jueves, 26 de abril de 2012

La Inmaculada

Venimos de una pareja desobediente a Dios y maldita. Este es el triste hecho que nos contrista y humilla. Basta descender de aquella fuente emponzoñada para quedar también emponzoñados; basta ser fruto de aquel árbol para llevar la condición pecadora y maldita del árbol ¿Quién puede tornar una semilla venenosa en fruto nutritivo y benéfico? Reconocer que estamos heridos por un pecado hereditario no cuesta ningún trabajo: es verdad de simple experiencia propia y ajena. El mismo apóstol san Pablo describe cómo sentía una perversa inclinación que militaba en sus miembros contra la ley de Dios. La convicción de que nuestro linaje está pervertido desde la fuente y que nadie que sea descendiente de Adán puede escaparse a este torrente inficionado y que inficiona es una verdad histórica de todos los siglos, de todas las edades, de todas las naciones. Necesita el linaje humano un Redentor.

Dos hechos largamente comprobados, sentidos y admitidos:
1.     Todos heredamos el pecado original.
2.     Todos necesitamos ser redimidos por Nuestro Señor Jesucristo.

Pero en estas dos verdades tan claras e indudables consideraron muchos grandes pensadores que radicaba la imposibilidad de que María fuera inmaculada en su Concepción. Quién creyera que dos colosos de la devoción a la Santísima Virgen y al par titanes del pensamiento teológico vieron en estas dos verdades el argumento incontestable que convencía, decían ellos, de la imposibilidad de la Inmaculada Concepción.

“Si fue concebida de varón y mujer no pudo ser Inmaculada”, decía san Bernardo.

“Si necesitó Redención no pudo ser Inmaculada”, decía Santo Tomás.

“Yo no puedo refutar esas razones, pero María fue Inmaculada”, decía el pueblo cristiano. Más adelante veremos cómo Duns Scoto, el admirable Doctor de la Inmaculada demostró que no hay incompatibilidad.

El dogma de la Inmaculada es una de esas verdades que pertenecen al tesoro de la Revelación y recorren todas las etapas que de acuerdo con la Sagrada Teología puede recorrer la verdad en su magnífico desenvolvimiento que se llama evolución del dogma.

En primer término la verdad estaba en el campo del buen padre de familia, pero oculta como un filón de oro en las entrañas de la tierra, o un nido de diamantes y esmeraldas en la oquedad de la roca. ¿Cuáles eran esos filones? Eran aquel “aplastar la cabeza del demonio” pronunciado en la tarde del paraíso; eran aquel “llena de gracia”, del anuncio evangélico; eran aquel “bendita tú eres entre todas las mujeres” de santa Isabel el día de la Visitación.

Después… y este es el segundo término, esa verdad la descubren los Santos Padres y el pueblo cristiano a quien ellos enseñan. Los maestros de la fe y el pueblo creyente, sin saber precisamente en cuál de los textos de la Sagrada Escritura está contenida, tienen la seguridad de que en esa arca sacrosanta de la verdad escrita, se esconde la Inmaculada Concepción de María, y que de allá se trasluce al caudal abierto de la tradición, como si las aguas transparentes de un río revelaran los ocultos tesoros que yacen invisibles lecho adentro; o como si en un jardín florido saltara un abundante y cristalino surtidor, aunque de hecho no pudiera señalarse el sitio oculto de la tierra donde circula la vena misteriosa que lo alimenta.

Entra luego aquella verdad en una inexplicable etapa, y es un período de discusión durante el cual resaltan admirablemente dos cosas: cómo para la busca, enseñanza y conservación de la verdad revelada, el ingenio humano como tal aunque poderoso y espléndido poco vale, y en cambio el magisterio viviente de la Iglesia, aunque modesto y sin alarde es infalible. Los canónigos de la Catedral de Lyon determinan por decreto capitular celebrar todos los años solemnemente la fiesta dé la Concepción Inmaculada de María. Cuando lo supo san Bernardo, siendo como era devotísimo de María, les escribió su epístola 174, en la que les reprende enérgicamente por tal innovación, diciendo que la nueva solemnidad ni está señalada en la Liturgia de la Iglesia, ni viene aprobada ni recomendada por la antigüedad de la Tradición. “La real doncella no necesita mendigar falsos oropeles, siendo así que posee tantos y tan irrecusables títulos de grandeza”. Llamaba al privilegio de la Inmaculada Concepción falso oropel. Y arrastró en pos de sí a los grandes maestros de la teología de aquellos siglos: san Pedro Damián, Pedro Lombardo, Alejandro de Hales, san Buenaventura, san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino. Tan cierto es aquello: Nisi Dominus aedificaverit domum, in vanum laborant qui aedificant eam. Nisi Dominus custodierit civitatem in vanum vigilat custos.

