jueves, 19 de marzo de 2015

La Anunciación


         El momento de la Anunciación lo llama san Pablo la plenitud de los tiempos, y en realidad es tan importante que ese momento divide en dos las edades del mundo: ante de N. S. J. C. y después de N. S. J. C. Los siglos anteriores a ese momento estaban en solemne expectativa y los siglos posteriores mantienen fijas sus miradas hacia Él. Podría decirse de ese momento que la tierra “se ha postrado siempre muda ante Él. Todo allí es sublime: la inmensa expectativa de las gentes, sublime el relato evangélico que nos lo narra; sublime por los hechos mismos allí cumplidos: un Dios que se humilla, una criatura exaltada hasta la altura de Dios: la humanidad que se salva.

         Nos lo narra el Evangelio así:

         Envió Dios al ángel Gabriel a Nazaret, ciudad de Galilea, a una Virgen, desposada con un varón, llamado José, de la casa de David, y el nombre de la Virgen era María. Y habiendo entrado el Ángel a donde ella estaba le dijo: “Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres”. Al oír esto la Virgen se turbó y púsose a considerar qué significaría aquel saludo. Mas el ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Sábete que has de concebir en tu seno, y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Este será grande, y será llamado el Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará en la casa de Jacob eternamente y su reino no tendrá fin. Dijo entonces María al ángel: ¿Cómo ha de ser eso?, pues yo no conozco varón. Y el ángel le respondió y dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por lo cual el fruto santo, que de ti nacerá, será llamado Hijo de Dios. Ahí tienes a tu parienta Isabel, que en su vejez ha concebido también un hijo; y la que se llamaba estéril, hoy cuenta ya con el sexto mes; porque nada es imposible para Dios. Dijo entonces María: ¡He aquí la esclava del Señor! Hágase en mí según tu palabra”.

         En expresión de san Bernardo: “Todo el mundo de rodillas pide la res-puesta”. Respuesta que está expresada en dos palabras: He aquí la esclava del Señor. Esa es la palabra más sublime que ha salido de labios humanos. Y la otra: “Hágase en mí según tu palabra”. De la cual dijo san Bernardo: El faciamus hominem de Dios vino a parar en muerte; el “hágase” de María nos restaura a la vida. Dos abismos se llaman y se encuentran: la humildad del Verbo que se anonada y la humildad de María que al descender al abismo de su pequeñez encuentra en el fondo de él al Verbo que encarna en ella. Y para emplear una palabra sorprendente de León XIII: “María en este misterio se inclina ante Dios como sierva para levantarse Madre de su Hijo” (Encíclica Jucunda Semper de 8 de spt. de 1894).

         Ningún hombre se podrá sustraer a la eficacia de ese momento. Puede afirmarse que ese es un momento eternizado, pues por un designio especial de Dios se prolonga ya que el saludo del ángel a María se repite tantas veces que puede afirmarse que no hay un solo instante en el rodar del planeta que no resuene el Ave María. Hecho real, gigantesco que pregona el dominio de lo estable e infinito al compás de un mundo falaz y limitado. Es la voz de muchas aguas que repercute solemne y grave para aclamar en lenguaje divino a la criatura por excelencia, a la Madre de Dios.

         ¿Qué es lo que se obra con el “hágase” de María? Dios quiso hacerse hombre para darle gloria a su Padre y para salvar a los hombres. Para uno y otro fin tenía que empequeñecerse, hacerse pobre, humilde, sujeto al dolor, a la persecución, a la muerte.

         El modo como se obró esta maravilla lo trae el Catecismo en forma magistral e insuperable: “En las entrañas de la Virgen María formó el Espíritu Santo de la purísima sangre de esta Señora un cuerpo perfectísimo, creó de la nada una alma y la unió a este cuerpo; y en el mismo instante a este cuerpo y a esta alma se unió el Hijo eterno de Dios; y de esta suerte el que antes era sólo Dios, sin dejar de serlo quedó hecho hombre.

         Que el Dios que nace en los esplendores de la santidad de su Padre desde toda eternidad, venga a pedir albergue en el claustro virginal de esa niña que es María, necesita de Ella para empezar a ser como Verbo humanado, le pida reverente que le sirva de molde y troquel, se llegue a Ella para revestirse de los arreos de Redentor, en su seno deje los esplendores deslumbrantes de la divinidad, para salir armado del ropaje de la pasibilidad, de la mortalidad, hecho en todo semejante a nosotros menos en el pecado, ese es precisamente el dogma de la maternidad divina en todo su alcance, en toda su realidad.


