jueves, 4 de abril de 2013

Peregrinación del recuerdo




 “En las estribaciones de los cerros, al oriente de Santa Fe de Bogotá, desde mediados del Siglo XVIII, Nuestra Señora de la Peña recibe el férvido homenaje de los corazones piadosos, que encendidos en la eterna llama de la Fe, se encaminan a su romántico santuario a ofrendarle su amor y a demandarle gracias, consuelo y esperanza”.

            Al clarear la aurora de aquel inolvidable día, la tía Helena inició la movilización familiar, comenzando por la servidumbre.

            La vieja cocinera dejando escapar su protesta, apenas en un leve murmullo, abandonó el tibio lecho y tras muy somero arreglo personal, se movió en sus dominios al resplandor incierto del tembloroso candil.

            Los amplios canastos de gruesa trabazón gimieron al peso de las viandas que la mano diligente de la cocinera iba depositando en sus profundidades. Viandas diversas, cuya cuidadosa preparación embargó a la tía Helena los precedentes días.

            Nada faltaba de cuanto en aquel tiempo hacía las delicias en la sustanciosa multiplicidad de un “fiambre santafereño”, y mucho menos el aromoso chocolate preparado a conciencia en la “Factoría” del hogar.

            Después de revisarlo todo cuidadosamente, pasó mi tía a las habitaciones interiores con el fin de despertarnos. Pero, si bien, arropados aún bajo el amor de las frazadas, lejos estábamos de dormir. La perspectiva de un día de campo nos mantenía en vela, a la espera del momento feliz de emprender la marcha.

            Tras de múltiples idas y venidas, regaños, apresuramientos y recomen-daciones; asegurar de puertas, revisión de las jaulas de las mirlas, toches y azulejos cuyos trinos mañaneros eran el encanto de mis tías, se declaró perentoriamente que ya podíamos ir saliendo a la calle y esperar allí reunidos a los mayores y la solemne y cuidadosa ceremonia de echarle dos vueltas de llave a la respetable cerradura del portón.

            Llegados a la esquina de la próxima Iglesia, que era la de Santa Bárbara, hubo un breve consejo de familia; tan grave e importante como los que celebran los grandes generales, antes de iniciar una marcha victoriosa.

            La tía Helena con su tono habitual de dominio, indicó que debíamos tomar por el “camellón de Santa Bárbara” y subir por el Puente de Lesmes a buscar la Calle de la Fatiga y más tarde la cuesta del Cedro.

            Pero mi abuela —siempre precavida— hizo la observación muy justa, de que tomando ese camino soportaríamos los miasmas del río Manzanares y nos exponíamos a pescar un tabardillo mortal, tanto los chicos desayunados muy parcamente como los mayores que iban en ayunas.

            Era tan poderoso el argumento, que mi tía se calló para dejar paso a otras opiniones, no menos de diez, emitidas al tiempo y que modificaron el itinerario; y en tal virtud, continuamos nuestro viaje por el camellón para seguir por la calle de la Carrera.

            En llegando a ésta, luego de dejar atrás el Puente de San Agustín, los chiquillos resolvimos primero apurar el paso, después tomar un trotecito agotador para terminar en desaforada carrera de competencia.

            Las tías nos llamaron a grandes voces y obedeciéndolas paramos en la esquina del Chorro del Fiscal, y allí aguardamos el inevitable regaño.

            Al llegar el grupo de los mayores, oímos en silencio las esperadas reconvenciones; sólo mi primo Eduardo cuya fuerte personalidad de eterno contradictor comenzaba ya a destacarse, objetó:

—Pero abuelita, ¿acaso no es esta la Calle de la Carrera? ¿Y no la han llamado así porque en ella apostaban carreras de caballos?

