(“Tríptico mariano jesuita-dominicano”, colección personal del autor)
Por José Luis Ortiz-del-Valle Valdivieso
“Viendo, pues, Jesús a su Madre y al discípulo a quien
amaba, allí de pie, dice a su Madre: Mujer, he aquí a tu hijo. Luego dice al
discípulo: He aquí a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió
consigo.”
(S. Juan 18, 26-27)
La piedad del pueblo cristiano, desde los primeros siglos, ha tenido a la
persona de María como verdadera Madre de Dios hecho hombre, entre muchos otros
atributos excelsos y exclusivos de Ella, y por eso le ha tributado siempre una
veneración especial que se ha ido perfeccionando con mayor claridad teológica y
filosófica, a lo largo de los siglos, gracias a las definiciones dogmáticas
sobre Ella y a los numerosísimos escritos de los Padres y Doctores de la
Iglesia (san Efrén Siro, san Epifanio, san Tarasio, san Germán, san Juan
Damasceno, san Jerónimo, san Agustín, san Ambrosio, san Anselmo, san Alberto
Magno, santo Tomás de Aquino, san Alfonso de Ligorio, etc.).
No obstante, como se sabe, nunca podrá ser suficiente lo que se diga en
alabanza y gloria de la Inefable, como la llama san Bernardo, porque todo lo
que se diga será siempre en alabanza y adoración de Dios, pues nuestra santa
religión es la única verdaderamente cristiana.
Aunque el sentido de la fe de los fieles, durante los veinte siglos de
cristianismo se ha mantenido en lo esencial de las creencias marianas y se ha
renovado y purificado en las prácticas, como lo es el Santo Rosario de la Reina
Universal de todo lo creado, ha sido un lugar común bastante deplorable que se
le llame “Nuestra Madre del Cielo”, como si no fuera a la vez “Nuestra Madre de
la Tierra”.
¿Qué sentido cristiano puede tener que sea nuestra Madre solo del cielo si
no lo es también en esta vida terrenal, que es cuando más la necesitamos y a
sabiendas de que Ella es Soberana de toda la creación?
La maternidad espiritual de María Santísima sobre todo el género humano,
así como nos la entregó Nuestro Señor en el Gólgota, no deja duda alguna de que
su principalísima misión iniciada terrenalmente desde el dichoso Fiat, pero
prevista por Dios desde la eternidad, hacen que sea tanto nuestra Madre
Auxiliadora en esta vida contingente como nuestra Madre en el cielo, si por la
misericordia de Dios llegaremos a merecerlo.
Bien recuerda el R.P. Uldarico Urrutia S.I., en su libro “Los nombres de
María” (Instituto de Propaganda Católica, Barcelona, 1932, 2ª ed.) la excelsa y
exclusiva misión de María, cuando dice:
“Pues bien, todo lo que es la madre en el orden natural, eso es María para
el hombre en el orden de la gracia.
No quiso privar Dios a la nueva criatura formada por Él, de los encantos y
dulzuras de una madre, y por eso le dio a la Virgen. Quitad del hogar a la
madre. ¿Qué os queda? Pues eso sería el mundo sin María.”(pág. 159).
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