jueves, 3 de septiembre de 2015

El prefacio de las misas de la Santísima Virgen



En un fuerte contraste a las liturgias orientales que no conocen sino un solo prefacio para todo sacrificio de la Santa Misa, la Iglesia occidental conocía hasta más de 300 distintos prefacios (en el libro sacramental del papa León se hallan 267, pero este libro no se conservó completo y faltan los meses de enero hasta abril). Parece que fue san Gregorio Magno, el Papa, quien redujo este número exuberante de prefacios a sólo diez, llamémoslos “oficiales”, relegando un resto de más de cien páginas adicionales al final del misal romano. El prefacio de la Santísima Virgen María se agregó a los diez que acabamos de nombrar, en tiempos del papa Urbano II (1088-1099) y en ocasión del Concilio Placentino 1095.

Para que este prefacio sirva para todas las fiestas de la Virgen con sus muy variados contenidos y motivos, la Iglesia intercala en él la referencia a la Anunciación, Visitación, Asunción, Natividad o Presentación de la Virgen, a las cuales se agregan todavía la Inmaculada Concepción, la Transfixión y finalmente referencias generales como Conmemoración, Festividad y Veneración.

En cuanto a la melodía gregoriana del prefacio, se sabe que los prefacios son la forma más solemne de la oración eclesiástica (dentro y fuera de la Santa Misa) y así se entiende fácilmente que la Iglesia les diera también en la música toda la belleza que podían reclamar, de modo que se presentan con una melodía ferialis communis, otra sollemnis y finalmente la última (solo para fiestas dobles o más altas) in tono sollemniori.

No es nuestra intención comentar comienzo y fin del prefacio mariano, porque son iguales a los de los demás prefacios, pero sí los pensamientos contenidos en su parte central que le son propios. Son tres estos pensamientos:

1.     “Y en la (festividad) de la Bienaventurada siempre Virgen María alabaros, bendeciros y aclamaros”.
2.     “La cual concibió a Vuestro Unigénito por obra del Espíritu Santo”.
3.     “Y conservando la gloria de su virginidad, dio al mundo la luz eterna, a Jesucristo, Nuestro Señor”.

1.     No sólo es a Dios, al Infinito cantamos himnos de alabanza; también es justo, digno y saludable cantar a la Virgen. El que honra a la Madre, honra a su Divino Hijo. Sin embargo, los textos litúrgicos de la Iglesia son precisos y correctos, porque lex orandi est lex credendi y por textos ambiguos, equivocados o imprecisos paulatinamente se falsificaría la fe. La ortodoxia de la liturgia es admirable y característica de ella, no siempre así de la poesía popular. Es cierto que María es la Reina del Cielo y más sublime que todos los ángeles y santos; sus títulos de Tesorera de la Gracia, de  Medianera de todas las Gracias, de Reina del Mundo y otras revelan su altísima posición. Y sin embargo, omnis gloria a Deo. Ella misma lo canta así en los versos del Magníficat. Toda su belleza, todas sus gracias y privilegios los debe a Dios, y el Magníficat lo cantó no a sí misma, sino a Dios. En igual espíritu, la liturgia no alaba directamente a María, sino a Dios por la gran obra que quiso hacer con Ella, por tratarse de la madre de su Divino Hijo. Toda verdadera devoción a María, no sólo por su índole interior, sino por la voluntad de la Virgen misma, termina no en Ella, sino en Dios. María nos lleva a Dios, no erige un reino clandestino entre Dios y los hombres.

Collaudare, benedicere et praedicare… la triplicidad de los términos se debe al gusto de la liturgia por alusiones a la Santísima Trinidad, pero también es índice del volumen de alabanza obligatoria que se debe a Dios y quiere expresar además la gravedad de este deber, repitiéndolo en varias formas.

Collaudare es alabar en compañía, entre todos formando un solo coro, porque es propio del espíritu de la liturgia que no es individualista como muchas veces la piedad popular.

Benedicere quiere decir en el fondo, hablar bien de una persona. ¿De quién, con más razón, se puede y debe hablar bien que de Dios, y con múltiples razones en vista de su grandiosa obra mariana?

Praedicare, finalmente, quiere decir ser predicador, propagandista de las glorias de Dios y de María. El amor a María no puede ser una virtud escondida del corazón, sino, más que cualquiera, debe ser público, ya que anuncia la grandeza de Dios. El amor a María debe ser para los que se consagraron a Ella, un encendido apostolado. Amarla, estudiarla, vivir con Ella y propagarla.