Sin embargo, la fe en la Inmaculada siguió verdadera y viviente. El pueblo cristiano y el magisterio de la Iglesia no se dejaron arrastrar ni por la autoridad ni por la santidad ni por la elocuencia del gran san Bernardo que fue a un mismo tiempo gran doctor, gran santo y el máximo orador de la edad media. Ni tampoco por la sabiduría y genio de un santo Tomás.

“Si me dijere alguno, dice fray Juan de los Ángeles parte II p. 239 que los antiguos doctores tuvieron que la Virgen fue concebida en pecado original, lo que me parece de ellos es lo que de Hércules y de otros famosos conquistadores del mundo, que llegando a Cádiz puso dos columnas con aquel famoso epitafio: Non plus ultra: “No hay más mundo”; y engañáronse, porque después se han descubierto las Indias Occidentales, que es otro nuevo mundo. Gran Hércules, san Bernardo, san Juan Crisóstomo y santo Tomás, famosos descubridores de las grandezas y excelencias de la Virgen; pero llegados al piélago grande y océano del pecado original, dijeron: “Santificada fue”, como san Juan Bautista y Jeremías, y pusieron Non plus ultra. Quedáronse allí; pero han venido después muchos Corteses, conquistadores de nuevos reinos, que arrojándose al agua, dijeron: Plus ultra, “Más adelante”. No sólo fue santificada, sino preservada. No la tocó el pecado, como ni a los hijos de Israel la espada del Faraón cuando con sus carros los fue persiguiendo hasta el Mar Bermejo”.

El doctor de la Inmaculada fue Juan Duns Scoto, franciscano escocés, gloria de Oxford y de la Sorbona, que rebatió los argumentos contra la Inmaculada Concepción y planteó el sintético silogismo: Potuit, decuit ergo fecit.[1] Por medio del cual habló la sabiduría asociada al sentido común, a la tradición y a la piedad. Dios pudo hacer a su Madre inmaculada; convino que así la hiciera; luego de cierto la hizo.

La sabiduría popular se expresó por boca de Valdivieso:

¿Quiso y no pudo? No es Dios.
¿Pudo y no quiso? No es Hijo.
Digan, pues, que pudo y quiso.

Cuarta etapa. El sol del dogma ya llevaba recorrida más de la mitad de su carrera, pero antes de llegar al cénit, quiso Dios que fuera la verdad universalmente creída y celebrada por todos los órdenes: por los pequeños que tienen la fe del carbonero, por los grandes de los colegios, seminarios, universidades, por las comunidades religiosas, por el episcopado. Desde el Concilio de Trento que preparó, por decirlo así, el camino a la definición del dogma de la Inmaculada, al declarar que no era su intención incluir a la Santísima Virgen en la generalidad de su definición del dogma del pecado original, hasta el año de 1854, el avance de esta verdad fue realmente glorioso y triunfal.

La quinta etapa, es el sol en el cénit: el 8 de diciembre de 1854. La definición del dogma de la Inmaculada por el Papa Pío IX dice así: “Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que afirma que la Beatísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, fue preservada, por singular privilegio de Dios, y en virtud de los méritos de Jesucristo, de toda mancha de pecado original es doctrina revelada por Dios y por tanto han de creerla firme y constantemente todos los fieles”.

