viernes, 15 de agosto de 2014

Assumpta


“…Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol y con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza…” (Ap 12, 12).

Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana.

La Asunción de la Santísima Virgen María fue un acto del amor de Dios por su criatura predilecta. En esa acción sublime no intervino la voluntad de la esclava del Señor. Solo se presentó la necesidad íntima del Altísimo para regresar a la inmaculada a la   gracia perfecta del Eterno.

El encuentro misterioso fue un episodio secreto entre la Reina y su esposo. La situación dejó una marca imborrable en la Historia. La duda no existió en el hecho trascendental porque el prodigio era el pan de cada día para los hombres de Jesús. Los apóstoles entendieron el suceso singular: “Fue llevada al cielo”. Sucedió dentro de la cotidianidad de una generación, que a lo largo del siglo primero, se acostumbró al asombro de los milagros.

El modo de proceder de Nuestro Señor Jesucristo seguía vigente. “…No le digas a nadie lo que sucedió…” (Lucas 5,14). La misma orden dada en el Evangelio fue impartida para aquellos que acompañaron a la Santísima Virgen en su último instante telúrico. 

Sin embargo, los tiempos del relato oral cambiaron al llegar la escritura para industrializar los datos de la memoria. Las voces, en las almas de los poetas, idealizaron las narraciones de sus mayores. Los redactores del testimonio de la asunta al Paraíso cometieron la errata de explicar lo que no entendieron. Los medios del signo gráfico, al no respetar la oralidad por falta de credibilidad, se desbordaron por rutas imaginarias donde el encanto literario vino a reemplazar a la realidad con el cuento.

Fruto de ese desvío cultural, tan rico en los simbolismos propios de las caravanas de oriente, nacieron una serie de textos apócrifos como el Transitus Mariae que relató la muerte y asunción de la Virgen María bajo las versiones latinas y griega. De esas exposiciones se elaboraron otras interpretaciones en lengua árabe. La traslación informativa desmembró la objetividad en cortas fábulas que algunos copistas del pueblo cristiano usaron para ajustar sus ideas. La involución de ciertos sujetos, de evangelistas a novelistas, generó montones de hojas espurias.

La ruptura con la tradición, el magisterio y la Palabra permitió que los amanuenses, en su fantástica erudición, explicaran la asunción según sus costumbres, herencia de ritos paganos. Así la sencillez del proceso que no hizo ruido ni firmó el testamento del dolor se transformó en un cortejo fúnebre. Los recuerdos tristes mancharon de luto lo fundamental de la traslación, no hubo tumba aunque parezca natural y lógico.

La exagerada imaginación, virtud de los escritores, recreó la santa escena con una ficción que intentó alumbrar al sol con sus teas literarias.

La fuerza intelectual, seguramente con magnificas intenciones,  narró unas leyendas extraordinarias que asombraron a sus discípulos y correligionarios. Los más racionales armaron una trifulca conceptual donde aparecía la dormición y la resurrección unidas como una forma de armonizar escuelas, conciencias y creencias.

La opción era involucrar el deceso basado en la premisa falaz que explicó: “Si el Redentor murió con mayor razón su progenitora”. Error que persiste, en algunos, hasta el día de hoy.

Entonces, para comprender la dimensión del yerro se debe recordar que la misión mesiánica de Jesús pasaba por el martirio de la cruz. La decisión del sacro-oficio, el oficio sagrado, el sacrificio por amor solo Él podía ejecutarlo. La victoria sobre la muerte, dentro del plan de salvación de la humanidad, era exclusiva de Jesús.

A la Corredentora, la Santísima Virgen María, no se le otorgó la libertad de fallecer para redimir. No era su función. Su muerte no beneficiaba a nadie y sí ofendía a su Creador que la hizo sin mancha de pecado por los méritos de su Hijo.

Los dogmas marianos, aprobados por la Santa Iglesia Católica,  ratifican que la defunción de la Madre de Jesús no tienen espacio en el cuarto misterio glorioso del Santo Rosario: “…¿Quién es Esta que va subiendo cual aurora naciente, bella como la luna, brillante como el sol…” (Cant 6, 10).

La sana lógica de la razón debe doblegarse feliz ante el ímpetu formidable de las verdades eclesiales que muestra en orden natural y celestial, pero no cronológico, como María es bendecida por su humildad.

1.) Inmaculada Concepción. Lo proclamó  el papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus.

2.) Virginidad Perpetua. Se definió en el Concilio de Letrán, celebrado en el 649, bajo el pontificado del papa Martín I.

3.) Maternidad Divina. Se definió en el Concilio de Éfeso, celebrado el 22 de junio del 431, bajo el pontificado del papa Celestino I.

4.) Asunta al cielo. Lo proclamó el papa Pío XII  el 15 de agosto de 1950 mediante la constitución apostólica Munificentissi Deus.

Estos dogmas guardan el sentido pleno de la vida iluminada por Cristo donde la virginidad incluye la no profanación corporal por parte del sepulcro.

Esas son las razones del sentimiento profundo del Dios, Trino y Uno, que se injertó en el tiempo para tomar a la llena de gracia del mundo asumirla, amarla y raptarla en un arrebato delicado del Verbo que optó por colmar el trono de su gloria con la presencia maternal de María.

Entonces, para entender mejor el fenómeno sería ideal traducirlo como asumida. Y asumir significa: “tomar para sí”. En términos gráficos si el Reino de los Cielos tuviera una base lineal sobre el universo la asunción de María Santísima equivaldría a una elongación por atracción “...porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí...” (Lucas 1, 49).

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