jueves, 7 de mayo de 2015

“María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” Luc. 2,19



 Cardenal Eduardo F. Pironio

Nos hace bien penetrar sencillamente – con una mirada de amor—en el alma profundamente contemplativa de María; en la Anunciación, en la cruz, en Pentecostés.

Se trata de de María, “la que escucha y recibe “ la Palabra, la que “ofrece” generosamente al Padre el Hijo convertido en “ varón de dolores”, la que siente nacer en su corazón silencioso y pobre la Iglesia de la misión y la profecía.

La contemplación es esencial en María, Dios la hizo esencialmente contemplativa; porque tenía que cooperar íntimamente en la obra redentora de Jesús. No hay redención sin sangre (porque así lo dispuso adorablemente el Padre). Cristo es el Apóstol (enviado del Padre) contemplativo: su Palabra no es suya, “sino de Aquel que lo envió”). Por eso, el desierto frecuente y prolongado; por eso, la oración continua y solitaria. “Se retiró a un lugar desierto y allí oraba (Mc. 1,35). “Subió al monte a rezar y pasó la noche en oración” (Luc. 6,12).

María sigue silenciosamente los pasos redentores y apostólicos de Jesús. ¡Cuántas horas de contemplación desde la Anunciación a la Cruz, desde la Cruz a Pentecostés, desde Pentecostés a la gloriosa Asunción a los cielos! Todo queda resumido en la sencilla bienaventuranza de Jesús sobre María: “Felices, más vale, los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Luc. 11,27).

La vida de Nuestra Señora fue esencialmente contemplativa. Fruto de esa contemplación profunda y serena, es el Magnificat. Allí se nos manifiesta María, “la orante” su oración.

Es un canto de alegría y gratitud a la fidelidad del Padre que obra siempre maravillas en los pobres. Pero solo desde la pobreza de María se podría rezar y contemplar así. Porque solo los pobres son verdaderamente contemplativos; como solo los contemplativos pueden entender de veras a los pobres. Hay una conexión muy íntima entre estos tres términos: pobreza, contemplación y esperanza—de los que hoy el mundo tiene tanta necesidad—son siempre gente pobre y profundamente contemplativa.

La contemplación de María está hecha de palabra, de Cruz, de Espíritu Santo. Como toda vida contemplativa en la iglesia exige una penetración más profunda y sapiencial de la Palabra de Dios, una verdadera búsqueda y amor del desierto como lugar de presencia, de plenitud y de encuentro, una aspiración serena a la conversión y la penitencia, a la muerte y a la cruz, a la alegría y esperanza de la resurrección. Pero la imagen de María, “la contemplativa”, nos abre todavía nuevos espacios de redención.


La contemplación no acaba en sí misma; es una serena adoración de la Trinidad que habita en nosotros, es un gozoso encuentro con el Señor que nos habla desde la Escritura Santa, se nos ofrece adorablemente en la Eucaristía y nos espera en el Misterio de la Iglesia y en el sufrimiento de cada hombre que camina a nuestro lado.

María, “ la contemplativa, Es la Virgen del camino y del servicio en la Visitación; es la Virgen de la donación en Belén y del generoso ofrecimiento en la Cruz; es la Virgen que, en Caná de Galilea, “está allí” y se abre atenta a las necesidades de los jóvenes esposos. Solo los contemplativos saben descubrir fácilmente los problemas y sufrimientos de los demás. La contemplación engendra en nosotros una inagotable capacidad de servicio.

Esto es importante para la Iglesia de hoy: Iglesia de la encarnación, de la profecía y del servicio. Iglesia de Dios para los hombres. Iglesia de la redención de los hombres para la gloria del Padre.

En el corazón de un contemplativo verdadero—como en el de Cristo adorador del Padre, como en el de María. La Virgen de La Anunciación, de la Visitación y de Belén, la Virgen de Caná, de la Cruz y de Pentecostés—está siempre viva la presencia de los hombres que esperan “la consolación de Israel” (Luc. 2,25). El contemplativo está siempre muy cerca y muy adentro de todo hombre que sufre: “Junto a la Cruz de Jesús, estaba su madre” (Jn. 19,25).

Por eso en el corazón de todo contemplativo está siempre presente el misterio de la Iglesia, “Sacramento universal de salvación”. Está presente el hombre, “imagen de Dios” y redimido por Cristo. Está presente el mundo, que sufre y espera. Está presente el dolor de este mundo, “que pasa” y la seguridad transparente de la “creación nueva”.

La contemplación como en María Santísima, es don del Espíritu Santo. Se nutre de la Palabra. Exige la sabiduría del desierto. Vive profundamente en la Iglesia y engendra constantemente en ella la Palabra que debe ser anunciada. Y es siempre una gozosa respuesta, desde el silencio y la cruz pascual, a las exigencias y expectativas, al sufrimiento y la esperanza, del mundo en que vivimos y que aguarda “la manifestación gloriosa del Señor” “y la definitiva libertad de los hijos de Dios” (Rom. 8,21)

La Consagración a María en el Hoy de la Iglesia.