Antes que Pío IX pronunciase su fallo, hizo comparecer, digamos así, delante de su trono a todos los pueblos del globo y a todos los siglos de la edad cristiana para que unos y otros depusieran acerca de la creencia actual y de la creencia tradicional en la Inmaculada Concepción. A la voz del Vicario de Cristo, los raudales de la doctrina revelada brotaron de montes y collados, comenzaron a correr desde los extremos remotos de los siglos y juntándose ante la Cátedra del Pontífice formaron como un piélago inmenso y limpidísimo en cuyos cristales se dibujaba la imagen radiante de la Virgen sin mancha. Unánime fue el juicio de la Iglesia dispersa, idénticos los sentimientos en los corazones cristianos de todas las épocas y de todas las latitudes y el Papa no vaciló en ponerles el sello de su oráculo soberano. Estupendo testimonio de la unidad y catolicidad de la Iglesia sobre todo en tiempos como los nuestros de confusión de ideas, de pugnas entre las escuelas y las sectas, de mudanza continúa en las teorías que fabrican los hombres. Ni es menos digno de notar que en aquella coyuntura el Papa definió la doctrina católica sin intervención del Concilio general. Los trescientos obispos que le asistían no estaban allí como jueces para sentenciar sino como espectadores y testigos para dar mayor solemnidad a la sentencia del jefe de la Iglesia que hablaba en nombre de Nuestro Señor Jesucristo; por la autoridad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y la suya propia. La definición dogmática fue, pues, como si dijéramos la manifestación y ejercicio anticipado de aquella infalibilidad personal e independiente del Papa que veinte años más tarde iba a proclamarse en aquella misma Basílica del Vaticano. Y ¿quién no confesará que en uno y otro caso fue Pío IX instrumento de la misericordia providencial del Señor para con su Iglesia? La tempestad se preparaba, las sectas coligadas se apostaban para destruir el principado civil de la Santa Sede, antemural y garantía de su poder espiritual; la revolución triunfante iba a conquistar y ocupar la Ciudad Eterna dejando de hecho al Papa, prisionero dentro de los muros del Vaticano. Mas antes que tal sucediera, era preciso estrechar los lazos que unen a los miembros del cuerpo místico de Cristo con su cabeza visible, poner como si dijéramos el coronamiento a la constitución de la Iglesia y forjar el anillo de diamante que había de juntar indisolublemente al Papa con los Obispos y fieles de todo el orbe. Cuando san Pedro confesó abiertamente la divinidad de su Maestro, recibió en galardón el Primado sobre toda la Iglesia, y a la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción de María, hecha por el sucesor de san Pedro, respondió Jesucristo con la no menos solemne declaración de la infalibilidad pontificia. “Tú eres Cristo, Hijo de Dios”, dijo Pedro en las cercanías de Cesárea de Filipo, y Cristo le dijo: “Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Por tus méritos, oh Señor Jesús, exclama Pío IX desde su Cátedra de Roma, tu Madre ha sido Inmaculada desde su primer instante, y Jesucristo por boca del Concilio ecuménico le contesta: “Yo te digo que en virtud de mi poder soberano tú eres el pastor y maestro de mi grey en todos los siglos”.

La Santísima Virgen respondió, por decirlo así, en dos ocasiones, a la cita de Pío IX: anticipadamente en 1830 cuando a Santa Catalina Labouré le ordenó acuñar la medalla milagrosa con la inscripción: “Oh María concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a Vos”; y unos años después de la definición dogmática cuando en las orillas del Gave le dijo su nombre a Bernardita Soubirous: Yo soy la Inmaculada Concepción”.

En este dogma de la Inmaculada como en otros privilegios de María, y como en toda la persona de María se pueden distinguir aquellas hermosas y progresivas etapas que enumera el texto sagrado: aparece como suave aurora naciente, avanza como luna hermosa y espléndida, domina el cénit como sol de meridianas claridades, y se apodera de los espacios siderales con la cadencia de los coros marciales y la terribilidad de los escuadrones en orden de batalla.

Visto ese conjunto histórico de la Inmaculada, será oportuno decir algo del privilegio mismo y de la gran maravilla que es la Concepción Inmaculada de María.

La Sagrada Escritura nos refiere cómo fue el paso del mar Rojo, cuando huían los hebreos de la esclavitud egipcia. Fácil es imaginar el pavor y el desconcierto del pueblo de Israel al ver que en frente se alzaba el mar; a un lado una escarpada cumbre; por los otros flancos los ejércitos perseguidores. El desaliento empezó a apoderarse de todos, y las maldiciones contra el caudillo estallaban.