•—Nada más lejos de la verdad —replicó mi tía-—. En primer lugar no debes responderle a los mayores cuando te reconvienen; y en segundo lugar, en esta calle nunca se han apostado carreras. Funcionó en ella, en tiempos coloniales la oficina de Correos, y en esa época le daban la denominación de “carrera” a cada línea o recorrido de la posta. Así pues, se decía “la carrera de Tunja” o la “carrera de Cartagena” para determinarlas; y las gentes decían: “Hoy llega la carrera del Norte”, por ejemplo, y los interesados se acercaban a la Oficina de la Carrera a reclamar su correspondencia; y ahora —continuó— muchachos alborotados, vayan despacio, sin adelantarse mucho o nos volvemos para la casa.

            Después de esta erudita explicación y del tono severo de la tía, y ante el temor de ver frustradas nuestras esperanzas de paseo con el consiguiente almuerzo campestre, callamos y seguimos humildemente al paso del grupo de las señoras.

            Subimos por la Calle del Fiscal y al llegar a la esquina que forma la casa que fue de los señores Lozanos, marqueses de San Jorge, nos detuvimos, pues este era el lugar de cita con otro peregrino.

            He dicho otro peregrino, y he olvidado referir que el viaje emprendido a tan temprana hora, tras de tan prolijos preparativos tenía como objetivo principal el de cumplir una promesa, que por mi salud, había hecho mi abuelita a la Santa Virgen de la Peña, promesa que consistía en oír la Misa y comulgar las personas mayores y a mí presentarme ante la Divina Madre en acción de gracias.

            Yo no había subido nunca a la Peña, pero conocía de oídas sus maravillas por los relatos hogareños, y sabía también, que era un sitio ideal de misterio y aventura, pródigo en musgo para el pesebre navideño.

            Aquellos relatos y el musgo de navidad, habían despertado en mi infantil imaginación el ardiente deseo de conocer esas fantásticas regiones, en mi sueño parecidas al pesebre, con sus rocas musgosas, con diamantinas cascadas y ramajes fecundos en uvas de anís y en muchas otras ricuras silvestres al alcance de las ávidas manos de los devotos exploradores.

            ¿Cómo, ante aquella perspectiva de ensueño, iba yo a quedarme dormido en ese inolvidable amanecer? De ahí que al llamamiento de la tía Helena respondiera con un salto apresurado del lecho para no correr el más leve peligro de quedarme olvidado cuando partiera la alegre caravana de romeros.

            Momentos después, sofocado en su afán de exactitud, llegó el esperado peregrino. Era éste el doctor Plata, abogado ilustre, historiador de nota, representado físicamente por una humanidad obesa y cuarentona, cuyas patillas canecientes me inspiraron siempre un respeto profundo.

            Portaba un atuendo apropiado a las circunstancias y de acuerdo con la época: botas amarillas de cuero de soche, ruana sogamoseña, sombrero de jipijapa, pañuelo de cuadros para abrigar la garganta y reemplazar al ausente “cuello de pajarita”. Efusivo en su habitual seriedad, saludó cordial a las tías y demás personas de edad y a nosotros nos concedió una vaga sonrisa.

            La ciudad comenzaba su lento despertar. Tal cual fámula soñolienta aún cruzaba la calle en busca de las provisiones mañaneras. Perezosos canes nos miraban desconfiados, “desde el umbral de la polvosa puerta” que les había servido de refugio nocturno en el desamparo de su vida errante.

            Subíamos lentamente, acomodando el paso a la fatiga de la abuelita y de las viejas tías.

            Las muchachas del grupo, sonrosadas por el ejercicio, charlaban entre sí animadamente. Nosotros —los chiquillos— observábamos con curioso asombro el paisaje agreste que se presentaba a nuestros ojos; y el primo Eduardo, —en tanto— seguía con hipnótica mirada el raudo vuelo de los “copetones” mientras que, a hurtadillas tensionaba los cauchos de su “flecha”, aparato mortífero, perseguido sin descanso en las requisas de mi tía Helena en los abultados bolsillos del muchacho, afortunado propietario de “bolas”, trompos y caucheras.
            La empinada calle de empedrado desigual, entre cuyos intersticios crecía holgadamente la hierba, fue quedando atrás, y entramos en un camino estrecho, bordeado por paredones de tierra pisada, que deslindaban modestas propiedades. Modestas sí, en cuanto a sus construcciones pajizas y humildes, pero para nuestra avidez, ricas y tentadoras, pues eran huertos casi silvestres en donde entre matas de doradas uchuvas, erguían sus ramajes frondosos cerezos y ciruelos cargados de rojizos frutos.

