miércoles, 14 de mayo de 2014

Jesucristo, hecho en María



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana


La Palabra encarnada predica que nada es tan profundamente mariano como su Evangelio.

El misterio de la encarnación del Verbo muestra que así como Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, el Dios que se hace hombre se hizo a imagen y semejanza de María, su madre.

El momento feliz de esa aseveración tuvo su origen cuando Dios quiso tener una mamá. El Todopoderoso creó un alma bajo el empuje formidable de su virtud. Y complacido por su magnanimidad la rebosó de gracias infinitas que se multiplicaron en el milagro extraordinario de la creación, la inmaculada Virgen María.

La razón de esa generosidad especial del Altísimo tenía una misteriosa, profunda y doble misión para la Madre Virgen: engendrar al Hijo del Omnipotente y educarlo como hombre.

Según san Lucas, la humilde doncella de Nazaret recibió el saludo del ángel de forma meridianamente contundente:

¡Salve, llena de gracia! El Señor es contigo”.

Ella se turbó al oír estas palabras y discurría qué podía significar aquella salutación.

El ángel le dijo: María, no tengas miedo, pues tú gozas del favor de Dios. Ahora vas a quedar encinta tendrás un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.

Será un gran hombre, al que llamarán Hijo del Dios Altísimo, y Dios el Señor lo hará Rey, como a su antepasado David, para que reine por siempre sobre el pueblo de Jacob. Su reinado no tendrá fin…”

María preguntó al ángel:

-¿Cómo podrá suceder esto, si no conozco varón?

El ángel le contestó:

-El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Dios Altísimo se posara sobre ti. Por eso, el niño que va a nacer será llamado Santo e Hijo de Dios. También tu parienta Isabel va a tener un hijo, a pesar de que es anciana; la que decían que no podía tener hijos, está encinta desde hace seis meses. Para Dios no hay nada imposible.

De la respuesta dependía el Plan de Salvación para los hijos de Adán. El Padre Celestial en una respetuosa actitud por el libre albedrío aguardó la contestación. El universo contuvo su aliento. “…María respondió: “He aquí la esclava del señor; hágase en mí según tu palabra.”

La consecuencia del acatamiento generó el título de  Corredentora.

La estructura de la Santísima Trinidad se vertió en el neuma de la Sierva del Señor. La esencia de la Divinidad, hasta ahora intacta del Dios Trino y Uno, pasó a reposar en el sagrario mariano.

El tremendo suceso rompió la dimensión de lo absoluto. La trilogía celestial se injertó en la integridad moral de María de Nazaret de una manera irrepetible: Hija predilecta del Padre, esposa amantísima del Espíritu Santo y Madre de Dios. Así se produjo la posesión total del afecto interminable.

La siguiente fase, dentro de la dinámica formal de la evangelización por los caminos de la Misericordia, es el encuentro de dos mujeres embarazadas. La primera de Juan, el Bautista, y la segunda del Mesías. El diálogo de estas dos féminas rasgó la historia con una impronta de fuego: Cristo ayer, hoy y siempre.

Y como testigo del acontecimiento las épocas escucharon cantar el Magnificat.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí. Su nombre es Santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón. Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos despide vacíos.
Auxilia a Israel su siervo, acordándose de su santa alianza según lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre. (Lucas. 1: 46-55).
El sosiego del goce derramado sobre la esperanza siguió su  trajinar por las secretas sendas del cumplimiento. El humilde anonimato del Mesías continuó latiendo en el vientre de María hasta la plenitud de los tiempos.

Entonces, una noche de Belén, fatigada por la prisa del empadronamiento, le otorgó por morada la oscuridad de una pesebrera. Las tinieblas fueron vencidas por la luz de la paz y el cielo se iluminó con las legiones de los ángeles. La memoria de los siglos guardó el relato del acontecimiento total.
“…Por aquellos días Augusto César decretó que se levantara un censo en todo el imperio romano. (Este primer censo se efectuó cuando Cirenio gobernaba en Siria.)  Así que iban todos a inscribirse, cada cual a su propio pueblo.
 También José, que era descendiente del rey David, subió de Nazaret, ciudad de Galilea, a Judea. Fue a Belén, la ciudad de David,  para inscribirse junto con María su esposa. Ella se encontraba encinta  y, mientras estaban allí, se le cumplió el tiempo.  Así que dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada…” (Lucas. 2: 1-7).
El nacimiento de Jesús implicó que la vida se viviría a su manera bajo un amor sin alternativas, luz y sal para el mundo.

La Virgen llevó al pequeño para presentarlo en el templo y la contradicción irremediable estalló. La humildad obediente se encontró con la ley de los sepulcros blanqueados. El duelo iniciado bajo la sombra del árbol del bien y el mal volvía a la palestra terrestre. “…Cuando José y María presentaron al niño en el templo de Jerusalén, Simeón les bendijo y luego, bajo el impulso del espíritu profético, se dirigió a la Virgen con estas breves palabras: "Este niño está destinado para ser caída y resurgimiento de muchos en Israel; será signo de contradicción, para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones. Y una espada traspasará tu alma…” (Lucas. 2: 34-35). 

