miércoles, 27 de marzo de 2013

Reflexión sobre el significado del sábado santo y la presencia de María en nuestra fe



María Lucía Jiménez de Zitzman.


Ninguna época de la historia de la humanidad ha sido capaz de agotar la inabarcable riqueza de Cristo, ni ha logrado captar, como nos dice san Pablo, en su carta a los Efesios, “la anchura y la longitud, la altura y la profundidad de Cristo..., de su amor que sobrepasa todo conocimiento” (Ef 3, 18 ss).

Sin embargo, partiendo del momento presente de la historia del mundo, podemos alcanzar en la fe un conocimiento mayor del Señor, enriquecido por estos 2.000 años de historia, a lo largo de los cuales tantos hombres han iluminado el sentido de sus vidas, en su presencia siempre distinta y nueva para cada uno de los que lo acogen. El hoy seguirá siendo siempre un punto tangencial entre el ayer y el mañana, entre el pasado y el futuro. Precisamente, el Misterio Pascual que en estos días celebramos nos enseña a vivir a Cristo hoy, compendio del pasado y del futuro, porque Él es, citando el libro del Apocalipsis, “el alfa y el omega, el principio y el fin, el primero y el último” (Ap 22, 13). El mensaje de Jesucristo alcanza una comprensión en el hoy de cada momento, porque Él está presente en todo tiempo y su presencia se hace vida en nosotros, proyectándonos su luz.

Esta noche pretendemos aproximarnos a la esencia misma de nuestra fe, al misterio pascual, donde conmemoramos el misterio del amor absoluto de un Dios que en Jesús de Nazaret sale a nuestro encuentro, dándole a nuestra vida y a la historia de todos los tiempos su más pleno sentido.

En la historia de la salvación, tanto del antiguo, como del Nuevo Testamento, encontramos una revelación divina que se realiza y concreta en experiencias humanas. Para poder hoy conocer dicha revelación, se hace necesario acercarnos a ella teniendo en cuenta nuestras experiencias actuales, interpretándolas a la luz de la fe, y permitiendo que la vida divina que cristo nos transmite desde esa cruz, que se convierte por la resurrección, en su trono de gloria, suceda dentro de nuestra propia realidad como fuerza dinamizadora del verdadero sentido que como creyentes debemos darle a nuestra propia existencia.

Mientras Jesús vivió nuestra historia terrena, la revelación acerca de la salvación ofrecida por Dios al hombre en la persona de su hijo, era naturalmente “incompleta”. La afirmación de la identidad del Señor supone la visión sobre la totalidad de la vida de Jesús, y antes de su muerte y resurrección esta apreciación era totalmente imposible. Con la muerte violenta de Jesús y su resurrección de entre los muertos es cuando realmente comienza nuestra fe, nace la Iglesia. Los testigos del resucitado comprenden que ese Jesús que predicó entre ellos el reino de Dios es el mismo Señor, el Cristo que vive para siempre en unión con el Padre.

La historia de los creyentes se incorpora entonces a la historia del Señor Jesús, sus vidas se alimentan de la suya, y en la huella que los primeros testigos del resucitado han dejado en la historia, nosotros hoy, podemos seguir la verdadera huella de Jesús. Dios ha identificado su reino con el crucificado que vive y su vida es el sentido y el alimento del cristianismo hoy.

Estas apreciaciones se hacen necesarias antes de fijarnos en el momento que nos ocupa. Hoy, sábado santo día de soledad y de tristeza, pero también de esperanza, alegría y confianza plena en el amor divino, porque cristo nos ha entregado la gloria y la vida y con ellas nos ha dejado la más preciosa herencia su madre, que ahora es también la nuestra.

Vamos entonces, a contemplar hoy, a Jesucristo y a María desde la perspectiva del evangelio de san Juan. Este testigo del Señor quiere mostrarnos la unidad profunda que existe entre Cristo y María no sólo como personas que se aman sino desde el punto de vista de la misión que desempeñan dentro de la historia de la salvación.

Esta incorporación de María a la historia salvífica no solamente debe ser vista en la escena de la crucifixión donde culmina, sino unida a la fiesta de bodas donde se inaugura.

San Juan ha querido captar a la “Madre de Jesús” en estas dos escenas profundamente significativas: en la fiesta de Bodas de Caná y en las bodas del calvario donde el “Rey del Cielo quiso celebrar las bodas de su Hijo con la humanidad”. En ambos momentos está María unida a Jesús como madre y como discípula, como mujer y como testigo creyente. Hoy, después de dos mil años sigue mostrándonos que Jesucristo con su vida, muerte y resurrección nos ha incorporado a la vida divina.

Vamos a tratar de vivir con ellos esta experiencia de la cual Juan nos ha permitido participar:


Las Bodas de Caná

Estamos en Caná, se celebra una boda. La madre de Jesús está allí, Jesús y sus discípulos también están invitados...

Esto ocurre en Caná de Galilea, en la Galilea de los gentiles, no en Jerusalén, no en el templo. Es un ambiente eminentemente laical, en medio del cual se celebra la fiesta.

Fiesta de bodas, de celebración y de alegría, es allí donde Jesús junto a su madre va a inaugurar su misión. Misión que actualiza el amor de Dios por los hombres y realiza en ellos la salvación. Por eso, esto ocurre en una fiesta, y una fiesta de bodas, puesto que el lenguaje nupcial ha sido el escogido para significar, a lo largo de toda la historia salvífica, el amor divino por la humanidad.

