jueves, 22 de agosto de 2013

¡Santa Virgen, las carlestolendas!



“Verdadero retrato de las Ymagenes de Jesus y María y Josep, caminante de Velem a la villa de Jerusalem a presentar al Niño Dios en el Templo. Se benera en la Hermita de la Peña. Las vio  Bernardino  de León en la cumbre  de uno de los  serros que están  al sud de esta ciudad  de Santa fe  Bogotá en el nuevo Reino de Granada, delineadas en una  grande piedra, entre los arboles llenas de extraordinarios resplandores rodeadas de Angueles y Zerafines, San Miguel con la custodia y San Gabriel  y San Raphael; el dia primero de Agosto del año  de Nuestro Señor 1686.

Se trasladaron al sitio  donde  están  el primero de diciembre  de 1716. Las pintó Pedro Josep Figueroa a devoción del presbítero D.D. Johan Agustín Matallana.    Año  1817.”

En este paisaje de pesebre monumental, la ermita de La Peña diminuta y blanca  corona de devociones  y reminiscencias  las más salada joroba de Guadalupe. Cándido el cielo, azul, como para un poema. Arriba, la serranía  trajinada de veredas y senderillos. Hacia  abajo, la ciudad muy  chiquitina, envuelta en un manto de humos  emanaciones  y tufos pestilentes. Cuatro caminos serranos, que  en sus baldosas de piedra enseñan la entraña colonial y propician el tardo andar de los jumentos, conducen a la ermita. Son algo así  como la prolongación de las calles altas. Unas cintas de fiesta, que se prenden a la ciudad  y le transmiten, donosamente, la alegría de los carnavales, que arriba bullen.

Asoma  la cuaresma en la ventanuca del año recién nacido perfil de vieja mojigata y rezandera. Viene tocada de una cofia de penitencias y golpes de pecho. Es la estampa de lo trascendental, de la muerte  y de la vida de la carcajada  y del llanto. Y escoge  de toda la ciudad, la plazolita de la Peña, para danzar primero una danza loca de alegrías y luego cubrirse de Cenizas la frente  en memoria de la eterna mutabilidad. Desde el domingo la pobre vieja danza. Comenzó  con un repiqueteo de candores cuyo eco  materno se regó sobre la ciudad adormecida en el alba. Siguió con una tronamenta de cohetes y polvorines, que bombardeo  el cielo  y que ocasionó la fuga de los tiernos angelitos. Y, ahora, todo es bullicio. Danza como una peonza, borracha  de amores y promesas, danza llena de flores  y perfumes, danza en la serranía  y en los barrios. Una abigarrada multitud de gentes simples  y comunes les ve danzar y se encarama en la loma y se embriaga y vocifera y cumple promesas  y oraciones. El encanto de las carnestolendas, carnaval de La Peña, que flota  en el  recuerdo de la  antigua  ciudad.

La Virgen de la Peña, ella, el Niño  Dios, San José y el Arcángel San Miguel con una custodia en las manos nació, un buen día de la colonia, en apartado y desconocido paraje del cerro de Guadalupe.  Vióla por primera vez don Bernardino de León, hombre devoto y cristiano  y muy católico, dueño y señor de aquellas comarcas  en calidad de encomendero. Estaba la Virgen  con su celestial  esposo y divino Infante dibujada claramente, sobre  un gran  bloque  de piedra caliza. Era una señora  morenita sencilla y sonriente. Ella y San José y San Gabriel  y San Miguel  y San Rafael los arcángeles, vestían  unas ropas de color  de piedra natural  y unas corroscas  de aquellas  que usaban los indios del páramo.

La noticia de semejante portento difundiéndose rápidamente. El señor arzobispo pretendió, en defensa de los fueros  de la religión, que  el bloque  de piedra, con la Santa Madre  y sus acompañantes, fuese trasladado a la ermita de Egipto. Pero don Bernardino de León, el propietario de la Virgen de los Arcángeles, de San José y del Niño, protestó con energía y se negó enfáticamente  a acceder  a los arzobispales deseos. Entretanto  la imagen  recibía  culto de todos  los habitantes  del páramo, que hallaban en la Virgen de la Peña  consuelo tan especial  benigno que a pocos años todos la habían hecho su patrona. Adoraban en ella la tierra, el monte, la piedra  y la cal, la ilusión de la patria, el recuerdo  de sus días  de gloria  la esencia  misma  de su existencia, empotrada  en el  monte, como una protesta del buen Dios contra el monopolio que los españoles  ejercían  sobre la religión, las devociones y los milagros.

Poco  después, el señor León ordenó de su peculio la construcción de la ermita, que aún existe. Ignórase quién hizo los planos del templo, y cómo si por milagro o arte humano, pudo bajarse del cerro  el enorme  bloque  de piedra en que  las imágenes  dibújanse, hasta el sitio  donde hoy  se veneran. Lo cierto es que un artista  fue encargado de darles forma  y que este señor , bien intencionado pero escaso de talento, talló las toscas figuras de San  Miguel  la Virgen, el Niño y san José, desechando las de los arcángeles Gabriel y Rafael que a ellas estaban unidas.

