miércoles, 12 de febrero de 2014

Carta encíclica de su Santidad Pío XII, con motivo del primer centenario de las apariciones de la Santísima Virgen en Lourdes.



A nuestros muy amados hijos:

El cardenal Aquiles Lienart, Obispo de Lille;
El cardenal Pierra Gerlier, Arzobispo de Lyon;
El cardenal Clément Roques, Arzobispo de Rennes;
El cardenal Maurice Feltin, Arzobispo de París;
El cardenal Georges Grente, Arzobispo-Obispo de Mans.

Y a todos nuestros venerables hermanos los Arzobispos y Obispos de Francia en paz y comunión con la Sede Apostólica,
PIUS PP. XII.

Amados hijos y venerables hermanos, salud y bendición apostólica.

La peregrinación a Lourdes que Nos tuvimos la alegría de hacer cuando fuimos a presidir, en nombre de nuestro predecesor Pío XI, las fiestas eucarísticas y marianas de la clausura del Jubileo de la Redención dejó en nuestra alma profundos y dulces recuerdos. Por ello nos es también particularmente grato el saber que, por iniciativa del Obispo de Tarbes y Lourdes, la ciudad mariana se dispone a celebrar con esplendor el centenario de las apariciones de la Virgen Inmaculada en la Gruta de Massabielle, y que un comité internacional se ha creado con ese fin bajo la presidencia del eminentísimo cardenal Eugenio Tisserant, decano del Sacro Colegio. Con vosotros, amados hijos y venerables hermanos, Nos queremos agradecer a Dios el insigne favor concedido a vuestra patria y las muchas gracias derramadas desde hace un siglo sobre la multitud de peregrinos. Nos queremos además invitar a todos nuestros hijos a renovar, en este año jubilar, su piedad confiada y generosa en quien, según la frase de san Pío X, se dignó establecer en Lourdes “la sede de su inmensa bondad” (carta del 12 de julio de 1914; A. A. S., VI, 1914, p. 376).



I-Francia y la devoción a María

Toda tierra cristiana es tierra mariana; y no existe pueblo rescatado por la sangre de Cristo que no se ufane de proclamar a María como su Madre y Patrona. Esta verdad adquiere, sin embargo, un relieve asombroso cuando se evoca la historia de Francia. El culto a la Madre de Dios allí se remonta a los orígenes de su evangelización; y entre los santuarios marianos más antiguos el de Chartres atrae aún a los peregrinos en gran número y a millares de jóvenes. La Edad Media que, con san Bernardo principalmente, cantó la gloria de María y celebró sus misterios, vio el admirable florecimiento de vuestras catedrales dedicadas a Nuestra Señora: Le Puy, Reims, Amiens, París y muchas otras. Esta gloria de la Inmaculada la anuncian desde lejos con sus esbeltas agujas, la hacen resplandecer en la luz pura de sus vidrieras y en la armoniosa belleza de sus estatuas; testimonian sobre todo la fe en un pueblo que se eleva sobre sí mismo en magnífico impulso para rendir en el cielo de Francia el homenaje permanente de su piedad mariana.

            En las ciudades y en el campo, en la cima de las colinas o dominando el mar, los santuarios consagrados a María —humildes capillas o basílicas espléndidas— cubrieron poco a poco el país con su sombra tutelar. Príncipes y pastores, fieles innumerables, han acudido a ellas, hacia la Virgen Santa, a la que invocaron con los títulos más expresivos de su confianza o de su gratitud. Invócasela aquí como Nuestra Señora de la Misericordia, de Toda Ayuda o del Buen Socorro; allá, el peregrino se refugia junto a Nuestra Señora de la Guardia, de la Piedad o del Consuelo; en otras partes, su oración se eleva hacia Nuestra Señora de la Luz, de la Paz, del Gozo o de la Esperanza; o implora a Nuestra Señora de las Virtudes, de los Milagros o de las Victorias. ¡Admirable letanía de vocablos cuya enumeración, jamás agotada, narra de provincia en provincia los beneficios que la Madre de Dios prodigó a través de los tiempos sobre la tierra de Francia!
El siglo diecinueve, sin embargo, tras la tormenta revolucionaria, había de ser por muchos títulos el siglo de las predilecciones marianas. Para no citar más que un hecho, ¿quién no conoce hoy la medalla milagrosa? Revelada en el corazón mismo de la capital francesa, a una humilde hija de san Vicente de Paúl que Nos tuvimos la dicha de incluir en el catálogo de los santos, esta medalla, adornada con la efigie de “María concebida sin pecado”, ha prodigado en todas partes sus prodigios espirituales y materiales. Y algunos años más tarde, del 11 de febrero al 16 de julio de 1858, plugo a la Bienaventurada Virgen María, con un nuevo favor, manifestarse en tierra pirenaica a una niña piadosa y pura, hija de una familia cristiana, trabajadora en su pobreza. “Ella acude a Bernardita —dijimos Nos en otra ocasión—; la hace su confidente, su colaboradora, instrumento de su maternal ternura y de la misteriosa omnipotencia de su Hijo para restaurar el mundo en Cristo mediante una nueva e incomparable efusión de la Redención” (discurso del 28 de abril de 1935 en Lourdes; Eug. Pacelli, Discursos y Panegíricos, 2a ed., Vaticano, 1956, p. 435).
Los acontecimientos que por entonces se desarrollaron en Lourdes, y cuyas proporciones espirituales se miden hoy mejor, os son perfectamente conocidos. Sabéis, amados hijos y venerables hermanos, en qué condiciones asombrosas, a pesar de las burlas, las dudas y las oposiciones, la voz de esta niña, mensajera de la Inmaculada, se ha impuesto al mundo. Conocéis la firmeza y la pureza del testimonio, controlado con prudencia por la autoridad episcopal y por ella sancionado ya en 1862. Ya las multitudes habían acudido, y no han dejado de ir a la gruta de las apariciones, a la fuente milagrosa, en el santuario erigido a petición de María. Se trata del conmovedor cortejo de los humildes, de los enfermos y de los afligidos; de la imponente peregrinación de miles de fieles de una diócesis o de una nación; del discreto paso de un alma inquieta que busca la verdad... “Nunca —dijimos Nos— se vio en ningún lugar de la tierra semejante efusión de paz, de seguridad y de alegría” (ibídem, p. 437). Jamás, podríamos añadir, llegará a conocerse la suma de beneficios que el mundo debe a la Virgen socorredora. “O specus felix, decorate divae Matris aspectu! Veneranda rupes, unde vitales scatuere pleno gurgite lymphae!” (Oficio de la fiesta de las Apariciones, himno de las segundas vísperas).

