jueves, 20 de febrero de 2014

El camino hacia la gloria


De la homilía Maximopere laetamur del 8 de diciembre de 1933 de S. S. Pío XI, con la cual anunció la canonización de Bernardita, presentamos los siguientes párrafos:

“En 1864, Bernarda pidió ser admitida en la Congregación de las Hermanas de Nevers. Dio este paso, siguiendo el consejo del Obispo de Nevers quien había tratado ya con ella sobre su anhelo de abrazar la vida religiosa y le había ayudado a eliminar las dificultades que se oponían a este deseo. Mas por causas de salud, Bernarda permaneció todavía dos años más en el Hospital de Lourdes, donde, llevando vida casi ya de religiosa, se dedicaba solícitamente a atender los enfermos. Antes de realizar su deseo de emitir votos en 1866, y de obedecer el llamamiento divino, se despidió de la cueva de Massabielle y también del hospicio instituido por ella, lugares que tanto amaba. Partió para Nevers e ingresó con grande alegría en el noviciado. Más tarde, por orden de su superiora, contó, en forma cándida y sencilla, a todas las hermanas sus apariciones con que la Inmaculada Madre de Dios la había honrado, con especial referencia al modo milagroso como la Virgen le manifestó su nombre, y de ahí en adelante jamás volvió a hablar de esas apariciones a no ser que fuese obligada por el voto de obediencia.

Cuando ya había recibido el hábito y comenzado con mucho fervor el trienio, cayó gravemente enferma con peligro de muerte. Por tal razón hizo su profesión religiosa en esta grave enfermedad, para renovarla más tarde, el 30 de octubre de 1867 una vez que recuperó su salud y absolviendo todo el tiempo debido del noviciado; retuvo el nombre de María Bernarda. En todo este tiempo dio bellos ejemplos tanto en la observancia de la regla como en todas las demás virtudes cristianas, pero más que todo en la obediencia.

El vivo temperamento que la caracterizaba, lo dominó con fuerza; a sus compañeras siempre se presentaba alegre y sociable; las observaciones de sus superiores, las molestias y lo que cada día traía de cosecha de humillaciones, lo soportó con singular paciencia; a toda hora humilde y obediente, jamás se quejó en las adversidades ni de enemistades encubiertas; regaños y castigos aunque fuesen injustos, los aceptó prontamente y las órdenes las cumplió concienzudamente todas aunque fuesen muy molestas; ora mandada a la enfermería para cuidar de las enfermas, ora señalada para el cuidado del sagrario, todo lo mandado lo cumpliría tal cual le fue encargado y trataba de hacerlo aunque se hallaba indispuesta. El silencio lo observaba estrictamente; se distinguió grandemente por su sencillez, su modestia y la inocencia de sus costumbres, y conservó su inocencia bautismal hasta el último instante de su vida.

Como amaba mucho la vida oculta, y a pesar de que, fuera de su casa religiosa, su nombre ya había adquirido fama mundial, nada buscaba más que una vida escondida lejos de los hombres; siempre trataba de huir de las visitas que venían en gran número al convento, pues si no era por obediencia, no quería ni entrar en el locutorio; la vanagloria no tuvo entrada en su corazón, inmune al orgullo.

En tales ejercicios heroicos de todas las virtudes y crucificada por sus enfermedades, consumió sus fuerzas, derivando consuelo sólo del ardiente amor que sentía por la sagrada pasión de Nuestro Señor, la Sacratísima Eucaristía y la Virgen Inmaculada. Así llegó el 22 de septiembre de 1878, día en que emitió, para consuelo de su alma, los votos perpetuos. Mas ya en el año siguiente de 1879, mes de abril, se recrudeció gravemente la enfermedad que la aquejaba, y entre fatigas y dolores, como para ser hostia más pura todavía, el 16 de dicho mes, se vio reducida al último trance; reconfortada con los santos sacramentos de la Iglesia, recibidos con suma piedad, y llamando en su auxilio humildemente a la Virgen Santísima, voló plácidamente a las nupcias con el Cordero Celestial que “pastea entre lirios”, dejando tras de sí una estela de virtudes y santidad reconocidas. Ellas fueron confirmadas por Dios omnipotente con signos celestiales, con los cuales ya la había distinguido durante su vida mortal y mucho más todavía lo hizo después de su muerte”.