            Eduardo nos refirió —en tono muy confidencial— que en varias ocasiones había subido a aquellos parajes, con otros truhanes de su edad —y habían conseguido, por algunas monedas de a cuartillo— el inefable derecho a trepar a un cerezo de aquellos, y hartarse con sus frutos de rubí.

            A medida que ascendíamos ya por sitios más escarpados y solitarios, la fatiga nos fue silenciando. Se hicieron descansos para que las señoras de edad calmaran su palpitante corazón; y también para que la servidumbre reposara en el suelo los henchidos y prometedores canastos del fiambre.

            Al final del fatigoso sendero, se presentó a nuestra vista la iglesita de la Peña, meta de nuestro viaje.

            En la espadaña, una campanita se agitaba, difundiendo en la paz de los montes el llamamiento de la piedad. La misa de seis, la primera y única del día, se celebraría dentro de poco. Apenas llegábamos a tiempo.

            Madre —preguntó alguna de las niñas— ¿es cierto que aquí se apareció la Santísima Virgen?

            No hija —respondió la madre, que era una de mis tías— fue un poco más arriba, según creo... Pero, el doctor Plata, conoce muy bien la historia y tendrá la bondad de referirnos cómo se efectuó el prodigio.

            El aludido, acomodó su fatigada humanidad en una gran piedra en el claro que enfrenta la iglesita; encendió calmadamente un cigarro, y cuando el último chiquillo había hecho silencio, comenzó con tono pausado y grave:

            En realidad, como bien dice mi señora Dolores, los sucesos extraordinarios que forman el milagro, tuvieron su origen en un lugar más elevado de esta pintoresca montaña. Pueden observarlo desde aquí... Fue allá en donde se eleva esa hermosa Cruz...

            Seguimos el ademán del erudito caballero y vimos la Cruz enhiesta en la montaña, abriendo sus brazos en eterno símbolo de misericordia.

            Hacia el año de 1685 —prosiguió el narrador— andaba por estos riscos un tal Bernardino de León, hombre de empresa y ducho en la búsqueda de tesoros indígenas... El señuelo eterno que embrujó a los españoles... Por algo afirmó un historiador en frase lapidaria “que la conquista de América había sido una empresa de codicia...”

            Se cuenta también, que por aquellos tiempos, huyendo de la justicia, un soldado español que en una reyerta había dado muerte o herido a otro, se refugió en estas soledades. Al caer la noche y comenzar una persistente llovizna el hombre pensó refugiarse en alguna de tantas cuevas que se dice hay en las faldas del cerro de Guadalupe, que era por donde andaba el prófugo.

            A la luz de un relámpago se presentó a su vista una oquedad, suficiente para dar paso a un hombre. El soldado penetró al interior... y allí tropezó con un cuerpo metálico...

            La leyenda no dice si para distinguir lo que era se valió de la yesca que seguramente formaría parte de su equipo de viajero, o si la luz de los relámpagos de aquella noche tempestuosa le fue propicia. Lo cierto es, que el hombre pudo establecer que tenía ante sí una figura que representaba un venado de tamaño natural, elaborado en oro...

            Allí pasó la noche, posiblemente soñando despierto con las maravillas que podría hacer, con el valor de aquel tesoro...

            Al amanecer sintió voces no muy distantes del lugar en que se hallaba y pensando fueran las de sus perseguidores, salió de la cueva, tapó la boca de la misma con helechos y ramas tupidas; clavó su espada en tierra hasta la empuñadura y trazó sobre el pomo de aquella una línea imaginaria cuyo punto opuesto era la torre de la iglesia de la Orden Tercera, calle de por medio del convento de San Francisco; y luego, se internó, aún más arriba, buscando espesos boscajes que en la época no faltaban en las faldas de los cerros.

