jueves, 5 de abril de 2018

María Correndentora, gracia del Altísimo



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad  Mariológica Colombiana

“Por la naturaleza de su obra, el Redentor debía asociar a su Madre con su obra. Por esta razón, Nosotros la invocamos bajo el título de Corredentora”. Pío XI, 30 de noviembre de 1933.

El anuncio del ángel Gabriel a María Santísima entregó un signo especial e irrefutable del Creador: “llena eres de gracia”, kecharitomene. El don superlativo que se le otorgó hizo de la corredención una condición sin la cual no habría Redentor ni cristianismo.

La corredención quedó supeditada al misterio del Verbo cuando María, la esclava del Señor, abrió las puertas de su alma con la llave de su fiat: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).  La acción del Espiritu Santo y el poder del Altísimo, dos fuerzas encarnadas, la convirtieron en la Madre de Dios.

El don del gozo en su alma grávida fue la infinita dinámica anónima del Dios, trino y uno, que le alumbró el corazón con el suspiro del ven a mí: a sangre y cuerpo. Dame tu esencia, madre, toma mi alma.

La maternidad humana se elevó a la condición divina por la consustancialidad. Acto de voluntad primigenia e irrepetible donde Dios se hizo a imagen y semejanza de María, su criatura, por la eficacia de la simplicidad de su sustancia eterna.

El prodigio de la unión hipostática, al engendrarse en María, estableció la misión total del Cristo, sin vacíos teológicos ni exclusiones dogmáticas, porque la perfección es parte integral del plan salvífico. Lo perfecto recibió una respuesta de aceptación sometida a la voluntad del Todopoderoso.

La actividad resolutiva del milagro continuó su accionar. El encuentro entre María e Isabel diseñó la alegría del principio de la redención por los méritos de Cristo. ¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? (Lucas 1, 43).

La ruta de la corredención quedó trazada sobre el trajín de la revelación. María lo expresó sobre las dimensiones del tiempo y lo injertó en el ser extasiado de Juan, el Precursor nonato:

Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí. Su nombre es Santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación…” (Lucas 1. 46,50).

La proclamación del Magnificat abrió la victoriosa misión de la Inmaculada sobre el maligno. “Pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le acecharás a él el calcañal”. (Génesis. 3, 15). La herencia de aquel himno fue donada a los hombres.

El Dios humanado palpitaba en su seno mientras Ella le servía a su prima, la mujer estéril, la que concibió en su ancianidad. Al término de la tarea retornó a su hogar para padecer el silencio del varón justo, que sin dudar de su virginidad, resolvió repudiarla en secreto”. (Mateo 1, 19).

Luces y sombras, en asombros fecundos, la refugian en una oración paciente ante su Padre Celestial. El ángel regresó para ratificar su gracia virginal y proteger el vínculo marital. José se regocijó.

María, la Virgen Madre, entró en el activo reposo de la esperanza mesiánica. El alumbramiento llegó como un sol que inundó de dicha la estirpe de la Casa de David. La indivisible invisibilidad del Dios mariano se hizo visible al ser colocado sobre un pesebre.

La Rosa del Cielo se sonrojó enajenada por el dulce estremecimiento de la cita con el Altísimo. Su parto virginal perfumó de preces y de infinitas certezas libertadoras a las criaturas, testigos del Salvador.

La gruta de Belén abrigó la intimidad del testimonio que a una trilogía de seres elegidos los transformó en los primeros adoradores del Mesías. La Sagrada Familia, los ángeles y los pastores fueron los llamados a vivir ese privilegio de la epifanía.

Y José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por cuanto era de la casa y familia de David; para ser empadronado con María su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta. Y aconteció que estando ellos allí, se cumplieron los días de su alumbramiento.

Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón.

Había pastores en la misma región, que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño.  Y he aquí, se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor; y tuvieron gran temor.

Pero el ángel les dijo: No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor…” (Lucas 2. 4,11).