No dice la Sagrada Escritura que Moisés le hablara al Señor. Las grandes angustias son mudas, pero san Agustín anota que toda su persona era un grito sin voz que en la gran tragedia golpeaba en el corazón mismo del Altísimo. Y el Señor respondió: Diles a los hijos de Israel que marchen. Y tú alza tu vara y extiende tu mano sobre el mar, y divídele, para que caminen en seco los hijos de Israel por medio del mar. Y adelantándose el ángel de Dios que iba delante del ejército de Israel, marchó detrás de ellos, y con él también la columna de nube, dejando la delantera.

Situose el ángel del Señor entre el ejército de los hebreos próximos al mar y el de los egipcios acampados en la explanada contigua. Con la nube proyectaba el ángel luz hacia los hebreos y oscuridad hacia los egipcios que quedaron sumidos en impenetrable noche. Entonces extendió Moisés la mano sobre el mar, y el Señor lo retiró e hizo soplar un viento recio y abrasador y lo convirtió en seco. Y entraron los hijos de Israel por medio del mar seco porque el agua estaba a derecha e izquierda de ellos. Cuando ya el pueblo había recorrido la mayor parte de los veinte kilómetros que serían el trayecto por el mar, el ángel hizo cesar la impenetrable oscuridad de la nube y los ejércitos egipcios pretendieron dar alcance a los hebreos. Cuando ya se habían internado en persecución de ellos, ya también se acercaba el amanecer porque el recorrido marítimo les había llevado a los hebreos varias horas. Salvos se hallaban éstos en la otra orilla, los enemigos en aquel camino que dejaron las aguas todavía amuralladas de lado y lado por el poder de Dios. Eran las horas del alba cuando el Señor unió unas y otras aguas y los envolvió el furor de las olas.

Este paso de los israelitas por el mar Rojo es una imagen muy viva de la libertad que el Señor nos da por medio de las aguas del Bautismo. Así lo insinúa san Pablo y lo dice explícitamente san Agustín.

Cuánto más aplicable es el relato bíblico al misterio de la Inmaculada Concepción de María.

Aquí también la amenazó el mar cenagoso del pecado; aquí también quiso envolverla la noche impenetrable del error; aquí también el dragón infernal con su astucia y su crueldad; aquí el ejército de egipcios que son las funestas consecuencias del pecado original. Pero no haya temor… Dios obrará. La diestra del Altísimo mostró su soberana fortaleza; al mar cenagoso del pecado opuso Dios el mar purísimo de su sangre redentora que redimió a María con una redención que forma categoría especial, única propia de María, la más gloriosa para Nuestro Señor cuyo poder manifiesta, la más gloriosa para María, a la que hace la obra maestra de la Redención. A la noche impenetrable del error opuso las claridades indeficientes de la santidad porque “al modo que la nieve inmaculada que se cuaja en las alturas está formada de gotas que se cristalizan en límpidos copos, así también María está como coagulada de rayos de luz, dice san Teodoreto de Ancira: tota lucis fulgoribus concreta”.

Al dragón infernal astuto y cruel opuso Dios la planta diminuta de María que le aplastó la cabeza: “Sepultado quedó en el abismo y hundiose como una piedra en lo más profundo. Al ejército de las funestas consecuencias del pecado original opuso el cortejo de las virtudes: mar del pecado, oscuridad de la culpa, esclavitud del demonio, incendio de concupiscencias, ejército de secuelas del pecado: deteneos porque escrito está: “Caiga de recio sobre vosotros el terror y el espanto, a vista del gran poder de tu brazo, quedad inmóviles como una piedra, en tanto que pasa, oh Señor, tu Inmaculada, hasta que pase tu Inmaculada que Tú has adquirido. Éxodo, Cap. XV, 16. Ese es precisamente el argumento de un grandioso cuadro en que todos los personajes juegan admirable oficio para darnos a entender en toda su magnificencia el triunfo de la Inmaculada. Aunque aparecen sensiblemente expresados el Padre celestial, primera persona de la adorable Trinidad, representado bajo la figura del anciano de días, es decir, de siglos eternos, y el Espíritu Santo, tercera persona, significado por la Paloma que ocupa el más alto lugar del cuadro, con todo eso, la figura central, la protagonista de toda la acción indudablemente es María, y los demás personajes sólo intervienen en función, digámoslo así, del triunfo de la Inmaculada. Porque el Padre celestial sostiene en el aire a María, en un abrazo de todo su poder, de toda su asistencia, y de toda su solicitud; y con qué mirada escrutadora sigue los movimientos del dragón infernal contra la purísima e Inmaculada. El ha querido ocupar un lugar secundario dentro del oficio tan decisivo y necesario que allí desempeña. Es que el Padre celestial quiere que aparezca el triunfo de la Inmaculada. Y el Espíritu Santo interviene para irradiar sobre María toda su santidad, belleza y pureza, para envolverla en el sol radiante de la santidad y hacer de Ella la mujer revestida del sol. Solo aparece el Espíritu Santo para mostrar el contraste entre la Mujer vestida del sol y el tenebroso espíritu del Príncipe de las tinieblas. En cuanto al Hijo divino no aparece sensiblemente expresado, pero ¿quién no ve que está en María, dentro de María? Es la mejor manera de expresar que tanto María como la prole divina de María, fraguada y confundida en una sola y misma acción, aplastan la cabeza infernal. Los ángeles que despliegan su acción a los pies de María, hacen más patético y pavoroso el triunfo de la Inmaculada. Porque cuánto estupor revelan, qué profundo terror los embarga a ellos que conocen el poder, la astucia, las dotes del que en un tiempo fue el espíritu creado más excelso, más hermoso, más cercano de Dios y ahora tan horroroso, tan monstruoso, tan malo, tan enemigo de Dios.