Un Camino de Esperanza con María.

“Yo soy la servidora del Señor: que se haga en mí según tu palabra” (Luc. 1,38)

1. Lo primero que decimos, cuando hablamos de “consagración a María”, es que nos entregamos totalmente a Ella, nos metemos hondamente en su Corazón Inmaculado, para vivir con alegría renovada nuestra fundamental “consagración a Dios” por el Bautismo.

Es un modo de caminar juntos a la santidad y de cambiar comunitariamente la historia.

Si nos consagramos de veras a María asumimos su pobreza y su servicio, su fidelidad y su alabanza. Asumimos plenamente “el espíritu del Magnificat; nos sentimos profundamente pobres y felices, conscientes de que el Poderoso obra maravillas en los que temen y que su misericordia se extiende de generación en generación demostrando a los hombres que Dios es eternamente fiel a sus promesas (Luc. 1,46-55).

El misterio de María es expresión de la fidelidad de Dios: Dios empieza en ella la historia nueva. Es modelo también e nuestra propia fidelidad que nos hace cotidianamente nuevos en Cristo (2 Cor. 5,17). Si queremos hacer un mundo nuevo -- basado en la verdad y la justicia, en el amor y la paz tenemos que vivir “en Cristo”.

Consagrarnos a María- personal o comunitariamente- es empezar a vivir más profundamente en Cristo. Desde el Corazón Inmaculado de María vivimos, como Ella y en Ella, la dos actitudes fundamentales del alma redentora de Cristo: La gloria el Padre y la salvación de los hombres.

La consagración a María renueva profundamente las personas y las comunidades, la Iglesia y el mundo. Porque nos hace tomar conciencia de la realidad de Dios y su manifestación en Cristo, de la presencia del Espíritu Santo en nosotros y de su acción profundamente renovadora, de las riquezas y compromisos de nuestro Bautismo. La consagración a María nos trae la Paz; porque nos hace vivir en Cristo, que es el “Príncipe de la Paz” (Is. 9,5), ordena el corazón de los hombres en la justicia y el amor, Multiplica en el mundo “los operadores de la paz” (Mat. 5,9).

Por eso los últimos Papas -desde Pío XII hasta Juan Pablo II- han insistido en esta consagracióna a Nuestra Señora como camino de renovación en la Iglesia y de reconciliación universal. Toda la vida y la actividad de Juan Pablo II están marcados por un sentido profético de su lema:” Totus tuus”. Recuerdo con emoción la hermosísima Oración a Nuestra Señora de Guadalupe, México, el 27 de enero de 1979, en le primero de sus viajes apostólicos, tres meses después de iniciar su Pontificado: “Permite, pues, que yo, Juan Pablo II, Obispo de Roma y Papa, junto con mis hermanos en el episcopado que representan a la Iglesia de México y de toda la América Latina, en este solemne momento, confiemos y ofrezcamos a Ti, sierva del Señor, todo el patrimonio del Evangelio, de la Cruz, de la Resurrección, de los que nosotros somos testigos, apóstoles, maestros y Obispos.

Años atrás, el inolvidable Pablo VI nos exhortaba:

“Exhortamos a todos los hijos de la Iglesia a renovar personalmente la propia consagración al Corazón Inmaculado de la Madre de la Iglesia y a vivir este nobilísimo acto de culto con una vida siempre más conforme a la divina voluntad en un espíritu de filial servicio y de devota imitación de su excelsa Reina. (13-V-1967).

2 El misterio de María- tan íntimamente asociada a la obra redentora de Jesús- ilumina el misterio de la Iglesia “La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, que con razón también es llamada Madre de Dios y Virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de la Virgen y de la Madre. (LG 63).

La Iglesia nace en María; en la plenitud de su fe en la Anunciación, en el ardor de su caridad en la Cruz, en su gozosa docilidad al Espíritu Santo en Pentecostés. Son tres momentos privilegiados del nacimiento de la Iglesia; la Iglesia de la contemplación y del servicio, de la cruz y la esperanza, de la comunión y la misión.

La “Consagración a María” nos ayuda a descubrir y vivir la Iglesia. En ella se prolonga y se comunica el misterio de Cristo muerto y resucitado. En la medida en que vivamos con intensidad el Misterio de la Iglesia descubriremos en ella a María. “como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia Católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima (LG 53). El capítulo VIII de la Lumen Gentium es la mejor síntesis de Mariología que se haya escrito y constituye, además, la más perfecta conclusión de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia.

Quien vive la Pasión de la Iglesia no puede dejar de descubrir en ella a María; quien ama inmensamente a María y se consagra a Ella no puede dejar de experimentar el gozo inefable de ser Iglesia, de vivir en ella, de manifestarla y hacerla crecer hasta “la madurez de la plenitud de Cristo (Ef. 4,13).

4 Quisiera señalar, muy brevemente, tres puntos que me parecen esenciales en la consagración a María: la novedad pascual, la reconciliación y la esperanza.  Los tres van íntimamente unidos y se exigen.