“Quitad de las poblaciones los santuarios de la Virgen, fuentes de poesía, refugio de los cristianos, sanatorios de las almas y aún de los cuerpos. Habréis quitado el paño de lágrimas de los que sufren en el destierro, una fuente de consuelos y alegrías sobrenaturales”.
Juan Rey. S. J.


La canonización de María Bernarda Soubirous

En el más grande de los días en su honor, había muchos Soubirous: los hijos, nietos, sobrinos y sobrinas de la hermana y de los hermanos de Bernardita. Pero el centro de la atención no fueron los parientes, sino el primogénito del milagro, el niño Bouhouhorts. Este último, más precisamente, Justino María Adolar Duconte Bouhouhorts, tenía ahora 77 años, era un hombrecillo de ojos alegres y de boca astuta, bajo un bigote todavía negro. A pesar de sus años, era todavía un activo vendedor de flores en Pau. Se le había dado un boleto de segunda clase para Roma, asegurándosele la pensión y el alojamiento allí. Porque el primogénito del milagro de Lourdes debía compartir la alegría del gran día en que Pío XI enrolaría a Bernardita Soubirous en el calendario de los santos. La cristiandad no tiene ceremonias más magníficas que la canonización de un santo por el Vicario de Dios sobre la tierra. Se decía del niño Bouhouhorts que la nueva santa lo había llevado a menudo en brazos, cuando se visitaban ambas familias. Esto no podía recordarlo en absoluto el florista de Pau. Sin embargo, en el curso del tiempo, los frecuentes interrogatorios y los cuentos de otros habían encendido su imaginación, ayudando a su memoria. El anciano gustaba describir con cuidadosos detalles la apariencia, la voz, el carácter, el comportamiento de aquella a quien debía su milagrosa curación y todas las modestas bendiciones de su larga vida.

“Cuando era niño, era paralítico y tenía convulsiones, como ustedes habrán leído” solía decir: “Bernardita y su madre acostumbraban tomarme y sacudirme hasta que volvía del ataque. Y yo seguí viéndola hasta que se despidió y se fue al convento de Nevers. Tenía entonces cerca de 8 ó 9 años. Los Soubirous eran entonces nuestros mejores amigos, lo sé por mis padres. Y ahora, setenta años después, soy el único ser humano viviente que estuvo personalmente cerca de nuestra dulce intercesora de Lourdes, cuando ella era un poco más que una niña. Y veo ahora ante mí su rostro querido, como si hubiera partido sólo hace unas pocas horas. Los miembros de la familia Soubirous no pueden tener esa experiencia. Todo lo que saben, lo saben por libros y cuadros, de oídas…”

Era un año de gracia, el trigésimo tercero del siglo. Era el 8 de diciembre, fecha de la Inmaculada Concepción. Las nueve de la mañana. Junto al niño Bouhouhorts se sentaba un caballero cordial y bien informado, francés, que vivía en Roma y que era bastante generoso en sus explicaciones.

“Sólo con ocasión de las canonizaciones se adornan las ventanas de damasco rojo, así como las ventanillas de la cúpula, para que no entre la luz del día. Es una impresión que no se tiene otras veces. Aunque soy casi un romano, he presenciado anteriormente sólo una canonización. Noté que ahí, al lado de los proyectores, hay 600 candeleros con 12.000 ampolletas; cada una, por lo menos, de 100 bujías. Por lo tanto, la iluminación es de 1’200.000 bujías”.

“Las masas de gente son espantables. San Pedro puede contener 80.000 personas. Estoy convencido de que hoy hay 10.000 más. El pasillo central ha tenido que ser resguardado para que quede libre a la entrada de Su Santidad. Lo seguirá el Colegio de los Cardenales. Nadie puede recordar los nombres de los obispos y arzobispos, porque serán ciento ochenta. Un espectáculo magnífico, ¿verdad, señor?”