Quem terra, pondus, sidera
colunt, adorant, praedicant,
trinam regentem machinam
claustrum Marie bajulat.

Lleva el seno de María
a quien cielo y tierra y mar
sirven, loan, sin cesar
dándoles Él armonía.

         Que el Verbo divina que se alimenta en la eternidad de la esencia misma de su Padre, dependa ahora del seno de una niña y necesite chupar la leche al pecho virginal de esa criatura, ese es precisamente el dogma de la Maternidad divina en todo su alcance, en toda su realidad.

O gloriosa Virginum
Sublimis Ínter sidera:
qui te creavit parvulum
lactente nutris ubere.

Oh flor de vírgenes bellas
más alta que las estrellas
por tu gracia original;
al que te creó Infinito,
Tú lo nutres pequeñito
con tu leche virginal.

         “María, dice san Efrén, inclinándose dio a luz al Gigante de los siglos, al Gigante robustísimo escondido en la esencia del Padre, oculto en la divinidad. Nacido ya la Virgen lo calentaba amorosamente y lo arrullaba; le daba besos y Él la miraba con sonrisitas de tierno niño, reclinado en el pesebre y envuelto en pañales. Cuando comenzaba a llorar, la Madre le daba de su leche, lo abrazaba con mimos, lo mecía en sus rodillas, y entonces Él callaba”. Ese es precisamente el dogma de la maternidad divina en todo su alcance, en toda su realidad.

         Y para emplear las palabras de un poeta contemporáneo que interpreta los sentimientos de María en la expectación de su hijo:

“Yo le peinaré los rizos,
yo le iré enseñando a hablar;
si acaso podré creerle
cuando me diga: mamá?”.

         Eso es lo que significa que María es Madre de Dios. El “he aquí la esclava del Señor” la hunde hasta el abismo de la nada, pero el “hágase” la eleva hasta las alturas de Dios hecha Madre de Dios. Entonces se obró esta inmensa maravilla: “Con María, en María y de María, produjo el Espíritu Santo al que es Dios hecho hombre. Desde ese momento todo es soberano y divino en María: Su alma, suavísima cítara en expresión de san Efrén, de que se valió el Espíritu Santo para las delicias del Padre Celestial. Todo su cuerpo queda consagrado y como divinizado: su vientre virginal, vaso alabastrino en que se destiló la divinidad; sus pechos, ardorosos cráteres en que Dios bebió leche y amor; su corazón, hoguera en que arde, hierve, llamea, el amor de Dios en tanto grado que María Santísima sola amó más a Dios que todos los demás seres juntos; sus ojos, esos hermosos volcanes de amor que aprisionaron a Dios, sus brazos como dos saetas lanzadas en pos de la divinidad, sus manos que palparon la realidad del Dios hecho hombre, su cabellera, cascada de oro lanzada al viento como la vela de un barco que va presuroso hacia el puerto, todo su cuerpo, lugar de cita de todos los encantos..., oh quién pudiera escribir el verdadero poema del cuerpo femenino que es el canto al cuerpo de la Madre de Dios. Ese poema lo esbozó el ángel cuando dijo: Concebirás en tu seno y darás a luz al Hijo de Dios, lo vislumbró la mujer de la turba que dijo: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron y de ese poema escribió Dios la última parte llevando al cielo el cuerpo de María para beatífica fruición de los bienaventurados.[1]

         ¿Y qué decir de la gloría que es la maternidad divina? En el inmenso coro de alabanzas bástenos citar a san Pedro Damián y a san Agustín. Dice el primero: “Calle la creación entera y tiemble con religioso espanto y no ose levantar los ojos a una altura tan desmedida”, y san Agustín dice que “ni siquiera la misma Virgen María podría explicar entera y adecuadamente lo que es la gloria de su maternidad”.

         La maternidad divina es el centro, la base, la piedra angular, el principio, la clave de todos los privilegios de María y también de toda la religión católica. Por lo mismo que el dogma central es la humanación del Verbo, también lo es la maternidad de María. Este dogma es el libro de la fe, dicen los modernos teólogos (García Garcés Roschini) y ya lo había dicho siglos ha san Juan Damasceno: Hoc Deiparae nomen omne dispensationis mysterium commendat. El nombre de Madre de Dios concentra y encarece toda la misteriosa y sublime economía del cristianismo.