María es la “Mujer nueva” que nos dio Jesús “el Hombre nuevo” (Pablo VI: Marialis Cultus). En su Concepción Inmaculada María se nos manifiesta como signo y primicia de lo nuevo: “toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura (LG 56). Lo nuevo pasa en María, como en Jesús y en cualquiera de sus discípulos, por la trituración de la cruz. El Misterio Pascual está siempre en el centro de lo verdaderamente nuevo. María engendra “lo nuevo” de la historia con su triple Sí: a la Encarnación, a la Cruz, al Espíritu de Pentecostés”. Pero María alcanza lo definitivamente nuevo cuando, “terminado el curso de la vida terrena, en alma y en cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que semejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan y vencedor del pecado y de la muerte (LG 59).

La Consagración a María es camino interior y gozoso de “novedad pascual” para la Iglesia entera: Pastores, almas consagradas, laicos comprometidos en la transformación del mundo.

Pero el camino de la “novedad pascual” exige en nosotros un proceso muy hondo-también interior y gozoso de conversión, de penitencia, de reconciliación verdadera con Dios y con los hombres. San Pablo conecta la realidad de “nuestra novedad pascual” en Cristo con el hecho y las exigencias de nuestra “reconciliación”: Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación (2 Cor. 5,17-18). El mundo de hoy-sacudido y violento, desangrado por el odio y vacío de amor verdadero-necesita encontrar los caminos de la reconciliación y de la recreación en Cristo. La Iglesia se siente fuertemente enviada al mundo por Cristo para ser “sacramento universal de salvación”, es decir, signo evidente y eficaz de “novedad pascual”, ejerciendo entre los hombres “ la palabra y el misterio de la reconciliación”. La consagración a María res una invitación concreta y fuerte a un cambio interior que nos hace libres y felices.

Nos encadena serenamente a Cristo y nos hace gustar la alegría honda de ser definitivamente libres: “Para ser libres, nos libertó Cristo” (Gal. 5,1). El mundo de hoy necesita gente sencilla y alegre que muestre el verdadero rostro de un Dios Amor y abra a los hombres caminos de libertad interior, de comunión y de esperanza.

La consagración a María, al insertarnos profundamente en Cristo y hacernos vivir más plenamente de la fecundidad de su Misterio Pascual, nos pone necesariamente en camino de esperanza. “Creador en Cristo Jesús” (Efes. 2,10).

“Ya no somos extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef. 2,12). María nos hace vivir en “Cristo Jesús, nuestra esperanza” (1 Tim. 1,1). Pone en nuestro interior el dinamismo creador de la esperanza cristiana “aguardando la feliz esperanza” (Tito 2,13).

Hoy nos hace falta vivir en la esperanza. La necesita la Iglesia. La necesita el mundo. Para que no tengamos miedo y nos cansemos; para que no perdamos de vista lo definitivo y nos instalemos en lo provisorio; para que descubramos el paso del Señor en la historia y sepamos asumir con coraje nuestros compromisos cotidianos. Vivir en la esperanza no es escaparnos pasivamente del tiempo; es acordarnos que Dios es siempre fiel a sus promesas, que Cristo resucitó y vive con nosotros hasta el final (Mat. 28,20) que llevamos en nuestro interior “las primicias del Espíritu” (Rom. 8,23) mediante el cual gritamos “Abba, Padre” (Rom. 8,15), y nos disponemos siempre a “dar razón de nuestra esperanza” a quien lo pide (1Ped.3, 15).

La consagración a María nos hace vivir firmemente en la esperanza teologal: camino incansable y comunitario hacia Cristo apoyados en el Cristo Pascual, que vive en la Palabra, en la Eucaristía, en la comunidad eclesial edificada sobre “el cimiento d los Apóstoles y profetas” (Ef. 2,20) e inhabitada por el Espíritu Santo (1 Cor. 3,16). Es la esperanza que nos hace firmes y seguros en la provisoria incerteza el camino. Es la esperanza que nos impulsa que nos impulsa a construir un mundo nuevo “que tenga a Cristo por cabeza (Ef. 1,10). Es la esperanza, que partiendo de la inconmovible certeza de que “para Dios nada hay imposible” (Luc. 1,37; Gén. 18,14), nos pone enseguida en camino como a Abraham, como a María de la Visitación; para comunicar silenciosa y serenamente a los hombres la alegría de la salvación (Luc. 1,41 y Luc. 1,44).
De una salvación integral que abarca a todo el hombre y a todos los hombres.

Estamos casi en los umbrales de un siglo nuevo. ¿Creemos todavía en la posibilidad de un mundo más justo y más humano? ¿Creemos todavía en la posibilidad y compromiso de construir juntos; “la civilización del Amor”?

“Para Dios nada hay imposible”. Para nosotros tampoco. Si obramos en Él, con Él y para Él. Una cosa se nos pide; que nos metamos hondamente en el corazón inmaculado de María y que desde allí digamos con sencillez de hijos e intuición de profetas: “Yo soy la servidora del Señor; que se haga en mí según tu palabra” (Luc. 1,38).



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