jueves, 22 de octubre de 2015

El santo rosario, predicador del Evangelio




Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

El salterio de María reposó en las páginas de la Sagrada Escritura por 1.200 años. El tesoro, oculto a los ojos de los estudiosos, permitió que el encanto de su gracia evolucionara en manos de los humildes.

La gestación del rosarium (rosa) en el vientre de la Iglesia marcó una línea de tiempo que abarcó, con precisión cronológica, la Edad Media (siglos V-XV) lo que permitió identificar sus distintas etapas de floración espiritual. El oscurantismo del medioevo fue el ingrediente vital para engendrar una cadena de oraciones que une la intimidad del alma con su Creador.

El primer movimiento del gestante estremeció al mundo oriental con un dogma de fe. El Concilio de Éfeso (431) proclamó la maternidad divina de María Santísima.

La comunidad de creyentes, que escuchó a los obispos dictar cátedra contra la herejía de Nestorio, levantó su voz sobre el sentir de los acontecimientos: “Santa María, Madre de Dios, ruego por nos”. La frase salió del aquel puerto griego del mar Egeo y, movida por las olas de la certeza, llegó a la Europa barbarizada.

La incubación continuó dentro de los ritmos de los silencios históricos. La virtud teologal de la esperanza sirvió de sólida base para la edificación de un engranaje que funcionará inagotable. En el año 650, en el misal romano aparecía el saludo del ángel: “Dios te salve María” como antífona en la misa del cuarto domingo de Adviento. 

El tierno brote fue el precursor de una práctica piadosa. El capullo se conectaría a la savia de las ciudades de Dios, los monasterios.

En el siglo IX los monjes que vivían en sus abadías, fortalezas de la cultura occidental, comenzaron a rezar los 150 salmos de David como parte de sus oficios monásticos.

El murmullo edificante pronto llegó a los oídos de los laicos analfabetos que servía o abastecían a la infraestructura económica de aquellos centros de recogimiento espiritual. Las aldeas cercanas recibieron la invitación para imitar a los frailes que usaban el Salterio (libro del coro que solo contenía salmos).

La naturaleza de los legos, siervos de la gleba en su mayoría, opusieron la necesidad del jornal contra la práctica religiosa. Ellos cambiaron los 150 salmos por 150 padrenuestros. Choque formal, pero válido. La catequesis resultaba más fácil en la repetición que en la lectura, que no estaba al alcance de sus sentidos intelectuales.

Sin embargo, la modalidad inventora del hombre raso, ante la rutina laboral de su existencia, agregó algunas variables al rezo ordenado por la norma. Quizás las mujeres, por su función maternal, incrustaron el avemaría.

La innegable fuerza motriz femenina en el hogar, detrás de todo, pasó a establecer una medida de preces familiares aún más corta: Las 50 avemarías, algunos padrenuestros y el Credo.

El avemaría estaba compuesta, en esa era preformativa, por dos saludos que vienen del corazón del Eterno. El arcángel Gabriel le anunció a María Santísima el misterio de la encarnación del Verbo: “…Salve, llena de gracia, el Señor es contigo…” (Lucas 1, 28) y recorridas las jornadas entre Nazaret y Ain-Karim donde Isabel, movida por el Espíritu Santo, ajustó el complemento para congratular a la Reina de los Ángeles: “…Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre…”  (Lucas 1,42).

Si bien la combinación hogareña de las plegarias aún no podía parir un rosario común sí deja ver un cordón umbilical adherido a la mística de la Palabra, la anunciación y la visitación. Su origen en los  salmos y en el Evangelio de Lucas, donde Jesús les enseñó a orar a sus discípulos el padrenuestro, lo demuestran. Por eso sus raíces son de una profundidad bíblica indiscutible.

La cepa de los textos sagrados requirió de un recipiente donde guardar el ritmo y la cantidad de las preces. El ejercicio de la deprecación necesitaba de la disciplina rutinaria lo cual obligó a buscar un modo de llevar las cifras.

La contabilidad de las gracias era parte de la economía de las almas pías. Las indulgencias del orante sumaban en la columna moral del Debe donde se descuentan las culpas, rezago del pecado.

El contador de cuentas entró en escena. La tarea de organizar, padrenuestros y avemarías para la meditación pasó de juntar piedras o semillas en una bolsa hasta un sartal de pepas. La camándula primitiva llegó solidaria para darle una guía y un soporte al conteo. La mente requería de algo tangible para programar sus sueños. La idea virtuosa siempre necesitó de un hecho objetivo para que el humanismo se elevara hacia su esencia divina. Las artes plásticas resolvieron el asunto con el cordel y sus cuentas. La manualidad sencilla trazó un modo determinado para la acción y la continuidad. 

El rosario y la camándula, en su etapa adulta, se convertirían en un matrimonio indisoluble porque su funcionalidad y economía resultó asequible para la formación moral del sujeto devoto.