El deleite sublime del nacimiento de Jesús implicó la aceptación de un trío de dolores premonitorios, la confirmación de la corredención. Rito de iniciación. Un motivo inflexible se cernió sobre el destino de María. La pasión y la resurrección de su unigénito estaban grabadas a fuego de Espíritu Santo en sus entrañas desde el momento de la Anunciación, primer kerigma.

El tormento y su ofrenda.

María Santísima asumió el suplicio en la presentación del Niño en el templo. La catedra del presbiterio fraguó una razón cruel. La profecía de Simeón la destrozó:

…Y dijo a María, su Madre: Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para blanco de contradicción; y una espada atravesará tu alma…” (Lucas 2. 34,35).

La competencia de la Corredentora se activó sin escuchar aún la predica del Evangelio. Ella recibió la primera laceración en el nombre de su amado Jesús, el trauma de un Dios indefenso estalló en el delicado sentir de María.

La formidable emoción de una llaga metafísica agregó el encadenamiento a otro padecimiento donde se contemplaron las lágrimas del éxodo.

La egomanía tiránica de Herodes la obligó a padecer los peligros, dificultades, azares y desconsuelos de una travesía, el avatar de la huida a Egipto.

María recibió su segunda herida. Tajo incorporado a la misión de amparar a Jesús. Su fuga angustiada en compañía de su esposo, Custodio del Redentor, siguió en la aceptación vivencial de su esclavitud corredentora.

El trauma de María fue abierto ante el Omnipotente con la sentencia profética del anciano Simeón y continuó con la infamia de la época, el destierro del Cristo.  Amor a muerte.

Herodes le adelantó la otra profecía, la sangre vertida: Matarán a tu Hijo.

“Después que ellos partieron, he aquí un ángel del Señor apareció en sueños a José, diciendo: “Levántate; toma al niño y a su madre, y huye a Egipto. Quédate allá hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”.

Entonces José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto.  Y estuvo allí hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliese lo que habló el Señor por medio del profeta, diciendo: De Egipto llamé a mi hijo. (Mateo 2. 13,15).

No bastó la ordalía. Su obediencia necesitaba padecer las máximas expresiones de la aflicción dentro de las primicias del Redentor.

La tempestad de la angustiosa espiritualidad se injertó en el costado de María. La Providencia Omnisciente le anunciaba el estadio de su desolación.

-¿José, dónde está Jesús? La respuesta fue la búsqueda sin tregua de su Hijo, el Dios extraviado. La madre atribulada sobrellevó el cenit de su tristeza en tres días de martirio que templaron su interior para soportar el recio crujir de la desgracia.

Por fin, las tres primeras llagas de la Correndentora tenían el sufrimiento incruento para cuestionar a su Jesús: “¿Por qué nos has hecho esto?” (Lucas 2, 48). Era el justo reclamo de una madre abnegada cuyo padecimiento soportaba el tercer día de la inexplicable pena. La respuesta del Niño catequista afirmó lo inevitable: “ocupado en los asuntos de mi Padre”. (Lucas 2, 49).  La contestación incluyó la sujeción humilde de Jesús de Nazaret a la escuela de María, su maternal regazo por 18 años más.

Ella había dado a luz la parábola inmensa de la angustia aplastante, clamor de sus entrañas. La ausencia de su Jesús la crucificó en el lábaro de la tribulación. Los infinitos padecimientos de María redactaron el proemio de la Pasión, Muerte y resurrección de su Hijo. San Lucas consignó aquel episodio del Dios ausente del seno familiar. Gloriosa tragedia. Bendito encuentro.

“Iban sus padres todos los años a Jerusalén en la fiesta de la pascua; y cuando tuvo doce años, subieron a Jerusalén conforme a la costumbre de la fiesta.
Al regresar ellos, acabada la fiesta, se quedó el niño Jesús en Jerusalén, sin que lo supiesen José y su madre.

