Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“…y no nos dejes caer en tentación”.
(Mateo. 6, 13).
La provocación es un complot del mal para destruir las potencias del alma y destazar, mediante el pecado, la esencia divina del hombre.
La definición bastaría para colocar en alerta a la frágil condición humana,
pero la advertencia es cómplice de la desobediencia porque el peligro inminente
no alerta de la catástrofe. La razón es la existencia de un delicioso amorío
entre el deseo y el riesgo, en una confusión sin tregua. En esa ebullición de
los sentidos, la aventura de lo prohibido abre sus puertas al goce del alborozo.
La belleza y el placer, dupla idealizada, se transforman en una trampa de prosas.
Las variantes de ese comportamiento
serían infinitas en la inconsciencia de la inocencia. Y si la ingenuidad es
avasallada por el trasegar de la pasión, la experiencia y la razón son
escombros reducidos por un encanto trémulo. El arrebato indiferente grita:
antojo. El regocijo invita al azar delirante de la instigación privilegiada por
la extravagancia del deleite.
El apetito de la voluntad enciende los devaneos de la sugestión. La lujuria
implora la profunda huella de la ilusión. La realidad trastocada se enamora del
anhelo fantástico y vuelve frenético a su destino irredento.
El movimiento de la hermosura atrapa al corazón en una fuga de consolaciones
errantes. Tiembla la dicha con la ardentía de las dulzuras florecidas. El diálogo
de las intenciones saborea placeres atrevidos. La propuesta sin sonrojos saborea
con el secreto de los impulsos. La locura es un suspiro donde el instante se
vuelve pensativo. El cuerpo estremecido desafía a la sangre reventada por el
verso dulce de un poema.
La claridad taciturna de la experiencia advierte sobre la insegura noche sonámbula.
La mujer jubilosa marca un punto de ardor en el infinito esplendor del
desasosiego.
La frontera entre el amor inmensurable y las sombras confundidas se unen en
una lucha de senderos prístinos. Lugar en rebeldía.
La fascinación ha señalado su derrotero con un marcado acento de tatuaje
femenino. La elección del frenesí, quemadura del beso, declama la dulzura de
los labios desposados por la quimera prometida.
Las honduras galopantes imantan los suspensos. La invitación clama impasible
por la inmensidad de la insistencia, miel ardorosa. Deliciosa bebida de
conjuros.
Las fragancias de la incitación irrumpen impetuosas sobre las mareas de la
plenitud íntima. El misterio de la palabra se dona prodigioso ante la incógnita
fascinante. Vértigo sublime.
El latido de la fiebre danza pensativo. La jornada indivisible enumera el
orden de la angustia sonrosada. La lumbre estremece al horizonte, ímpetu
ansioso. La piel es prisionera del tacto, arte de los delirios milenarios. Cruzar
esa raya lívida es sentir el escápelo avieso en la garganta. Acción desatada.
La última brizna de cordura receta un remedio de curación instantánea. Implorar
a la bogotanísima Virgen de la Peña un corazón inmaculado y pétreo. San
Bernardo de Claraval lo recomienda con ahínco de templario: “Si se levanta la
tempestad de las tentaciones, si caes en el escollo de las tristezas, eleva tus
ojos a la Estrella del Mar: ¡invoca a María!”
La seducción ataca sin compasión a todo ser humano, como herencia de nuestros primeros padres. Allí mismo fue dado el remedio para vencerla: acudir a la MUJER que aplasta la cabeza del tentador.
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