En blanco y negro

Las primeras etapas del desarrollo dejaron lista la base para su nacimiento cultual. El rosal mostró sus retoños, que aún sin abrir, perfumaron el legado de la Iglesia.

El parto del rosario requirió de la Madre Inmaculada y de un casto padre jardinero para que lo cuidaran en sus años de infancia. El floricultor nació en España. Se llamó Domingo de Guzmán Garcés (1170) y creció en un ambiente clerical adecuado para su aprendizaje. Al aprobar sus estudios de teología (1194) se ordenó de presbítero. 

La tarea del predicador castellano tendría su horizonte de lucha en una época crítica. El siglo XIII europeo fue un modelo del vaivén de los sucesos que necesitaban ser escuchados y sanados de un sofisma pernicioso, la vieja herencia del maniqueísmo. 

La heterodoxia de los cátaros resultó ser el campo de prueba para la herramienta de la evangelización. ¿Estaban preparadas sus insipientes formas para enfrentar la furia del sectarismo? 

En esencia sí por la inmutabilidad de la Palabra de Dios, pero su estructura metodológica requería de ajustes formales que llegaron por vía celeste. 

La Omnipotencia Suplicante, la Santísima Virgen María, intercedió en favor de las preces elevadas por el hijo de doña Juana de Aza. La Reina de los Santos se le apareció en la capilla del monasterio de Prouilhe (Francia, 1208) con un rosario en las manos para indicarle el derrotero a seguir. Las manifestaciones de apoyo mariano continuaron en varios sitios del Mediodía francés.

El beato Alano de la Roca, O.P., en su libro De Dignitate Psalterii narró uno de aquellos episodios:

“Viendo Santo Domingo que los crímenes de los hombres obstaculizaban la conversión de los albigenses, entró en un bosque próximo a Tolosa y permaneció allí tres días y tres noches dedicado a la penitencia, a la oración continua, sin cesar de gemir llorar y mortificar su cuerpo con disciplinas para calmar la cólera divina, hasta que cayo medio muerto. La Santísima Virgen se le apareció en compañía de tres princesas celestiales y le dijo: ‘¿Sabes, querido Domingo de que arma se ha valido la Santísima Trinidad para reformar el mundo?’

¡Oh Señora, Tú lo sabes mejor que yo, respondió él; porque después de Jesucristo, tu Hijo, Tú fuiste el principal instrumento de nuestra salvación!

Pues sabe añadió Ella, que la principal pieza de batalla ha sido el salterio angélico, que es el fundamento del Nuevo Testamento. Por ello, si quieres ganar para Dios esos corazones endurecidos predica mi salterio.

Levantose el santo muy consolado. Inflamado de celo por la salvación de aquellas gentes, entró en la catedral. Al momento repicaron las campanas para reunir a los habitantes, gracias a la intervención de los ángeles. Al comenzar el su predicación, se desencadenó una terrible tormenta, tembló la tierra, se oscureció el sol, truenos y relámpagos repetidos hicieron temblar y palidecer a los oyentes. El terror de estos aumentó cuando vieron que una imagen de la Santísima Virgen expuesta en un lugar prominente, levantaba por tres veces los brazos al cielo para pedir a Dios venganza contra ellos si no se convertían y recurrían a la protección de la Santa Madre de Dios.

Quería el cielo con estos prodigios promover esta nueva devoción del Santo Rosario y hacer que se la conociera más…”

La invitación advirtió sobre el peligro para el neuma por causa de la rebelde apostasía. Ese evento permite hacer énfasis en dos hechos fundamentales que se complementan al fijar la ortodoxia del rosario. Primero, la evolución. El salterio de María surgió de la Biblia para ayudar en el adoctrinamiento al fundador de la Orden de Predicadores. Segundo, la intervención prodigiosa de la Bienaventurada Virgen María. Ella certificó la validez del ordenamiento cristológico de los misterios al encausar la devoción por el lecho del servicio a su Hijo Jesucristo. Antes de ese ciclo no tuvo la organización adecuada para su empresa.

Al rosario no le bastó su noble linaje para evadir los rigores de su misión. Tuvo que ir a la escuela de la antropología cristiana para ser templado en el fuelle de la evangelización y por último graduarse con honores ante el magisterio pontificio de la Iglesia.

Así, el salterio que inició su vida embrionaria en la alta Edad Media, se preparó para participar del Renacimiento. Fray Alano de la Roca, O.P., (1428-1475), uno de sus mayores difusores, creó la base para las Cofradías del Rosario. La primera fue fundada por Jacobo Sprenger, O.P., el 8 de septiembre de 1475 en Zwolle. (Países Bajos).