2.     La segunda frase propia del prefacio mariano se refiere a la anunciación del Arcángel san Gabriel a la Virgen María. Vemos con sus palabras aquella celda modesta de Nazaret, aquel aposento pobre, pero limpio, y sobre todo silencioso de la joven esposa de José. Surge ante nuestros ojos la imagen tantas veces pintada y cantada, se oyen aquellas palabras santas que desde entonces no desaparecen de los labios cristianos: “Dios te salve, María, llena eres de gracia…”

Palabras olvidadas por la humanidad en muchos siglos de penitencia, porque a nadie jamás, desde el pecado de Adán, un ángel de Dios podía decir “lleno de gracia”, porque todos eran pobres y miserables, privados, por castigo, de la gracia de Dios. Anuncio inaudito, por tanto, después de siglos; María es la primera a quien Dios saluda así. La gracia inicial de María, nos dicen, era más grande que la de todos los ángeles y santos juntos; pero en el momento de la anunciación se aumentó la gracia en María de una manera inefable para el intelecto humano.

Después de entregarse la Virgen a los planes de Dios, con la humildad que la distingue y que admirarnos en Ella, se esparce sobre Ella, mientras el ángel guarda la puerta del aposento —¡otro paraíso guardado por un ángel, pero para felicidad del género humano!—, se esparce, dijimos, sobre Ella, como una sombra que pasa fugazmente en estío sobre un campo de trigo dorado, la santidad del Espíritu Santo, la penetra y la fructifica, la hace madre, Madre de Dios. Ella recibe en su seno a su mismo Dios, ¡primera comunión de la religión cristiana! ¡Qué bella, qué pura, qué santa debía ser la doncella en que el Espíritu Divino accede a hacer esa obra creadora. Anonadada en su humildad, bienaventurada y más al sentir la obra divina en sus entrañas, María, desde entonces empieza a esperar, a través de las horas del Adviento, la noche insigne de Navidad, la noche de la gruta de Belén. Quae et Unigenitum tuum Sancti Spiritus obumbratione concepit.

3.     Et virginitatis gloria permanente, lumen aeternum mundo effudit, Jesum Christum dominum nostrum. Este lumen divino y eterno, al salir de su tabernáculo purísimo no pudo manchar ni destruir nada. Tan puros como pasan los rayos del sol a través de un cristal purísimo, así el sol divino atravesaba las paredes de su voluntaria prisión y se puso en manos de su bendita madre terrenal que temblaban de reverencia al recibirlo, y de cariño. No pudo haber dolor, donde nació el que iba a vencer el dolor, para ser la alegría de la humanidad.

No pudo haber sufrimiento, donde Dios quiso hacer bien como nadie sabe hacerlo.

No pudo haber privación, donde María, hundida en éxtasis, adoraba, cara a cara, a su Hijo Divino y le estampaba, pidiéndole permiso a pesar de su derecho maternal, el primer beso en su fría mejilla.

No pudo haber dolor de castigo, donde sólo había privilegios inauditos y predilección ilimitada. Fue fundida la luz eterna por las noches oscuras de este mundo. El esplendor de la cara del niño, se reflejó en el rostro iluminado de alegría de la Virgen, se propagó por los campos nocturnos de Belén bajo el anuncio de los ejércitos celestiales a los pastores, y alcanzó a reflejarse todavía en una estrella lejana que debía ser la guía de los Magos. Cesó entonces la larga noche de la ira de Dios Padre, de la desesperación humana y de la ignorancia de judíos y paganos, porque, gloria virginitatis permanente, salió de la cuna oscura en el seno de su madre el Hijo de Dios hecho hombre.

Arrodillémonos al lado de la Madre virginal, de la Virgen maternal. El que una virgen sea madre, el que una madre sea Virgen, este es precisamente el milagro anunciado por el profeta, es la prueba del perdón divino. Un perdón no dado de malas ganas, sino fruto de una nostalgia divina de volver a poder amar a los hombres.

Por una sola palabra, la palabra “Madre” aparece ante nuestro ojo espiritual toda una niñez, un hogar, un continuo amor, todo lo que hizo nuestra Madre por nosotros. Ojalá que por las breves palabras del prefacio mariano, al decirlas u oírlas decir, surja ante nuestro ojo, corazón y memoria, con nueva viveza todo lo que es María para nosotros.

Ricardo Struve Haker
Pbro.


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