanza, que la misericordia es el escándalo de Dios.

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