Con la erección de la ermita, cobró vitalidad la devoción de las Santas Imágenes .Intervino el capítulo metropolitano. Erigióse una capellanía especial y el papa Benedicto XIV, en Bula Solemne, creó la Archicofradía de Nuestra Señora de La Peña .Fueron nombrados miembros de ella los  más destacados  cristianos  personajes de la Peña. Hubiéronse de resignar  los indios  a dejar que su santa patrona ocupase el trono que los españoles le cediera. Don José  Figueroa, le pintó faldas y túnicas a la Virgen y a San José. Y enemigo de la indumentaria autóctona, recortó las corroscas  que todas las imágenes lucían y en cambio les colocó unas tremendas  coronas y aureolas  llenas de pedrería y reflejos.

Desde entonces, a mediados  de febrero, los indios  del páramo  tuvieron costumbre bajar a la ermita. Llegaban  en caravanas  majas  y adornadas, montados  en sus borricos y mulas. Los varones  con la montera  y la zurriaga. Las hembras  encasquetadas  hasta las cejas  la corrosca. La mantilla de frisa, nueva limpia y las enaguas  amplias  y almidonadas, que producían un pernicioso traqueteo de intimidades.
Con la población de las lomas, la fiesta de la Peña que fuera manifestación estricta de la devoción de los indios, tomo proporciones mayores. Hoy  abarca  todos los barrios  de arriba. Egipto, Belén, La Peña, El Guavio, la reclaman  y la hacen suya. Y de las barriadas  de abajo, también  acuden las gentes  que se fueron resbalando por el cerro de generación en generación, hasta estabilizarse  definitivamente en la Sabana.

Por la alegría de los caminos  torcidos al sol como cortezas  vegetales  bullen  los romeros, en grupos ingenuos y reidores. Esta la señora de mantilla y lutos  anciana ya, cuyos zapatos desvencijados parece que pretendieran morder a la tierra, con las dos hijas  chiquitas desarrapadas. Los brazos exangües. Los ojillos traviesos y confusos. De negro  las dos, van bendiciendo  las baldosas con el martirio de los pies desnudos. Viniéronse muy de mañanita del apartamento que tienen en la vecindad, con unas cuantas pastillas de chocolate, algunos centavos y cinco devotas  novenas. Van a cumplir  voto a la Virgen. Al entrar a la ermita, la vieja señora extiende  los brazos en cruz y con una vocecilla  que es un sollozo, comienza a masticar oraciones, tan emocionada  y tan hondamente  contrita que no alcanza a notar  como la mantilla se mancha  con dos grandes  lagrimones  que le juguetearon entre las arrugas del rostro.
Vése también la pareja enamorada. El de paño con una corbata flagrante color revolucionario. Casi impedido de andar por la impiadosa escasez de los zapatos nuevos. Calzados todos los dientes  de oro y en la solapa una flor de tallos ariscos. Ella, modistilla ingenua apenas alcanzó a embadurnarse las mejillas  frescas  con el cosmético ruborizado. Viste un trajecillo de fino olán y de primores. Del cuello  le pende  y le cae sobre el seno  incitando  al pecado una medalla santa. Van tropezando venturas y emociones  dichosas.  Se hablan sin mover los labios, apenas con los ojos que retratan azorados  la estampa  de los fallidos deseos. Al llegar  a la ermita  únense  más. Tómanse de las manos y  recitan  los dos  una oración  que sube al cielo donde Dios  la recibe  y la devuelve para que encalle en un beso.
***
Este  pordiosero aquí sentado sobre la tierra limpia  cegada  la pupila, las piernas  llagas y la sonrisa  idiota extiende una mano carcomida  y puerca “una limosna por amor de Dios al cieguito”
Su voz ancha, profunda y miserable  parece  que le rasgara el pecho  y le enterrara  en las entrañas  una puñaleta de rencores. Cuando la mano  no se frunce bajo la pesadumbre  de la moneda  de níquel, la boca en silencio, masculla maldiciones y blasfemias. Parece que la muerta pupila quisiera asesinar la imagen  de quien negó la limosna. Pero a los pocos instantes apenas percibe que viene otro romero, extiende otra vez la mano y enseña nuevamente la sonrisa.

***
Por los caminos  hay bazares y ventas “puestos” de chicharrón y fritanga, atendidas por unas señoras comadres ventrudas y grasosas, que inician la desnudez de sus dentaduras postizas en cuanto ven que el cliente llega.
Hombres y mujeres, viejos y niños detiénense  en estos bazares  y como si cumpliesen con un rito comienzan  a masticar carnes, papas y frituras y a ingerir cervezas  y bebidas gaseosas, hasta satisfacerse.

De cuando en cuando viene un grupo con tiples y con bandolas. El bambuco de coplas movidas se introduce en los matorrales y rechazado por el eco ciérnese  por el aire limpito y bueno. Mozas y mozos contonéanse  en el afán  de bailar muy juntitos. El suegro va vociferando por el dolor en los pies. La suegra hace reminiscencias  y, charlatana quisiera que todos los amores que florecen en el camino se le enredaran  en la boca marchita, en el cabello blanco y en las pupilas en sombra.

Carnestolendas carnaval de la Peña, promesa de la Virgen, oraciones  y rezos, lágrimas y sonrisas. Irse por el caminito, a la loma a barnizarse de inocencias y candores. A sentir que fluye la vida buena y humilde, de los bazares  y de las fritangas  de los vientres  de los tiples y de las notas del bambuco. ¡Carnestolendas, tiempo de locura y bullicio!
Carnestolendas para emborracharse de sol en la loma, antes de marcarnos la frente con el signo compungido de las cenizas de cuaresma.


Autor: José Joaquín Jiménez. Cronicas, Biblioteca Popular de  Cultura Colombiana. Bogotá.

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