 Y pensando que estaba entre la compañía, anduvieron camino de un día; y le buscaban entre los parientes y los conocidos; pero como no le hallaron, volvieron a Jerusalén buscándole.

Y aconteció que tres días después le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles.

 Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas. Cuando le vieron, se sorprendieron; y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con angustia.

Entonces él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?

Mas ellos no entendieron las palabras que les habló.

Y descendió con ellos, y volvió a Nazaret, y estaba sujeto a ellos. Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón. (Lucas 2. 41,51).

Guardar las cosas de Dios en su corazón significó para la Reina de los Ángeles el latido didáctico del suspiro beatífico.  Ella meditaba el dulce pensamiento de la redención. María pasó a nutrirse de la palabra del Verbo bajo la nube protectora del Altísimo. Virtud que floreció en su intimidad para perfumar los siguientes episodios de la vida del Mesías.

El mandamiento de María

Las bodas de Caná fueron el escenario escogido por el Eterno para manifestar su gloria. El inicio de la vida pública de Jesús rompió las rígidas normas del enigma divino.

La causa pionera de aquel acto la gestó la prudente petición de la Santísima Virgen María. Nuestra Señora acudió a su Hijo con tres palabras simples: “No tienen vino” (Juan 2, 3). La afirmación, que contiene una súplica, fue respondida con una pregunta contundente y una explicación mesiánica: “Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? No es aún llegada mi hora. (Juan 2, 4).

La contestación indicó un delicado silencio de acatamiento. El universo contuvo su aliento. La intercesora intervino de forma servicial. María, con una frase de seis palabras, proclamó su mandamiento: “hagan lo que él les diga” (Juan 2, 5). La mediación revertió el curso del acontecimiento.

La frase unió la Ley y los profetas con el Evangelio. Esas enseñanzas, pregonaron la perseverante sujeción al Supremo. La fuerza de la orden mariana modificó la conducta del Dios Trinitario que otra vez, y contra el modo de ser, se dispuso a depender de la criatura para ejercer su ministerio.

La simple obediencia desalojó el inconveniente. El precepto profundo de su locución sembró una enseñanza que doblegó a las circunstancias mundanas y sociales. Ella les recordó a los sirvientes cuál era la senda para seguir al Ungido.

El enunciado no dejó espacio para la duda metódica o para la equivocación interpretativa. No hay, no puede haber, en esa exposición maravillosa una muestra de yerro. La consigna era y es diáfana en su estructura de sometimiento. Cualquier decisión que Jesús tomara, a favor o en contra de su petición, sería la correcta.

La esclava le devuelve a su Señor la determinación otorgada de adelantar o preservar el plan original de su Padre.

La narración evangélica posteriormente guardó un mutismo sobre la vida de María Virgen. Las bodas de Caná permitieron que la función corredentora tomara un lugar vital dentro de la cristianización. “¿Quién es mi madre?” (Mateo 12, 48). La contestación fue llevada por los cuatro vientos de la Historia.

“Porque quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. (Mateo 12, 50).

Y la hermandad inundó de dichas estupefactas al gentío que se desbordó a la vera del Jordán. La señal impura de los lisiados, los mendigos y las soledades, que presintieron la llegada del amor encendido, abrieron un surco convulso al seguirlo.

El tibio aliento de un suspiro paternal los abrazó. Era el carpintero de Belén, el que levantó la antífona polvorienta de las colinas. Su búsqueda imperiosa del pobre envió el eco supremo de su mensaje con redes de pescador. Él los llamó por su nombre con parábolas de pastor.

El laberinto quejumbroso de las melancolías huyó ante el sonido confiado del grito del ungido: “Yo soy la luz del mundo”. (Juan 8, 12). Las tinieblas cayeron iluminadas por el faro incandescente de sus enseñanzas.

Los esbirros del mal, estremecidos por la estampida de la promesa cumplida, se volvieron el arrume del escombro. Los remordimientos humildes cayeron ante la tempestad cristalina que arrastraba a las multitudes.

