Por Julio Ricardo
Castaño Rueda
Sociedad Mariológica
Colombiana
“Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mateo, 16-24).
El trauma vital de María Santísima en el calvario escribió un episodio
innovador sobre el martirio. Ella soportó el evangelio del sacrificio para
guardar en su corazón la herencia del último mandamiento de su Hijo, la caridad.
La Virgen exploró la inmensidad sacrosanta de la tragedia. La tortura fue
santificada por su obediencia de esclava. La agonía cruel de Jesús, mortificada
en el madero, se ofrendó en el alma de la Rosa del Cielo para consagrar la
dimensión profunda de la profecía de Simeón.
Ella, la Purísima, dio a luz al dolor inmaculado. El parto de su
aflicción fue silente. Sin quejas justas, sin preguntas reivindicativas, sin
réplicas retadoras, sin rencor vengativo, ni dudas lacerantes.
Misterio corredentor, beneficio mariano del indulto. Solo Ella, la
Impoluta, podía albergar el holocausto de Cristo sin ser vencida por el drama
terrible de una angustia macabra, la muerte de Dios.
La merced redentora del Salvador crucificado se donó generosa al
reconocer en su progenitora una plegaria viva que trasformó sus heridas
desgarradas en un episodio de esperanza irreductible: la resurrección.
La Dolorosa transcribió la piedad esencial para el cumplimiento de la
escritura cuyo versículo guardó en oración y repasó con un beso ensangrentado.
“…se humilló y no abrió la boca.” (Isaías, 53-7).
Indescriptible el dolor de nuestra Madre, única criatura capaz de asumir el misterio redentor de Cristo. En Ella encontramos la fuerza para llevar nuestra cruz de cada día,con la fe anclada en la certeza de la resurrección.
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