jueves, 6 de febrero de 2014

La Virgen de Chiquinquirá en el Capitolio Nacional.



Alocución del padre Mora Díaz

“Yo, átomo microscópico, partícula infinitesimal, llevando la palabra el día de la  apoteosis de la Reina de Colombia, en el Capitolio Nacional, pórtico de la leyes, en la primera plaza de la República, ante la estatua del Libertador, al frente de los más ricos florones de la sociedad, como son las damas bogotanas; rodeado de los más altas poderes eclesiásticos y civiles, es lo que se puede llamar la debilidad atrevida y que no se explica y que no se justifica sino en atención al imperio de la obediencia que se me ha impuesto. Para tan solemne ocasión quisiera que mi voz fuera clarín de guerra, voz de cristal y mi inteligencia tuviera la intuición de un ángel y el entendimiento y el entusiasmo de un serafín para entonar la plegaria de María.

¿A qué obedece este acto tan solemne? Primeramente a cumplir un imperativo de conciencia, una cláusula protocolaria y testamentaria, un voto solemne de lo próceres de la independencia en momento en que apenas se mecía la patria en su cuna. Con reverencia filial oíd literalmente el sagrado decreto:

“El presidente de la Unión considerando muy propio de la piedad del Gobierno de los Pueblos Libres que lo han constituido, elevar públicamente sus votos al Dios de los Ejércitos para que proteja los de la República y la salve de la ruina y de la desolación con que la amenazan sus enemigos, y confiando en la poderosa intercesión de la Madre de Dios, en su Santuario de Chiquinquirá, decreta lo que sigue:

 1º. A expensas del Estado y con la solemnidad que permitan las circunstancias, se celebrará en aquella iglesia una Misa rogativa, a que se convocará a todo el pueblo; y

2º. Los primeros trofeos militares del enemigo que cayeran en poder de las armas de la República, se depositarán a los pies del Cuadro Milagroso.

Dado en Santafé a 21 de marzo de 1816.
José Fernández Madrid, presidente de la Unión.” 

También obedece esta solemnidad a celebrar las Bodas de Plata de la coronación pontificia de la Virgen de Chiquinquirá, que hoy, a esta misma hora, se verificó en el atrio de la Catedral. Como es de estilo entre gente decente celebrar las bodas de plata, oro y diamante obsequiando a la reina del hogar un regalo, la familia colombiana no podía dejar pasar en silencio el XXV de la solemne coronación sin exteriorizar su amor y gratitud a su Reina y Señora. La generación que ya va cayendo en el sepulcro de los siglos costeó la corona imperial de oro y piedras preciosas; la generación que se levanta tenía que ofrendar alguna presea digna del Augusta Emperatriz, pues las reinas no solamente ostentan en sus frentes las coronas sino que también empuñan en  su diestra el cetro imperial como signo de dominio sobre sus vasallos. Hoy a esta misma hora Colombia entera coloca la rica joya avaluada en diez mil pesos con peso de 215 gramos de oro de 916 milésimos, recamada con 22 esmeraldas, 18 diamantes y un topacio.

De todos los ángulos y de todos lo horizontes de la patria parten las caravanas de peregrinos hacia Chiquinquirá, brújula mariana de la nación. Desde las playas del Pacífico como de las laderas del Táchira y Maracaibo, desde las orillas del mar Atlante como de las selvas del Amazonas y Llanos de Casanare, suben a las alturas de los Andes los peregrinos para escalar el alcázar nacional de María. Los que visten de rústica estameña, como los gentiles y pulcros hombres; las damas de mantillas sevillanas, como las campesinas que calzan limpias alpargatas se dan cita bajo la gran cúpula, que se destaca sobre las verdes colinas, como un diamante engastado en el anillo de la cordillera. En estos momentos el Embajador Pontificio asesorado por ocho prelados que forman toda una constelación espiritual alrededor del milagroso cuadro, pasa en medio de la comunidad dominica, que le hace calle de honor, y va a colocar el rico cetro en manos de la Reina de Colombia. En estos momentos se le rinden honores militares. Los clarines, trompetas, cajas de guerra y bandas de música hieren los aires; las campanas de la basílica se echan a vuelo; dispara el cañón; el ejército rinde en tierra las armas; la bandera nacional ondea sin cesar sobre la selva de bayonetas; la flotilla de aviones cruza el espacio y arroja cascadas de flores sobre la basílica, fragua del más ardiente patriotismo; la colonia chiquinquireña residente en Bogotá despliega el artístico pergamino ante el trono de María y coloca la valiosa jardinería en la escalinata; el aristócrata por excelencia, la más alta gloria de aquella tierra, en estrofas inmortales canta por boca de una pudibunda doncella, las glorias y prodigios de la imagen, que se yergue en le pináculo de la historia nacional como un fanal, como una estrella protectora. El prelado boyacense escala las alturas de la cátedra sagrada como el pontífice de la elocuencia y presenta el sagrado lienzo tocado de eternidad como el objeto de todas nuestras esperanzas, como fanal cargado de luz y de victoria.

