jueves, 28 de mayo de 2015

Adiós, mi virgencita de la Peña


Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

El altar de la ermita de la Peña Vieja fue regado durante los meses de marzo y abril de 1968 por las lágrimas del padre Ricardo Struve Haker*. El sacerdote, en su silencio triste, suplicaba  a la lluvia pertinaz que buscara una ruta sin el retorno a casa. En aquellas altitudes, la partida era intocable.

El quejido tenía la misma tinta del profeta Jeremías. Estaba vencido ante los pies de una pintura del maestro Gonzalo Ariza titulada: La milagrosa aparición de la Sagrada Familia. El lienzo resumía la historia de su amada advocación, la Virgen de la Peña. 

El testimonio de ese suceso incomprensible quedó guardado en el corazón de una niña que catequizó, educó y a sus quince años, bendijo en santo matrimonio. Ella, doña Concepción López, aún vive en el mismo barrio que les ayudó a levantar el padre en los cerros bogotanos. 

Su casa, a escasos 50 metros al occidente del camino que sube para la Iglesia de Peña, es la única morada que tiene una cruz, echa con monedas al frente del andén. La dirección actual es calle 6 nro 6A- 89E que pertenece a otra época porque sin el alemán, el  Santuario de Nuestra Señora la Peña de Bogotá, perdió el tradicional encanto de su hidalguía colonial.

En la puerta se plantó doña Concepción. Miró con asombro al cronista foráneo que confundió con un sacerdote del Seminario Redemptoris Mater y sin más preámbulos contestó las preguntas de un modo gentil, tímido y preciso.

“Sí, yo conocí al padre Struve desde chiquita. Lo que más recuerdo es verlo llorar. En la misa lloró porque no pudo llevarse a la Virgen de la Peña. El estuvo dos meses viviendo en la ermita vieja. Con unas amigas íbamos a subirle la comida. En ese tiempo se enguacó, se encontró un tunjo de oro. El quería llevarse la Virgen de la Peña para Alemania, pero la Virgen no quiso irse con él”.

Respiró profundo con un aire de suspiro nostálgico. Su rostro mostró el calor delicado de las reminiscencias. Parecía trasportada a un lugar íntimo de la memoria. Con un leve sonrojo de mujer confesó su admiración por el capellán: “Él era alto, gordo, mono, colorado, ojiverde…, una elegancia de padre…”

Y agregó: “Yo lo conocí desde pequeñita, por ahí a los cinco años. En esa entonces, íbamos a jugar al templo y a hacer travesuras”. La pilatuna que más añora tiene ese encanto favorito de la picardía inocente de la infancia, que al presbítero Ricardo Struve fastidiaba. El orden de la precisión germana no podía tolerar el desbarajuste irrespetuoso de ciertas jugarretas.

“Tres niñas ayudábamos a limpiar la iglesia. Tiempo que aprovechábamos para subirnos al altar mayor y  medirnos con la Virgen…” Ya casi la alcanzo, decía, la pequeñuela que soñaba con tener la estatura del padrecito.

El buen párroco, que no ahorró esfuerzos en reconstruir el arruinado templo, tomó unas medidas ejemplarizantes que produjeron más risas que verdugones. “Nos castigaba con un palo en la mano”… Hizo  silencio, lo pensó y agregó: “o en la cola”. Las carcajadas contundentes confirmaron que, las niñas que querían crecer tanto como la Virgen de la Peña, siguieron a escondidas del curita con el plan de ser unas bellas señoritas.

“A todas nos castigaba Struve, en el jardín que se llamaba la Sala del Ángel donde jugaban más de 50 niños de la Peña, Los Laches. El Guavio y el Parejo”.

Doña Concepción volvió a sonreír a  causa de sus remembranzas y ratificó su cariño por el padre. “Él nos trajo a la señorita Aminta, una profesora que no enseñaba a leer en la cartilla Charry. Como él no habido dos más. Es como decir Rojas Pinilla, buen presidente. La tropa nos traía buen mercado, cajones repletos de mercado para un mes. Lo sigo queriendo porque como ese curita no habido dos”.

La evocación la regresó a la ruta labrada por la tarea apostólica en un barrio de tugurios arrinconados en la ladera de una cordillera.  La capital no los quería porque eran del arrabal, los desconocía. Eran los mugrientos saqueadores, la chusma liberal. La misma que incendió la Bacatá de los cachacos, en 1948. Jamás los perdonaron.

Struve acogió a los hijos de la patria sin alma para catequizarlos en el amor a María, la raizal y muy santafereña, Virgen de la Peña. Él transformó las paganas carnestolendas en una fiesta católica. Él hacia los carnavales, pero no le gustaban los puestos de cerveza, afirmó la señora López.