Estos cien años de culto mariano, por otra parte, han tejido en cierto modo entre la Sede de Pedro y el santuario pirenaico estrechos lazos que Nos tenemos la satisfacción de reconocer. ¿No ha sido la misma Virgen María la que ha deseado estas aproximaciones? “Lo que en Roma, con su infalible magisterio, definía el Soberano Pontífice, la Virgen Inmaculada, Madre de Dios, bendita entre todas las mujeres, quiso, al parecer, confirmarlo con sus propios labios cuando poco después se manifestó con una célebre aparición en la Gruta de Massabielle...” (Decreto De Tuto, para la canonización de santa Bernardita, 2 de julio de 1933,- A. A. S. XXV, 1933, p. 377). Ciertamente que la palabra infalible del Pontífice Romano, intérprete auténtico de la verdad revelada, no tenía necesidad de ninguna confirmación celestial para imponerse a la fe de los fieles. Pero ¡con qué emoción y con qué gratitud el pueblo cristiano y sus pastores recogieron de labios de Bernardita esta respuesta venida del cielo: “Yo soy la Inmaculada Concepción!”.

Por lo tanto, no sorprende que nuestros predecesores se hayan dignado multiplicar sus favores hacia este santuario. Desde 1869, Pío IX, de santa memoria, se felicitaba de que los obstáculos suscitados contra Lourdes por la malicia de los hombres hubiesen permitido “manifestar con más fuerza y evidencia la claridad del hecho” (carta del 4 de septiembre de 1869 a Henri Lasserre; Archivo Secreto Vaticano, Ep. lat. an. 1869, número CCCLXXXVIII, f. 695). Y contando con esa garantía, colma de beneficios espirituales a la iglesia recién construida, y hace coronar la imagen de Nuestra Señora de Lourdes. León XIII, en 1892, concede oficio propio y la misa de la festividad in apparitione Beatae Mariae Virginis Immaculatae, que su sucesor extenderá muy pronto a la Iglesia Universal; el antiguo llamamiento de la Escritura encontrará en ella una nueva aplicación: Surge, amica mea, speciosa mea, et veni: columba mea in foraminibus petrae, in caverna maceriae! (Cant. 2, 13-14. Gradual de la misa de la festividad de las Apariciones). Al final de su vida, el gran Pontífice quiso inaugurar y bendecir personalmente la reproducción de la Gruta de Massabielle construida en los jardines del Vaticano; y en la misma época su voz se elevó hacia la Virgen de Lourdes en una oración fervorosa y ejemplar: “Que gracias a su poderío, la Virgen Madre, que cooperó en otro tiempo con su amor en el nacimiento de los fieles dentro de la Iglesia, sea de nuevo ahora instrumento y guardiana de nuestra salvación...; que devuelva la tranquilidad de la paz a los espíritus angustiados; que apresure, en fin, en la vida privada lo mismo que en la vida pública, el retorno a Jesucristo” (breve del 8 de septiembre de 1901; Acta Leonis XIII, vol. XXI, p. 159-160).


El cincuentenario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen ofreció a San Pío X la ocasión para testimoniar en un documento solemne el lazo histórico entre este acto del Magisterio y la aparición de Lourdes: “Apenas había definido Pío IX ser de fe católica que María estuvo desde su origen exenta de pecado, cuando la misma Virgen comenzó a obrar maravillas en Lourdes” (carta encíclica Ad Diem Illum, del 2 de febrero de 1904; Acta Pío X, vol. I, p. 149). Poco después crea el título episcopal de Lourdes, ligado al de Tarbes, y firma la introducción de la causa de beatificación de Bernardita. A este gran Papa de la Eucaristía estaba sobre todo reservado el subrayar y facilitar la admirable conjunción que existe en Lourdes entre el culto eucarístico y la oración mariana: “La piedad hacia la Madre de Dios —observa— hizo florecer una notable y fervorosa piedad hacia Cristo Nuestro Señor” (carta del 12 de julio de 1914; A. A. S. VI; 1914, p. 377). Por otra parte, ¿podía ser de otro modo? Todo en María nos lleva hacia su Hijo, único Salvador, en previsión de cuyos méritos fue inmaculada y llena de gracia; todo en María nos eleva a la alabanza de la adorable Trinidad, y bienaventurada fue Bernardita desgranando su rosario ante la gruta, que aprendió de los labios y de la mirada de 

No hay comentarios:

Publicar un comentario