La misericordia divina llegó con su hora vestida de sudario. El espléndido ritmo encendió su fulgor.  La victoria conquistadora expresó su ternura henchida de rutilante devoción por los pequeños.

El don de crear nutrió el pan de la eternidad. La revelación continuó recogiendo la cosecha de las espigas en una constante pasión por la alegría del auxilio. Marcos, el evangelista, redactó en ocho capítulos ese don de la gracia suma que plantó su remedio. Sus letras constataron la invasión insaciable del Dios enviado para curar, perdonar, redimir y expulsar el inútil torbellino de la inmundicia.

El ardor de celo por la casa paterna fue la radiografía de la bondad mística. Era el impulso de la sabiduría, de los extensos y los sucesivos instantes, que iluminaron el himno del aleluya.

La libertad de Dios llegó para romper el yugo de las tradiciones diseñadas para ahogar en las costumbres el reflejo de la santidad.

La Galilea atónita presenció al hacedor de milagros cuya túnica inconsútil, tejida por María, estaba diseñada para sanar. Él cuestionó con la invitación de una sonrisa, prodigio del encantamiento, al pecador. La melodía de su cristalino tono de predicador limpió la piel del leproso. La intensa razón del argumento sembrador sepultó en el olvido a la herencia de Adán.

La ventura anunció la trágica agonía de un crepúsculo. El precio de su atracción reclamaba el suplicio de la miserable cruz. La enredadera de la norma reptó esclavizada por el defecto del soborno.

Las efímeras alegrías de las muchedumbres enardecidas resultaron costuras desgarradas. El tintineo alevoso de unas monedas, el beso falaz, y el estigma de la carne rota empaparon de sangre el pretorio del procurador de Judea Poncio Pilato.

La calle de la amargura, cuarta estación del vía crucis, midió el extremo doliente del horror radiante. El martirio fatigado, trémulo y humilde, en un choque de miradas conmocionó a la Virgen Santa ante el destello fulminante de las lágrimas púrpuras. La Madre del Redentor recibió el impacto brutal, el choque bravío. La espalda rota soportaba, en tres huesos, a la sexta llaga.

Al instante la escritura le leyó el pasaje del profeta de la fe, Isaías:

 “Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como un cordero llevado al matadero” (Isaías 53, 7).

Las dos almas sangrantes, del Hijo y la Madre, plasmaron, por un impulso silente, el suspiro irrevocable del dilema de la interrogación.

Vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante al dolor que me atormenta” (Lamentaciones 1,12).

Ecce mater tua

La crucifixión de Nuestro Señor lo llevó a su máxima expresión de entrega que se rubricó con la muerte en un madero cuyo título: “Jesús de Nazaret, rey de los judíos” (Juan 19,19) es el Inri, el monograma del Salvador.

Porque “El buen pastor da su vida por las ovejas” (Juan 10,11). Y es en ese proscenio dramático donde Juan, testigo sostenido por la fuerza de la gracia de María, pudo, a su tiempo, consignar en las páginas de su evangelio: “estaban en pie junto a la cruz de Jesús su madre, María de Cleofás, hermana de su madre…” (Juan 19, 25).

La Reina del Martirio y de los mártires soportó la crueldad del tormento con la misma entrega del fiat, la voz decisiva que permitió la encarnación del Verbo.

El minuto mesiánico acariciaba su final. Y para que todo estuviera cumplido, Jesús agonizante ratificó, traspasado por los clavos, el atributo corredentor de su Madre. La redención se cumplió al ser precedida por una acción corredentora de sumisión en aceptación al sacrificio culminante, sin fin y sin tiempo.

“Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”.  (Juan 19. 26, 27).

La entrega, para redimir a los pecadores, estaba cumplida y Jesús, inclinando la cabeza, expiró (Juan 19,30). El corazón inmaculado de María aguardó desvelado la resurrección.