No es una fiesta local sino nacional y casi podríamos decir internacional, pues las grandes manifestaciones a la Virgen de Chiquinquirá  se verifican en todo el territorio y aún más allá de la frontera. Las fuerzas armadas de tierra, aire y mar visten el día de hoy de gala y rinden vasallaje a la que fue constituida generalísima de los ejércitos republicanos muchos antes de que se consolidara el régimen democrático en Nueva Granada. Bien estaría que el Congreso declarara fiesta nacional el día de la Reina de Colombia. Lanzo esta idea a la voracidad y al entusiasmo del pueblo colombiano. Haced que este proyecto pase a ser ley de la República.

De todas partes del territorio sube el día de hoy el incienso de la oración hacia el trono de María. Pero más pintoresco, sencillo y tierno es el homenaje del pueblo que no puede ir a Chiquinquirá. Levanta altares sobre la cresta de las cordilleras; en la garganta de las montañas, en los fértiles valles, en la desembocadura de los ríos, en la playa del océano, en la tupida y solitaria selva. El labriego enciende ante la imagen de Chiquinquirá la lámpara rodeada de yedra que brilla en el espeso bosque como un lucero matutino. El mismo salteador no comete hoy el crimen por respeto a María; es lo único que lo une a la humanidad, sin él sería una fiera.
Pero hay lugares donde no existe una capilla, un altar porque la población está en embrión, como acaece en las llanuras de Ayapel o en la fundación de Murillo, donde la colonia chiquinquireña perseguida y expulsada de su tierra, levanta improvisados toldos y desmantelados chozas al pie de las faldas del nevado del Tolima. Visitadas poco ha e interrogadas sobre la fiesta de la Virgen del terruño con motivo de las bodas de plata, contestaron: -No tenemos más que una imagen de la Linda; le obsequiaremos en este día nuestra quema.

Que homenaje tan elocuente y tan sincero. Esta noche convierten con sus fogatas la campiña en un inmenso templo de fuego, en una basílica silvestre, cuya amplitud está limitada por el horizonte; cuya cúpula de cristal es el nevado eterno; cuyas columnas y pilastras están formadas por la encinas y corpulentos robles; los arcos se entretejen con los bejucos que penden de un árbol a otro: por órgano tiene el fragor de la catarata que se desborda en el corazón de la montaña; por incienso el perfume de las flores; por lámpara la tibia luz de la luna. Mirad a los horizontes de la nación y os parecerá que en sus ángulos está escrita esta frase: Reina de Colombia, por siempre serás.

La Virgen de Chiquinquirá fue Reina en el pasado, lo es en el presente y lo será en el porvenir. Nuestros próceres fueron entusiastas amantes de la Virgen de Chiquinquirá. Al pie de ese trono estuvieron los oidores, virreyes, presidentes y generales. Se disputaron la posesión del cuadro, realistas y republicanos, como lo probaron Serviez y Morillo. Bolívar se postró ante la Virgen del Rosario de Tutazá pidiendo su auxilio en la jornada que iba a principiar, y en la que casi perdida la batalla del Pantano de Vargas, acudió a la misma Señora; amenazó a un coronel que blasfemaba contra la Virgen de Chiquinquirá, con fusilarlo por la espalda si continuaba atacándola. Dos veces estuvo en su santuario implorando su protección. La última vez fue en 1828. Llegó a la Plaza Mayor, dice el Obispo Toscano, entonces estudiante del Colegio de Jesús, María y José, y sin sacudir el polvo del camino, pidió al superior de los padres dominicos ver el cuadro milagroso. Llegó el Libertador a las gradas del altar, depuso, cabe el trono de María, la espada triunfadora. Luego hincó la rodilla, ocultó el rostro entre las manos, oró largo rato y al levantarse tenía las manos empapadas en lágrimas. Bolívar de rodillas ante la Reina de Colombia. Bolívar llorando de emoción ante María, es más grande que cuando fulguraba victorioso en las campos de Boyacá o en las alturas de Pichincha, o cuando envuelto en nimbos de gloria relampagueada en las alturas del Chimborazo. Solemne y eterna lección objetiva nos dio Bolívar: Se hincó ante el Señor de los Ejércitos, para nunca arrastrarse ante los déspotas de las naciones ni ante los gusanillos de la tierra. Juventudes que me escucháis: Sois la patria en flor; sois hijos de próceres creyentes; no vayáis a degenerar cayendo en el vil ateísmo  o en el estéril paganismo para que no se diga mañana que en vosotros empobreció la sangre colombiana. Acercaos al Trono de María en estos momentos apocalípticos, los más solemnes de la humanidad, cuando se va a decidir la suerte de las naciones. Empuñad el arma noble del rosario, rezadlo, cantadlo a voz en cuello para tener la gloria de ser descaradamente católicos y poner en fuga las sectas que nos quieren invadir, pues se intenta aguijonear al mundo con el pensamiento de la caridad, de la justicia y de la eternidad.

Si Colombia se ha de salvar no se ha de salvar sino mediante el Santo Rosario, que es la marcha real y triunfal de los espíritus”.


Tomado del libro Historia de los Santuarios Marianos de Colombia. Tomo I. 1950. Fray Mora Díaz, O.P.

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