jueves, 6 de diciembre de 2012

María, mi madre

Por Germán Leonardo Fernández P.

A veces pareciera difícil establecer aparentes límites sobre la conexión entre la humanidad y la Santísima Virgen. El supuesto baturrillo entre el dogma de la adoración y la veneración, parece ser in entendible para muchos. La crítica marginal que sin reflexión niega la condición extraordinaria de Nuestra Señora, busca confusiones inexistentes. Para mí, como sencillo católico, sin dejar de observar las normas de mi credo, no hay mejor territorio que el testimonio de mi relación con la Madre de Dios y madre mía, para abordar cualquier disertación.

Un solo Dios Todopoderoso, consolidado en la compleja y a la vez magnífica figura de la Santísima Trinidad, que nos revela todo su inmensidad y ejemplo-enseñanza de vida a través de Jesucristo; que nos desborda su amor y entendimiento por medio del Espíritu Santo, y nos trasmite su ley inconmensurable desde su propia esencia sempiterna, no tiene obra más maravillosa, para los hombres, que haber puesto en nuestros caminos a una Madre generosa, piadosa, justa, oportuna, bondadosa e indeciblemente protectora y guía. Nada mejor que aquella a la que hizo su propia Madre, en el sentido más amplio de lo que este concepto puede sentirse, verse y entenderse, a lo largo, ancho, complejo y simple de las obras de Dios en el universo conocido. 

La ubicuidad de Dios se hace patente en la Santísima Virgen. Ella no le sustituye de ninguna manera, pero sí es la muestra de su amor al hombre. Es la garantía de su conexión inmarcesible con nosotros.

Al mismo tiempo es una forma dulce del entendimiento del mundo divino por parte de los hombres. Para nuestra frágil capacidad, que aún hoy incluso después de inventar la célula artificial o el nanotubo de carbono, no nos permite verter el agua del mar en un pequeño hoyo en la arena, la presencia conmovedora de la Virgen María nos hace digerible la inmensidad de Nuestro Señor a través de Ella, como recurso primario para nuestra alabanza, obediencia y gloria de y hacia Nuestro Señor. Nada más comprensible que la inmensidad de la “madre, la mamá”, para un hombre o una mujer. Ese término sin límites en el amor, en el cuidado, la entrega, la ayuda. Es la brújula para el camino.

En los más grandes y simbólicos escenarios humanos, como New York o París, hay, en sus templos principales, espacios magníficos dedicados a Nuestra Señora. En la famosa catedral de San Patricio, ahí en frente del Centro Rockefeller, se guarda en su ala derecha una magnifica imagen de la advocación de Guadalupe, donde la multitud multiétnica que inunda esta ciudad, se pliega a la bondad expresada por nuestra protectora. A unas cuadras de allí, en la calle 46, entre Sexta y Quinta Avenida, está la iglesia que lleva el nombre de la Madre de Dios, y su imagen proveniente de todas partes del mundo se entrelaza armoniosamente con los visitantes, sin importar su origen.

En la legendaria París, la iglesia de Nuestra Señora a orillas de Sena, nos recuerda la historia de nuestra relación con Ella. Y allí también lo devotos y los curiosos, se sobrecogen ante la presencia de María Santísima.

Pero lo que se muestra en uno y en otro lugar es el vínculo con lo maternal de su imagen y su mensaje. No importa de donde se viene o dónde se va. No genera ningún cambio si es el indígena Juan Diego, o el aristócrata de cualquier Mariofanía… lo único que vale es que en la tristeza, en la necesidad, en la alegría y en el agradecimiento, en cualquier rincón del mundo, tenemos una madre santa a la que podemos correr sin miramientos, con gozo o fe, para que nos acoja en su canto, como sólo una verdadera madre puede hacerlo para fundirse en el amor con sus hijos.

La imagen no puede ser más bella: el niño pequeño, de pasos cortos, corriendo con una emoción indescriptible a los brazos de Mamá, de esa madre adoradora y buena, que siempre tiene una palabra para aliviar, o alegrase con nosotros…  Así es la conexión de los mortales con la Santísima Virgen. Cuando nos damos a la dicha del Rosario, bien rezado, nos abrazamos con fuerza a la generosa intercesión de ella ante Nuestro Señor. Honramos los misterios de nuestra salvación a través del diálogo y la hiperdulía con las más misericorde obra de Dios, María Nuestra Madre Santísima.  

Cuando en las letanías la nombramos Puerta de Cielo, todo queda disipado. No hay que llamarse a confusiones o discusiones inertes. Es el camino del amor de Dios, traducido en la imagen femenina de la madre, la que nos toma de la mano, toca a las puertas del Reino, para que vivamos en el ejemplo de Cristo y podamos reencontrarnos cada día con la dicha de estar en la gracia de Dios.

Gracias, María.

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