            La leyenda concluye, que pasado un cierto tiempo, una vez arreglados sus asuntos con la justicia, el hombre volvió al mismo paraje, pero ya no pudo dar con la cueva, ni con ninguna de las señales que dejó, ni la línea imaginaria le dio la clave.

            Como refiriera el asunto a varios vecinos de Santa Fe, algunos iniciaron la búsqueda del famoso Venado de Oro, sin resultado alguno... De modo pues, —terminó el narrador— que aún debe de hallarse a la espera de un explorador afortunado

Y la Virgen —insistió alguno— ¿cómo fue hallada?

            En verdad —continuó el doctor Plata— que estábamos tratando de la exploración de Bernardina de León. Pues bien... en las andanzas en que estaba cayó la noche... El hombre temeroso de rodar en algún precipicio resolvió pasar la noche en el mismo paraje.

            Hizo una buena cama de helechos que el cansancio le hizo encontrar mullida y se durmió... Al filo de medía noche despertó y sobrecogido, vio sobre una peña cercana al sitio en donde se encontraba, un resplandor intenso...

            El hombre experimentó un terror intenso... Como eran tan frecuentes en esa época las historias de duendes y aparecidos, el de León temió habérselas con el Maligno y comenzó a rezar fervorosamente... La oración calmó su angustia y resolvió acercarse paso a paso al resplandor...

            ¡Cuál sería su asombro y su emoción al ver que la luz circundaba tres imágenes en grupo que representaban a Nuestra Señora con el Niño en brazos; junto el patriarca san José en ademán de ofrecer una hermosa fruta al Divino Infante, y al lado, un ángel sosteniendo en sus manos una esplendorosa custodia!

            Ave María Purísima —exclamó la tía Helena— santiguándose con toda unción. Qué suceso tan maravilloso Bernardino —continuó el narrador— pasó la noche en oración; y con la primera luz del alba, corrió peñas abajo para la ciudad y puso en conocimiento de las Dignidades de la Iglesia el acontecimiento.

            La noticia trascendió rápidamente en el reducido vecindario santafereño, Y ya al mediar el día se organizó una gran caravana que integraban sacerdotes, caballeros de importancia y fieles de toda condición que, conducidos por el de León, llegaron al lugar del prodigio y de hinojos, entre cánticos sublimes, adoraron de hinojos el grupo divino tallado en la misma roca, haciendo un solo cuerpo con ella.

            Se recogieron donaciones de ricos y pobres, y al poco tiempo se inició la construcción de un modesto templo, más bien una ermita, que pronto cubría la roca del milagro, pero años más tarde, esa construcción casi improvisada comenzó a deteriorarse. Otra, que reemplazó a la primitiva tampoco tuvo mucha duración.

            Para el año de 1716, esto es unos treinta años después de la portentosa aparición, se resolvió, en busca de terreno más firme y de más fácil acceso, construir una nueva iglesita y que es esta, que tienen ustedes al frente.

            ¿Y cómo pudieron desprender las santas imágenes de la roca? inquirió alguno.

            De tan delicada labor, se encargó un piadoso cantero, que gozaba fama de ser el más hábil de la ciudad. Este artífice, pues como tal era considerado, trabajó con mucho cuidado y devoción, y así, un tiempo después en romería solemnísima el bloque de roca en que Dios Nuestro Señor quiso dejarnos la señal de su gloria, fue conducido hasta aquí y es fama, que la piedra se aligeró y los hombres que la portaron no hicieron mayor esfuerzo.

            Desde entonces —concluyó el narrador— éste ha sido un santuario de piedad y de amor para los santafereños. Oidores engolados, caballeros de capa y espada, damas de encumbrado linaje al par que humildes campesinos y gentes de toda fortuna y condición, han emprendido el mismo recorrido que hoy hemos hecho nosotros, llenos de fe para venir a rendir el férvido homenaje de sus corazones a la Madre de Dios; y como ustedes ven, en la época en que nos hallamos, para finalizar el siglo XIX, continúa la incesante romería y Nuestra Señora de la Peña santifica, como en pasados siglos, esta agreste soledad con la luz del portento.