En cuanto al dragón infernal es el vencido, el derrotado por el triunfo de la Inmaculada. Asombro, confusión, rabia, desesperación, fracaso, es lo que expresa la actitud de Satanás que está a un palmo del abismo eterno, desgraciado irremediable al que en breve instante va a precipitarse. ¿En qué momento la planta de la Inmaculada le acható y le aplastó la cabeza? El mismo no lo sabe, pero lo siente… está destrozado por la planta virginal. Por eso fulguran en halo resplandeciente las doce estrellas de la Vencedora, de la triunfadora: es el triunfo de la Inmaculada. Este cuadro es por una parte la realización del anuncio del Paraíso: Pondré enemistades entre ti y la Mujer; Ella te aplastará la cabeza. María es el desquite de Dios. Satanás venció a Eva, primera mujer; María, mujer por excelencia, vence a Satanás. Y por otra parte este cuadro es la expresión de la profecía apocalíptica: Apareció en el cielo una gran señal: era una Mujer vestida del sol, que tenía por escabel la luna, en su cabeza doce estrellas, y el dragón infernal en vano forcejeaba contra Ella. Este cuadro compendia la historia bíblica desde su primera página que es el Paraíso, hasta su última que es el Apocalipsis. Este cuadro es la feliz interpretación de la doctrina de la Iglesia sobre la Inmaculada: Dios la redime con Redención anticipada; antes que el demonio la manchara, ya estaba derrotado porque Dios la tenía elegida, preelegida y predestinada para Madre suya. Dios la hizo llena de gracia porque el Espíritu Santo la envolvió en el sol de la gracia: ser llena de gracia es ser incorruptible, es ser perfecta, es ser inmaculada. Este cuadro expresa que la razón de ser María Inmaculada es por ser Madre de Dios, y qué felizmente lo expresa cuando compenetra a María tan admirablemente con su Hijo que el pintor presupone que todos entendemos que en María está el Hijo y por eso no lo sensibiliza en otra forma. Qué desborde de alcance dogmático, qué acierto, qué maravilla. La Iglesia enseña que en el primer instante de su purísimo ser natural María Santísima fue concebida sin pecado. Y qué bien lo manifiesta este cuadro. Cuando no lo había pensado todavía el demonio, ya tenía destrozada la cabeza. Los más grandes títulos de María son: Maternidad divina, Concepción inmaculada, Virginidad perfectísima, asunción en cuerpo y alma, realeza universal, mediación universal de la gracia, corredención… ¿Y todo esto no aparece claro, diáfano, espléndido en este magnífico, grandioso, insuperable triunfo de la Inmaculada? Qué maravilloso poder de síntesis el de este cuadro: Es que el privilegio de la Inmaculada es el punto de partida de la Madre de Dios.

Marcos Lombo Bonilla
Presbítero.


Tomado de la Revista Regina Mundi


[1] Palabras que significan; pudo, lo halló conveniente, y por eso lo realizó. Se discute si Scoto lo dijo exactamente así. En todo caso las grandes ideas que están compendiadas en esas palabras son de Scoto.

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