jueves, 6 de agosto de 2015

La paz que bajó de la ermita de la Peña


Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

Bogotá, el país más lejano de Colombia, subió al Santuario de Nuestra Señora de la Peña para llevarle a la Santísima Virgen María la súplica de una bandera tricolor. El calendario marcó el lunes 8 de septiembre de 1902.

El vicepresidente de la República, encargado del Poder Ejecutivo, José Manuel Marroquín, en ejercicio de las facultades de la fe de sus mayores se arrodilló ante la Patrona para implorarle la paz. La tierra de sus hijos se asesinaba, desde hacía 90 años, con las iras del machete.

A su lado estaba el arzobispo Bernardo Herrera Restrepo, los canónigos de la catedral, los ministros del despacho, el gobernador de Cundinamarca, el señor alcalde, el cabildo y los altos mandos militares.

Detrás de tan encopetado cortejo marchó alborotada la gentuza soberana. Ella trepó la loma como peón de estribo de la rancia alcurnia santafereña. Los vástagos de aquella casta sabanera fueron a fisgonear. Peregrinaron los cachifos del Colegio del Rosario, los chiflamicas de San Victorino, las aguadoras de las Nieves, los filipichines de la Catedral, las juanas del cuartel de San Agustín, las beatas de San Francisco, las chicheras del Egipto, los mozos de cordel de la plaza de Maderas, los turiferarios de Santa Bárbara, los tinterillos de la Capuchina, las criadas de Chapinero, los serenos del San Jorge, los pulperos de la calle del Florián, los bohemios de la chichería La Cuna de Venus y los pelafustanes del Puente Holguín. La horda de orejones y cachacos estaba agobiada por el luto de la refriega de 1899, heredera criminal de una pasión banderiza.

El tumulto de la pomposa guachafita ahogó un recuerdo vital. De esas breñas marianas, el 11 de septiembre de 1812, descendió el capellán del Santuario de la Peña, José Ignacio Álvarez del Basto, para darle su voto al señor Antonio Nariño. El sufragio sirvió para legalizar la dictadura. Así, el monárquico Estado de Cundinamarca,  cuya constitución de 1811 legitimó a Fernando VII como rey de los cundinamarqueses, quedó listo para sepultar a las Altezas Serenísimas del Congreso de las Provincias Unidas. La infortunada medida cayó en los pechos de los labriegos que recibieron la metralla de los “próceres”.

El conflicto entre los encomenderos del desastre, Nariño y Torres, creó la primera matanza civil que engendró una serie de hostilidades feroces. Esa perpetua carnicería, ya nonagenaria, no dejaba de sangrar por la herida campesina de la Patria.

La súplica del primado por una tregua de la pugna, único legado de los liberticidas, llegó a los oídos de piedra de la Virgen de la Peña. La Omnipotencia Suplicante, con un suspiro maternal ante su Hijo Unigénito, logró el milagro del sosiego para esa anciana agonizante que gemía entre los surcos de dolores. 

En Panamá, el 21 de noviembre de 1902, los liberales alzados en armas y los representantes del Gobierno Nacional, a bordo del buque almirante Wisconsin de la Marina de los Estados Unidos de América,  firmaron el tratado de paz que puso fin a la Guerra de los Mil Días. 

Por aquel septembrino acto de paz, los raizales dejaron la ciudad vacía para ser testigos de la urgente petición. La prensa, de una época de transición entre la sepultura y el hospital, guardó un eco de aquel prodigio de esperanzas. El periódico Sábado del 13 septiembre de 1902 consignó: Et pas plus.

Quo vadis: pisco?
-A La Peña.
-Tú también… hijo mío
- Y por qué no he de ir yo también?
-Francamente,  porque para hablar en
la fabla bohémica- yo sabía que a La Peña
lban relojes, anillos, en fin, mulengues, pero
los individuos no, a lo menos todavía.
-No, chico, es que en estos momentos
todo Bogotá está empeñado... _
-Empeñado… y en qué? 
-En la gran peregrinación
-Entonces tú eres Peregrino?
-El mismo; no me reconocías
Pues si eres peregrino, en marcha.

Y al partir este joven, el último de los peregrinos, se quedó la capital el pasado lunes sin un alma. Todos andaban por esos cerros de Dios.

Pero si es evidente que las almas masculinas, en aquella fiesta legítimamente popular, andaban saltando de peña en peña como las cabras, y que se vio a más de un pollo por esos riscos, como dijo el catire González.

Andar de tiple y garrote con
Desmañados galanes.

No es menos cierto que en esos como carnavales, que resucitaron los tradicionales de La Peña, el Cuerpo de Criadas del Distrito, y otras aves de rapiña, recorrían aquellos pintorescos campos, y hechas peregrinas del siglo veinte hacían recordar las viejas jácaras de los buenos tiempos inmemoriales:

Iba la peregrina
Con su esclavina
Y su pretina
Y su bordón;
iba peregrinando
Y preguntando
Si le habían visto
Su dulce amor.

Si la ciudad de la Inmaculada Concepción volviera a postrarse ante el altar de la capital entonces escucharía la voz de Cristo: “…La paz os dejo, mi paz os doy…” (Juan 14, 27). ¿Aceptará don Bacatá el reto de estas páginas? o ¿tendrá que cantar?: “La Virgen sus cabellos arranca en agonía y de su amor viuda los cuelga del ciprés”.





















4 comentarios:

  1. Si aún no.se comprenden las estrofas del himno nacional mucho menos las palabras de Jesucristo y el silencio de María Santisima.pero devoto eso si peregrinp y creyente el pueblo si es por eso vivimos en esta sociedad tan culta pacifica y cristiana.

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