Observemos a Jesús junto a su madre... y contemplemos esta primera escena unida estrechamente con la otra, la del calvario, allí también estará ella, de pie junto a la cruz unida al hijo de su corazón, hijo suyo es verdad, pero también su maestro, hijo de Dios, que exige desde su entrega que el hombre realice el destino para el cual fue creado.

Desde la fiesta de bodas y desde el calvario está enseñando Jesús a María y en ella a toda la humanidad el significado de su ministerio, el camino de su misión. Aquí y allí, María renueva y actualiza el fiat que ya había dado a Dios en el momento de la concepción de su hijo. Ella, ahora, también en silencio, “guarda todas estas cosas meditándolas en su corazón”.

“al tercer día”...  puntualiza san Juan, señalándonos la pascua, la manifestación definitiva de la gloria y la divinidad de Jesús.

Volvamos a Caná:

Es una fiesta, y en la fiesta hay vino. En aquel tiempo la celebración de un matrimonio duraba varios días y el vino debía ser abundante, sobretodo si la novia era virgen. En aquella fiesta el vino se agotó. María se entera del problema y advierte de el a Jesús: “se les acabó el vino”. Ella comunica a Jesús el problema, no pide nada, quizás espera una ayuda para aquellos amigos, pero jamás insinúa un milagro.

La respuesta controvertida de Jesús tiene un profundo significado: “mujer, qué a ti y a mí ?... todavía no ha llegado mi hora”.

No la llama Imma “madre mía” como se decía en arameo. La llama mujer, y la une a Él. “tú y yo”.

Nunca debemos pensar que se trata de una respuesta excluyente, al contrario, Jesús la vincula profundamente al acontecer definitivo de Dios sucediendo en Él, manifestando su gloria en aquellas bodas donde María unida a Él colabora humilde, llena de amor y confianza para que la obra se realice.

En la cruz, otra vez, la llamará de la misma manera; “mujer”, asociándola con Eva, madre de los vivientes. Esa va a ser su misión, María nueva Eva, unida al nuevo Adán. Ella intercede y alcanza. Ella en la nueva creación realiza la función fundamental del discípulo, la fe.

Las bodas simbolizan el sacramento de la unidad entre Dios y la humanidad.

“No ha llegado mi hora”, continúa Jesús. Para Juan la cruz es el triunfo y la gloria. Allí, en esa cruz del dolor del anonadamiento más total es donde se manifestará la gloria definitiva de Dios. Esa es la hora de Jesús, allí comprenderemos el sentido pleno de la misión de cristo y el sentido pleno de la misión de María.

La actitud de María revela su confianza sin límites en el corazón de su hijo y al mismo tiempo señala el camino del discípulo de todos los tiempos: “haced lo que Él os diga”. Ella no conoce los planes de Jesús, pero nos enseña a estar disponibles para hacer realidad en nosotros su voluntad, la cual dará siempre, como resultado en nosotros, la construcción y la alegría que nos conducirá a nuestra máxima realización.

Jesús supera con creces cualquier expectativa, la Virgen pone su confianza en Él, y Él le responde con una generosidad inimaginable. Hace llenar las tinajas de las purificaciones de agua, tinajas que significaban la antigua ley, y convierte el agua en vino. Vino que simboliza el amor nuevo y la nueva alegría. El vino que Jesús da significa por tanto, la relación de amor entre Dios y el hombre que se establece en la nueva alianza.

Esta escena, nos anuncia otra, la del calvario donde alcanzará su más pleno sentido. En la cruz se manifestará el amor extremo y se ofrecerá a todos el espíritu divino que generará la nueva creación.


El calvario

Aquí también se encuentra María, de pie junto a la cruz. Su hijo aquí otra vez la llama: “mujer...” María ahora, en medio del más desgarrador de los dolores comprende tantas cosas...

Comprende lo que Jesús quiere decirle y acepta todo en el silencio elocuente de su fe.

Esta noche de sábado, vísperas de la resurrección, a María le parece escuchar lo que Jesús quiso decirle antes de morir. “Madre, te amo como lo que verdaderamente eres, la criatura perfecta, humilde y sabia disponible siempre para que la realidad divina de mi padre acontezca en ti. Te has hecho, como yo, vacío para Dios, y por eso como yo, debes entregarlo. Tu maternidad divina no se agota en el lazo biológico y sentimental que nos une. Estás unida a mí porque eres la primera bienaventurada, tú has escuchado mi palabra y la has puesto en práctica. Es verdad, mi padre te ha creado para ser madre, pero no solo mía, sino en mí, tú, mi primera discípula y creyente, serás la madre de todos aquellos que desde hoy seguirán fielmente mi huella. Hijos míos y también hijos tuyos, representados por aquel que fiel a mí, te acogerá en su casa. Serás el corazón y la madre de esta nueva creación que hoy nace, de aquellos hombres, mujeres y niños que fieles en la fe recibirán la vida verdadera que yo les comunico, y que en medio de la diversidad de razas y naciones, culturas y lenguas proclamarán mi mensaje y serán un solo corazón y una sola alma, llegarán a ser signos de la vida divina de la cual serán sus portadores. De esos hijos serás madre, y los amarás a ellos como me has amado a mí”.

Esta es la misión de la Virgen María. Ella ha creído antes de que los demás crean, su vida en este mundo fue una vida de fe. Ella testigo y apóstol, representa el deber ser del cristiano en todos los tiempos y el papel de la mujer dentro de esta nueva comunidad que nace en la cruz gloriosa, del corazón de su hijo. En la iglesia la mujer será el corazón, de la misma manera, que la Madre de Jesús ha sido el corazón de su hogar en la tierra y lo sigue siendo también en el cielo.

Tomado de la revista Regina Mundi.

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