“Magnífico” dijo Bouhouhorts, como un eco.
“¡Y ahora esta magnificencia, esta luminosidad! La tierra no puede ofrecer nada comparable. Cincuenta y cuatro años después de su muerte. ¿Qué es un gobernante o un jefe de Estado o un dictador en comparación con ella? Son borrados como un dibujo en la arena del tiempo, desaparecen en un agujero de la tierra. ¿Qué queda? Un nombre sobre libros polvorientos. Piense en nuestro Napoleón III, señor. Nada sobre la tierra es más caduco y, en verdad, más cómico que un hombre de poder cuando el poder se ha terminado y ya no puede hacer daño a nadie. La muerte de un poderoso es su derrota final. Los grandes espíritus tienen mejor suerte. Pero, hablando profanamente, nada supera la senda llena de espinas cuyo fin es el cielo”.

En este momento, las trompetas de plata sonaron estrepitosamente. La silla papal estaba ya en el pasillo central, entre los guardias suizos, los guardias nobles, los Maestri di Camera, los Sediari, vestidos de escarlata, los abogados consistoriales, de terciopelo negro, los Prelados de la Signatura, los Penitenciarios con sus largos báculos en espiral.

El trono del Papa estaba erigido en el ábside, debajo de La Gloria del Bernini. Dieciséis cardenales se sentaban a cada lado y, a sus pies, los prelados de la Corte. Un personaje de negro se aproximó al trono de Su Santidad, se arrodilló y recitó algunas palabras en latín. Era el abogado consistorial que terminó de dirigir el proceso de canonización de su cliente, Bernardita Soubirous. El proceso se había prolongado durante décadas, y dificultado en complicadas discusiones en pro y en contra, y sujeto, sobre todo, a la implacable intervención del tiempo, el ácido que separa lo auténtico de lo falso. Entre los abogados del consistorio se encontraba el que había representado, por decirlo así, el opositor, la facción de los escépticos, por lo cual era conocido por el nombre vulgar de “abogado del diablo”. No le había ido mejor con Bernardita que, tiempo atrás, al acusador imperial Vital Dutour. Incluso muerta, ella invalidaba con tranquila pertinacia todas las objeciones…

Y ahora, después de ocho años más, al extremo del ábside, bajo La Gloria del Bernini, el abogado de Bernardita que había dirigido victoriosamente su caso a través de todas sus fases, suplicó humildemente al Sumo Pontífice que catalogara el nombre de la niña de Lourdes en el calendario de los santos. El Papa no respondió personalmente, sino por la boca de su interlocutor, monseñor Bacci, sentado en un taburete al pie del trono, vuelto de perfil hacia Pío. El Santo Padre (declaró Bacci) no tenía deseo más ardiente que el cumplir esta canonización. Sin embargo, antes de que tuviera lugar la solemne canonización, era necesario invocar una vez más la luz divina. De rodillas, la asamblea entera entonó las letanías de los santos. Luego el Papa dio la señal para cantar el Veni Creator Spiritus, que, iniciado por las voces de los sacerdotes y de los niños del coro de la Capilla Sixtina, inundó el poderoso edificio. Luego el abogado de Bernardita repitió su súplica al Papa. Monseñor Bacci se levantó, se arrodilló ante Su Santidad, extendió los brazos, diciendo: “Levántate, Pedro en persona, viviente en tu sucesor, y habla”. En seguida, volviéndose a la inmensa reunión, gritó sonoramente: “¡Y vosotros, escuchad con reverencia el oráculo infalible de Pedro!”.

Se colocó un micrófono frente al Papa. La sonora voz del undécimo Pío, amplificada por los altoparlantes, penetró hasta el último rincón de la iglesia de San Pedro.

“Declaramos y decidimos que la bienaventurada María Bernarda Soubirous es santa. Colocamos su nombre en el calendario de los santos. Decretamos que su memoria sea anualmente celebrada, en el nombre de la Virgen, el 16 de abril, día de su nacimiento al cielo”.

Apenas habló, miles de voces se alzaron en el Te Deum, acompañadas por el estrépito de las trompetas de plata y el tronar profundo de las campanas de San Pedro. Las campanas de 300 iglesias romanas y de innumerables otras iglesias en todo el mundo tañeron para proclamar la eterna gloria de Bernardita Soubirous.

Por Franz Werfel


Tomado de la Revista Regina Mundi

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