¿Por qué el insaciable trauma en su insostenible plegaria de tragedia no la inmoló? Porque debía cumplir otras misiones asignadas a la economía salvífica de su maternidad.

La corredención germinó regada con agua y sangre cuando el legionario romano atravesó el costado del Mártir del Gólgota.  La espada de dolor rompió el alma de María. “Mirarán al que traspasaron” (Juan 19, 37).

La tragedia de María Santísima, la deshijada, corroboró que su ser torturado soportaría de pie el designio del auxilio por la penitencia. La salvación eterna de sus hijos adoptivos no requería de la cesación de su existencia. La muerte humillada era el privilegio cumbre del Redentor. La deuda criminal del Paraíso quedó saldada.

La nueva faena, asignada a la portadora de la mediación, quedó plasmada en las estaciones del viacrucis, adheridas a su luto inmortal. Ella contempló el cuerpo inerte de Jesús. El difunto fue bajado de la cruz y envuelto en una sábana por José de Arimatea. (Marcos 15,46). El cadáver destrozado reposó en brazos de María mientras lo amortajaron con lienzos según la costumbre judía. La Dolorosa acogió a su Señor.

“Había cerca del sitio donde fue crucificado un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual nadie aún había sido depositado.

Allí, a causa de la Parasceve de los judíos, por estar cerca el monumento, pusieron a Jesús”. (Juan 19. 41, 42).

La Iglesia desolada y en desbandada, producto del temblor oscuro del viernes 14 de nisán, nada supo hasta el domingo. Ella, la Virgen Fiel, se abrazó al resucitado triunfante. Se fundió anhelante en una armonía que encendió en su pecho la inmensidad de su rutilante corredención, derecho de madre.

Un autor del siglo V, Sedulio, sostiene que Cristo se manifestó en el esplendor de la vida resucitada ante todo a su Madre. En efecto, Ella, que en la Anunciación fue el camino de su ingreso en el mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la Resurrección, para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del Resucitado, Ella anticipa el «resplandor» de la Iglesia.

Por ser imagen y Modelo de la Iglesia que espera al Resucitado parece razonable pensar que María mantuvo un contacto personal con su Hijo para gozar también Ella de la plenitud de la alegría pascual.

“La Virgen Santísima, presente en el Calvario durante el Viernes Santo (ver Jn 19,25) y en el Cenáculo en Pentecostés (ver Hch 1,14) fue probablemente Testigo privilegiada también de la Resurrección de Cristo, completando así su participación en todos los momentos esenciales del misterio pascual. María, al acoger a Cristo Resucitado, es también signo y anticipación de la humanidad, que espera lograr su plena realización mediante la resurrección de los muertos.

En el Tiempo Pascual la comunidad cristiana, dirigiéndose a la Madre del Señor, la invita a alegrarse: «Regina caeli, laetare. Alleluia». « ¡Reina del Cielo, alégrate. Aleluya!». Así recuerda el gozo de María por la Resurrección de Jesús, prolongando en el tiempo el «¡Alégrate!» que le dirigió el ángel en la Anunciación, para que se convirtiera en «Causa de alegría» para la humanidad entera. Papa. Juan pablo II. Audiencia General. Miércoles 21 de mayo de 1997.

La resurrección de Jesús iluminó el áureo río de gracias entregadas a la corredentora. El quehacer de la empresa ecuménica tenía que publicar otros capítulos.

Entre la ascensión a los cielos (Lucas 24, 51) y la venida del Espíritu Santo en la fiesta de Pentecostés (Hechos 2. 1,4), la Iglesia naciente tuvo un único soporte moral: María, Consoladora de los Afligidos. Ella convocó al colegio apostólico para orar el Padrenuestro en espera del fuego que encendió la evangelización hasta el eterno presente.

Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, Reina y Corredentora de Colombia, ruega por nosotros.


No hay comentarios:

Publicar un comentario