María regresó a casa para diseñarle al Niño un curso de arameo. Su Hijo aprendería en ese idioma las primeras letras con las cuales predicaría la invitación a la salvación.

Doce años después, en la fiesta de la Pascua, el oficio de la pedagoga probó el fruto del dolor y del gozo, dualidad terrible que se recita en el quinto misterio del Santo Rosario. El Niño Jesús se dedicó a catequizar en Jerusalén a los doctores de la Ley. El pequeño evangelizaba porque se ocupaba de las cosas del Padre.

María conoció la angustia prefigurada del triduo traumático que comenzaría en la cena de Pascua.
“…Iban sus padres todos los años a Jerusalén en la fiesta de la pascua; y cuando tuvo doce años, subieron a Jerusalén conforme a la costumbre de la fiesta.
 Al regresar ellos, acabada la fiesta, se quedó el niño Jesús en Jerusalén, sin que lo supiesen José y su madre.
 Y pensando que estaba entre la compañía, anduvieron camino de un día; y le buscaban entre los parientes y los conocidos; pero como no le hallaron, volvieron a Jerusalén buscándole.
 Y aconteció que tres días después le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles.
 Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas.
 Cuando le vieron, se sorprendieron; y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con angustia.
Entonces Él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que  yo debo ocuparme en los asuntos mi Padre?  Ellos no comprendieron lo que les decía.
 Y descendió con ellos, y volvió a Nazaret, y estaba sujeto a ellos. Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón…” (Lucas. 2: 41 -51).
Nuevamente, es Jesús el que da ejemplo de respeto y obediencia a su santa Madre. Paradigma que algunos presbíteros de la Iglesia católica y miles de pastores protestantes pasan por alto. Sí, la actitud sumisa del Todopoderoso ante su progenitora ya no cuenta en el discurso evangélico porque ser mariano les produce aversión.
Y algo peor ocurre con los cismáticos porque su orfandad materna los invitó a usar la Biblia para modificar los textos al acomodo de sus sofismas, herencia criminal de Lutero.
Por eso, es fundamental recalcar que María buscó a Jesús para devolverlo al seno de su hogar, la Sagrada Familia, donde debería seguir aprendiendo a ser hombre bajo su tutela. En su madurez le pedirá que Él cambiara el derrotero de los tiempos.
María asumió su tarea de intercesora. Esa acción tuvo su inicio oficial en las bodas de Caná. Allí Jesús hizo su primer milagro motivado por el mandamiento de María: “Hagan lo que Él les diga”. La madre, en seis humildes palabras, sintetizó el cumplimiento cabal de la escritura. Los profetas no pudieron hacerlo mejor.
El mandato de María siguió vigente y es Cristo, el predicador, el que ratificó esa invitación imperativa cuando le dijo a la muchedumbre: “…Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios, y la ponen por obra…” (Lucas. 8, 21).
Ella escuchó, en la Anunciación, la palabra de Dios y se hizo su esclava. La madre, sumisa ante el requerimiento de su Hijo, siguió tras las huellas de su revolución. El amor lacerado la encontraría en un sendero teñido de sangre, en ruta hacia el Gólgota.
La promesa de Jesús, la que fundaría su Iglesia sobre el nombre de un pescador: “…Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia...” (Mateo. 16: 13-20) parecía desmoronarse ante la agonía doliente que colgaba de un madero de infamia.
El Redentor agonizaba ante el rezo perpetuo de María: “Hágase en mí según tu palabra” y desde su ara se dedicó a enseñar cómo funciona el mecanismo de la fe ante una adversidad implacable.
A los legionarios romanos les heredó su manto inconsútil. Al ladrón arrepentido le otorgó el Paraíso. A los judíos les recordó cómo orar en las crisis humanas, cuando el ser se derrumba ante las circunstancias nefastas. “…Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?..” (salmo 21). A sus perseguidores les donó el perdón y a la humanidad, herida por el pecado, le entregó la salvación por medio de sus llagas. 
El crucificado dedicó su tercera frase para rescatar a su santa madre de una soledad dolorosamente trágica. Él la hizo madre de los hombres al entregársela a su discípulo amado. “Mujer, he aquí tu hijo; Juan he ahí a tu madre” (Juan. 19:26-27).
La indicación: “He ahí a tu madre” firma la voluntad de Jesús de que cada seguidor suyo la reciba en su alma. Esa parte del testamento de Cristo, escrito con sangre y firmado con una cruz, es la sencilla explicación de por qué Dios quiso tener una madre. Él desea que cada hijo suyo sea como Jesús, hecho en María.



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