Por
Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad
Mariológica Colombiana
La concepción impoluta de la
Santísima Virgen María fue el preámbulo para una súplica de urgente santidad: “Venga
a nosotros tu Reino”. (Mt 6,10).
La humanidad vencida y divorciada
de su Creador por la dupla del pecado, desobediencia y vanidad, necesitaba obtener
una renovación restauradora en su origen femenino.
Eva, la fémina indiscreta y
carne de Adán, permitió que la astuta serpiente la convenciera de comer el
fruto prohibido. El garoso mordisco abrió la puerta a la condenación eterna. La
gustativa insubordinación de un capricho al paladar rompió la gracia divina
otorgada a su ser. La luz del Espíritu se oscureció en el interior de la obra
maestra de la Divinidad, el hombre.
La reparación de esa catastrófica felonía requería de una
invención superior e innovadora, una especie de blindaje, virtud impenetrable
para las fuerzas de la iniquidad. La coraza, diseño celestial, es la derrota
permanente del Maligno. Son hilos de pureza tejidos en la rueca de la humildad.
Así, la mujer castísima fue gestada bajo el omnipotente arte
de la oposición misericordiosa contra la vileza de la maldad. (Gén 3,15). La
flamante criatura, procreada para la gracia universal, fue concebida sin macula
en la perennidad del amor de Dios. Ella sería la primicia de un anuncio salvador.
María Purísima, aurora de la esperanza santificante, ofició su preparación para
la esclavitud corredentora.
La pulcritud del fiat engendró al Redentor, su unigénito.
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