Por Julio Ricardo
Castaño Rueda
Sociedad Mariológica
Colombiana
Los devotos de María Santísima deben saber que solamente la recibirán
como madre al pie del madero.
“Y cuando Jesús vio a su
madre, y al discípulo a quien Él amaba que estaba allí cerca, dijo a su madre:
¡Mujer, he ahí tu hijo! Después dijo al discípulo: ¡He ahí tu madre! Y desde
aquella hora el discípulo la recibió en su propia casa”. (Juan 19, 26-27).
El sí de María a la encarnación del Verbo diseñó el principio de la cruz.
La grafía del “fiat” se cierra con ese signo. El privilegio de la maternidad
divina tuvo su pedestal en el futuro suplicio.
La pieza fundamental de la misión mesiánica requería ser construida sobre
la heroicidad del sacrificio. El primer gozo de la Hija de Sión allanó la senda
hacia el calvario, tarea corredentora.
El aprendizaje, para colaborar con la misión salvadora de su Hijo, se
iniciaría con la profecía de Simeón (Lucas 2, 22-35). El espantoso vaticinio
atravesó su corazón impoluto con la espada de dolor, la lanza de Longinos. La
escuela mariológica quedó solemnemente afirmada sobre una roca de servicio cuya
finalidad es la doble penitencia: obediencia y paciencia.
El derrotero trazado por el Altísimo incendió el alma de su amada Hija a
cuya protección maternal quedó el indefenso Niño nacido en una pesebrera de
Belén: “He venido a arrojar un fuego
sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! (Luc, 12-49).
El siguiente capítulo de la ordalía lo prologó la voz imperativa del
ángel. Herodes, el autócrata, dictó sentencia criminal contra el divino infante.
La congoja, la noche y el exilio se confabularon para señalarle a la Sagrada
Familia una senda de privaciones. Los aguardaba una tierra politeísta donde el
pueblo de Israel estuvo en cautiverio. La huida a Egipto impuso la llaga del
desarraigo. (Mateo 2, 13-15).
La tribulación silente tuvo la merced del retorno. El fallecimiento del
gobernante de Judea otorgó el indulto para los desterrados.
El tiempo de la expatriación sirvió para gestar un acontecimiento que
prefiguraba el patíbulo del 14 de Nisán. El suceso fue injertado en los
misterios del santo rosario: el Niño perdido y hallado en el templo. El
desconsuelo, ante el extravío del Unigénito, quedó colmado por el júbilo del
hallazgo. (Lucas 2, 41-50). Esa historia evangélica prefigura la defunción y la
resurrección de Cristo. Momento propedéutico que dio un espacio de serena
preparación para el triduo pascual. La próxima cita de María Corredentora, con
el aula del padecimiento, sería en la calle de la amargura.
La cuarta estación del vía crucis convirtió a la Santísima Virgen en la
peregrina de la tragedia. Un texto de
Jeremías, que dibujó al Mesías, se le puede aplicar con devota certeza a la
única criatura capaz de soportar, albergar y testificar los tormentos de la
pasión del Nazareno. “Oh vosotros todos, que pasáis
por el camino: ved y juzgad si existe dolor igual al dolor que me atormenta”.
(Lam 1, 12).
La asignatura final quedó crucificada en el castigo destinado a los
enemigos del Imperio Romano y del sanedrín judío. (Juan 19, 17-39). El Redentor
había muerto para liberar al hombre de la mortal tara del pecado. La deuda
contraída por Eva y su consorte, en contra de la humanidad, quedó saldada. Los
cielos están abiertos para la vida eterna en la plenitud de sus gracias.
El tormento de Dios finalizó. El de María Santísima continuó.
El carísimo precio pagado por ofrendar a su Hijo en el altar de la
salvación requería un trazo de la escritura mariana para ese reglón de la
historia. Ella, María Dolorosa, recibió el cuerpo desgarrado de Jesús al ser
bajado del lábaro. (Marcos 15, 42-46).
La amargura universal se desbordó de su regazo ante el cadáver
descoyuntado La aflicción sublime la estremecía ante el rugido del homicidio
por aniquilamiento.
Las sombras vespertinas le negaban el homenaje póstumo. La prisa
clandestina de Nicodemo preguntaba dónde estaban los pescadores, sus apóstoles.
Las vespertinas sombras desencadenadas vaticinaban, sobre el Gólgota, la
derrota del naciente credo. Cristo fue colocado en el sepulcro. (Juan 19,
38-42).
¿La tarea de la Corredentora terminó en ese estado fúnebre? La respuesta
la trae el médico evangelista:
“…y, después de descolgarle, le envolvió en una sábana y le puso en un
sepulcro excavado en la roca en el que nadie había sido puesto todavía. Era el
día de la Preparación, y apuntaba el sábado. Las mujeres que habían venido con
él desde Galilea, fueron detrás y vieron el sepulcro y cómo era colocado su
cuerpo, Y regresando, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron según
el precepto. (Lucas 23, 53-56).
La Inmaculada reposó su tristeza mientras cambió de actividad. El trauma
sin tregua aún necesitaba una orante transmutación. La bendita atribulada
comenzó a tejer con los hilos del infortunio una esperanza de gloria inmortal.
Cada lágrima regó la semilla de la Palabra. Sus manos sostenían la promesa del salmista: “Pues tú no abandonarás mi alma en el Seol, ni permitirás a tu Santo ver
corrupción. Me darás a conocer la senda de la vida; en tu presencia hay
plenitud de gozo; en tu diestra, deleites para siempre”. (Salmo 16, 10-11).
Al amanecer del tercer día, la Reina de los Mártires, pletórica de dicha,
envió a la Magdalena a visitar una tumba vacía.
El gozo y el dolor, compañeros inseparables en la vida del cristiano, se reflejan claramente en el ejemplo de la Madre, desde el Fiat de la anunciación hasta el Consumatus est y el triunfo del Resucitado.
ResponderEliminarBuen día
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