Quitarle al pueblo raso la chicha y la democrática Pola fue la primera batalla perdida en un esfuerzo por llevar el Evangelio de Cristo al interior de cada choza.

En los jolgorios del domingo de quincuagésima hasta el martes de carnaval, Struve organizó las carpas. Las colocaron sobre la trocha empedrada que comunicaba la calle de La Peña con la ciudad de la Inmaculada Concepción o del águila negra alemana, un ave rapaz que le impuso Carlos V en su escudo de armas a la Perla de los Andes.

Los puestos vendían masato, dulces de mora, colaciones preparadas por las monjas y comida criolla, sin la famosa “agria” cuyo bautismo empresarial tenía el sello: “Bavaria”. 

La cerveza, creada por un paisano del curita, don Leo Siegfried Kopp Koppel, que fundó la sociedad Bavaria Kopp’s Deutsche Brauerei, estaba prohibida en esos barrancos de greda amarilla.

El empresario que llegó primero que Struve a las lotes donde vivía la gente “manchada de la tierra”, según los chapinerunos de antaño, estableció en 1895 una pujante fábrica en la carrera 13 con calle 28, justo al frente del edificio de la antigua Penitenciaría  Central de Cundinamarca conocida con el rimbombante apodo de “El Panóptico”. Entre sus muros de piedra fueron a parar entre 1900 y 1946 muchos de los parroquianos de la Peña. Delito, pleito a machete patrocinado por el chichismo.

El teutón, consagrado a Dios, tenía esas buenas razones para predicar la abstinencia de las bebidas folclóricas, incluido el  delicioso guarapo. Era tan enemigo del licor que se convertía en inquisidor y sin más autoridad que su sotana negra se metía en cada tienda de mala muerte para buscar a la “democrática”. Local que vendiera el lúpulo fermentado lo hacía cerrar. La medida intempestiva no duró mucho tiempo sin producir un motín abordo de las tradiciones de las lomas ariscas.

Algún cachifo del colegio de San Bartolomé, en sus andanzas de  calavera por aquellas breñas sin ley resumió, con las letras del poeta andaluz Gustavo Adolfo Becquer, la gesta que se libró entre el ministro extranjero y el ancestral elixir muisca fabricado entre los montes de Los Laches.

“Hermosa tú, yo altivo; acostumbrados 
uno a arrollar, el otro a no ceder: 
la senda estrecha, inevitable el choque ... 
¡No pudo ser!”

El choque inevitable salió de la garganta de un cachiporro, en estado de ebriedad belicosa, hallado en una trastienda. El liberal, de médula y espinazo, sin pensarlo le soltó un madrazo al padrecito en el más prosaico castellano. Struve se volteó y lo excomulgó de ipso facto.

La medida causó estupor porque el castigo eclesial marcó una ruta moral en la conciencia de aquel conglomerado aferrado a sus rutinas de libación dominical.

El señor que insultó al padre, relató la entrevistada, tenía 15 vacas y se las robaron. Y de tener cinco vacas nunca se levantó, explicó la señora. 

La autoridad patriarcal quedó enquistada, como las rocas de la montaña, en la conciencia de los peregrinos y feligreses que aprendieron a vivir unos carnavales marianos. Les tocó escuchar con un mutismo disciplinado los sentidos acordes del Ave María de Franz Peter Schubert, un músico nacido en Viena, territorio del Sacro Imperio Romano Germánico.

Así se ganó una partida contra el indomable tiple de los romeros de Santander y la ruana boyacense, cómplice de los amores escondidos por los lados del páramo de Choachí. 

La contienda entre la devoción y la beodez tuvo otro escenario para medir las fuerzas del amor por una madre. Doña Concepción contó que Struve montó el restaurante La Peña donde les daba gratis el almuerzo a los estudiantes y a los obreros porque muy pocos tenían para pagar los diez centavos que costaban las viandas. También levantó una escuela especial para los niños pobres…

Sin saber porqué la voz cambió de rumbo. La relatora volvió a mayo del 68. “Él daba la misa de 6:00 a.m. 12m, 4 o 5 de la tarde. Struve se arrodillaba junto a la Virgen y lloraba. Él lloró muchas veces. Nos avisaba en cada misa que la curia no lo dejaba, a las cinco años de partir murió”.

No quiso hablar más…

Del huerto de San Isidro, donde alguna vez jugó a las escondidas le mandaron unas calabazas para su almuerzo. Era la mano de Struve que desde el cielo seguía cuidando de su feligrés. El sollozo ahora era de Nuestra Señora de la Peña porque vive tan desconocida como cuando la encontró el platero de San Victorino, don Bernardino de León (10 de agosto de 1685), en la cima del cerro del Aguanoso junto a un abismo de 600 metros sobre la profunda indiferencia bogotana.


*Fundador de la Sociedad Mariológica Colombiana (1959)

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