         En las ciencias geométricas el centro es un punto admirable: no tiene dimensión pero lo irradia todo, de él proceden miles y miles de radios, a él converge todo: es la confluencia de todos los puntos, de todas las líneas, de todos los planos. A medida que se distancian del centro aparecen no tener relación con él, pero quien sigue la trayectoria puede comprobar que parten del centro y con él se confunden. María es desde la Encarnación el centro: por sí misma es nada, y Ella lo comprende y lo publica: “Soy su esclava”. Pero por voluntad de Dios es su Madre.

         Madre de Dios: Todas las grandezas de María fluyen de esa maravilla y todas confluyen a ella. Predestinada porque es Madre de Dios; inmaculada porque es Madre de Dios; virgen porque es Madre de Dios; anunciada porque es Madre de Dios; llena de gracia porque es Madre de Dios; el Señor es con Ella porque es Madre de Dios; bendita entre todas las mujeres porque es Madre de Dios; bendito el fruto de su vientre porque es Madre de Dios; fuente de gracia porque es Madre de Dios; canal de la gracia porque es Madre de Dios; dispensadora de la gracia porque es Madre de Dios; corredentora porque es Madre de Dios; hermosa porque es Madre de Dios; poderosa porque es Madre de Dios; bondadosa porque es Madre de Dios; santa porque es Madre de Dios; necesaria porque es Madre de Dios; preocupación de todos los siglos porque es Madre de Dios; asunta porque es Madre de Dios. Hija especialísima de Dios por ser Madre de Dios; paloma de pureza inmaculada por ser Madre de Dios; reina universal por ser Madre de Dios; esclava del Señor por ser Madre de Dios; ciudad de Dios por ser Madre de Dios; estrella del mar por ser Madre de Dios; puerta del cielo por ser Madre de Dios; mujer por excelencia por ser Madre de Dios; amada entre todas las criaturas con un amor sin medida por ser Madre de Dios.

         “Los bellísimos colores del espectro no son más que luz destrenzada del sol; así todas las grandezas de la Virgen no son más que la luz colorada y suave de la luz blanca e intensísima de esta prerrogativa, colmada de misteriosa grandeza de Madre del Verbo encarnado”. (Gomá).

         Así aparece María como criatura que reúne en sí en el más alto grado los elementos de la belleza ya que María precisamente por ser la Madre de Dios es la máxima armonía dentro de su ser, y también con relación a los demás seres y en especial con el ser de los seres: Dios. Su maternidad divina se destrenza como la luz en una serie de series de armonías, de bellezas, de grandezas, de privilegios. Porque la Madre de Dios es el centro hacia el cual todo converge en misteriosa y bellísima armonía, sin excluir al mismo Dios. En el misterio de la maternidad divina Dios se marianiza y María se diviniza.

         ¿Qué haremos ante tamañas maravillas? Alabar a María, amarla, complacernos en Ella; agradecerle a Dios que hiciera tan magnífica a su Madre, tan bella, tan pura, tan digna de Dios. Alabar a María, y decir: Theotocos, o Deipara, oh Madre de Dios. Amarla como a Madre de Dios y para ello necesita amor divino. Agradecerle a Dios y congratularnos con Él porque tiene una Madre tan bella, tan primorosa, tan divina. Basta mirarla, basta invocarla, basta llegarse al pie de su encumbrado trono para que nos inunde un rayito de la luz destrenzada de su divina Maternidad, y ese rayito será para nosotros luz, calor, energía, sonido, movimiento, imagen, colorido, vida, y todo lo admirable y amable en el orden natural de la creación y en el orden consumativo de la gracia. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores.

         Y el mismo Dios quiso, por medio del ángel, mostrar las tonalidades del dogma de la Maternidad divina de María, lanzando como otras tantas cataratas de luz de diversos colores aquella pedrería incomparable:
Llena de gracia
El Señor es contigo
Bendita eres entre todas las mujeres.

Marcos Lombo Bonilla
Presbítero.
Líbano (Tolima).

         Esa dulce madre que nos engendra a la vida de la eternidad, no puede dejar de mirar por nosotros y poner en nuestro servicio todo su poder que es inmenso, y todos sus medios que son prodigiosos, para lograr nuestra cumplida formación en Jesucristo.
Fray Luis Colomer, O. F. M.



Tomado de la Revista Regina Mundi nro4



[1] “Es tal y tanta la belleza que resplandece en su rostro que toda la creación permanece suspensa ante ella. “ha expresado egregiamente en un dístico latino este pensamiento el venerable P. José de Anchilta, S. J. en su célebre poema de B. M. Matre DeiTanta tuo fulget caelestis gratia Corde ut stupeant forman cuncta creata tuam.

No hay comentarios:

Publicar un comentario