            Abuelita —terció con cierta impertinencia el primo Eduardo— ¿Quién tallaría las imágenes en la roca?

            —Pues los propios ángeles —muchacho preguntón— ¿Quiénes otros podrían ser?

Los ángeles de Nuestro Señor que saben de todo y todo lo pueden. Ellos fueron... Así sucedió y así debemos creerlo... Ave María Purísima como si pudiera dudarse.

            El recogimiento de la fe, pasó como una leve brisa sobre nuestras almas.

            La campana de la espadaña vibraba ya su último llamamiento y se despetalaban sus voces argentinas en el silencio de la mañana luminosa.

            Era la hora de la Misa, y entramos con humilde recogimiento a la paz del templo casi desierto.

            Nos hincamos todos de rodillas al pie del altar... Allí están Nuestra Señora, el Divino Niño, san José y el ángel... Allí están hace tres siglos.

            Las imágenes han sido artísticamente coloreadas pero son las mismas que al mediar de una noche serena, cuajada de estrellas y en el silencio profundo de los montes, tallaron los ángeles del Señor, con sus buriles de diamante.

            Dios te Salve María, llena eres de gracia —Dios te Salve Nuestra Señora de la Peña— Dios conserve en el alma de los hombres la luz indeficiente de la fe... Dios te Salve María...

            El sortilegio de la suave penumbra; la dulce monotonía de los rezos pronunciados a media voz; el perfume indefinible del incienso y la elación profunda en que he sumergido mi espíritu en la evocación del milagro, me han transportado a tiempos pretéritos pero que actualizaron, en este momento, el amor y el recuerdo.

            Al volver la mirada y buscar a mi lado a los peregrinos de esa inolvidable mañana, no los encuentro...

            ¿En dónde está la abuelita que me llevó de la mano hasta el pie del altar?

            ¿Dónde la tía Helena, quien después de la misa y cuando salimos al campo que circunda la Iglesita nos hizo recoger leña y hojarasca para encender la fogata en que se preparó el riquísimo chocolate que acompañó a las viandas que guardaban los henchidos canastos?

            ¿Cuándo huyeron las horas de aquel día, pleno de sol y de alegría sencilla, que pasamos trepando breñas arriba en busca de uvas de anís?

            ¿Dónde, el eco de las románticas canciones que entonaron las niñas, cuando ya al caer de la tarde, emprendimos el lento regreso a la ciudad?

¿Dónde, el erudito y piadoso narrador de la extraordinaria historia de Nuestra Señora y de los ángeles benditos?

            No están hoy a mi lado... Moran hace muchos, muchos años en la región de los elegidos del Señor... Fueron almas nobles, sencillas y piadosas que nos precedieron en la señal de la fe.

            Me encuentro pues, en otro tiempo... Media ya el siglo XX... Han pasado muchos años, pero la Iglesita no ha cambiado, y todavía reinan a su alrededor el silencio y la paz, y la fe que enciende mi corazón es la misma que iluminó el sendero de los peregrinos... en aquel día del viejo Santa Fe.

            Los peregrinos que he evocado, los de aquella mañana del mil ochocientos, fueron mis abuelos y los amigos de mis abuelos... Yo he reconstruido con amor y respeto la reseña de esa hermosa mañana azul, plena de sol y de santa alegría.

            La he reconstruido sobre los relatos de las veladas familiares, pues he conocido a través de la leyenda hogareña y en la imagen de retratos que el tiempo empalideció a los que formaron el grupo piadoso y amable...

            Yo sé, por el milagro de la fe y del amor, que ellos están cerca de mí, en esta mañana también luminosa y espléndida en que mi corazón rinde el mismo homenaje que ellos le rindieron, a la misma Señora de la Piedra, al Divino Niño, a nuestro padre señor san José y al ángel de argentados plumones que, con otros artífices de Dios, cruzó el espacio en la callada noche del milagro.

Edgar E. Escallón

Trabajo premiado en el Concurso del III Congreso Mariano Nacional, 1954.

Tomado de la revista Regina Mundi

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