La modalidad de la plegaria cruzó el Atlántico abordo de unas naves exploradoras. El grito de un marinero desesperanzado detuvo el siglo XV y lo obligó al descubrimiento de América. El territorio de selvas ignotas cambió el transcurrir de la Historia.
Las carabelas de Cristóbal Colón atracaron en el Nuevo Mundo, en 1492. La nao capitana abrió la ruta del rosario con la toponimia de la conquista.  El 15 de octubre, el almirante anotó en su diario que bautizó una isla con el nombre de Santa María de la Concepción.

Detrás de la espada saqueadora llegó el Lábaro redentor. Los misioneros del siglo XVI evangelizaron el continente al tejer camándulas con los cáñamos que ataron los ídolos de las culturas precolombinas. 

El éxito de la prédica colmó las expectativas del renacimiento espiritual de las “Indias Occidentales”. El papa Pío V (dominico) cerró el ciclo evolutivo, bíblico y mariológico del rosario. El pontífice por medio de la bula, Consueverunt Romani Pontifices, (1569) le añadió al avemaría la tercera parte, la intercesión: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”.

Además, definió el concepto que rige hasta nuestros días: “El rosario o salterio de la Santísima Virgen es un modo piadosísimo de oración, al alcance de todos, que consiste en ir repitiendo el saludo que el ángel le dio a María; interponiendo entre cada diez avemarías un padrenuestro, y tratando de ir meditando mientras tanto en la vida de Nuestro Señor”.

Atención, la cruz a estribor

El bautismo de sangre para el recién establecido rosario llegó el 7 de octubre de 1571. En el golfo de Corinto, cerca de la ciudad griega de Lepanto, las flotas navales de los cristianos y los turcos musulmanes chocaron en duelo de guerra. La escuadra católica estuvo bajo el mando de don Juan de Austria, el bastardo de Carlos V, que tuvo la responsabilidad de conducir a las tropas de los estados papales, Venecia y Génova, apoyados por España. La formación entró en batalla contra un enemigo superior en navíos, armamento y experiencia. El choque se jugó el destino de los pueblos que acompañaron al papa Pío V en su ordalía con las camándulas en la mano. El providencial triunfo militar fue atribuido al auxilio de la Santísima Virgen María en su advocación del Rosario.

El Santo Padre, por medio de la bula Salvatoris Domini, (marzo 5 1572)  mandó celebrar la fiesta de Nuestra Señora de la Victoria el 7 de octubre de cada año. Posteriormente su sucesor, Gregorio XIII, decidió cambiar el título del festejo por el de Nuestra Señora del Rosario (1573).

La gloria humeante de la conflagración iluminó el sendero de los frailes dominicos que llegaron por las trochas muiscas hasta las tierras del Zaque de Hunza. La raza vencida fue consolada por el milagro de la iluminación en una choza de la encomienda de Catalina García de Irlos, el 26 de diciembre de 1586. La renovación de una deteriorada pintura de la Virgen María con sus edecanes, san Antonio de Padua y san Andrés apóstol, se convirtió en la advocación de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Ella, bajo su patronazgo real, cubrió a la América del Sur con la valiosa herencia de la repetición del avemaría unida a un arcano de la vida de Cristo.

Mientras las civilizaciones americanas se catequizaban por medio de  las leyes de los virreinatos españoles, la paz de los europeos tuvo que ser ratificada en otra lid contra sus enemigos. El 5 de agosto de 1716, los turcos fueron derrotados por el príncipe Eugenio de Saboya, comandante de los ejércitos cristianos, en Temesvar (Rumania). El papa Clemente XI atribuyó ese honor a la devoción manifestada a Nuestra Señora del Rosario. En acción de gracias mandó que la fiesta del santo rosario fuera celebrada por la Iglesia universal.

De ese modo, el rosario se ganó el derecho divino de integrar el núcleo de la apologética porque es un arma formidable para derrotar la irreligiosidad.  

Posición que ratificó el papa León XIII en su encíclica Magnae Dei Matris (Gran Madre de Dios, 1892): “…Cuando la secta de los albigenses, llena de aparente celo por la integridad de la fe y la pureza de las costumbres, las escarnecía públicamente y en muchas comarcas labraba la perdición de los fieles, la Iglesia combatió contra las torpísimas formas de aquel error sin más armas ni otras fuerzas que el santo rosario, cuya institución y predicación fue inspirada al glorioso patriarca santo Domingo por la Santísima Virgen…”

La transformación  siguió con su avance en pos del cambio para ir  aún más lejos. El papa Juan Pablo II por medio de la carta apostólica rosarium virginis mariae (2002) le agregó los misterios de la luz: “…El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos santos y fomentada por el Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (duc in altum!), para anunciar, más aún, 'proclamar' a Cristo al mundo como Señor y Salvador, «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn14, 6), el «fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización»…”

En síntesis, así como el Verbo se encarnó en el vientre de María para la redención humana, el rosario se engendró en el seno de la Iglesia para predicar su Evangelio. 



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