miércoles, 11 de junio de 2014

América, he aquí a tu madre



Entre la tilma de Juan Diego en México y la manta de María Ramos en Chiquinquirá están escritos los primeros capítulos del misterio de la evangelización en el Nuevo Mundo.

Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

Hay una historia anudada, con fibras de maguey y de algodón, en la conciencia de los pueblos precolombinos. Las memorias  empiezan así: En aquellos días, María partió y fue sin demora a un sitio de la montaña del Tepeyac y saludó al indígena Juan Diego: “…Sabelo, ten por cierto, hijo mío, el más pequeño que yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María…”

El testimonio de la salutación quedó consignado en el Nican mopohua (aquí se cuenta) material escrito por Antonio Valeriano que lo redactó, hacia  el año de 1549, después de haber escuchado el relato de su coterráneo, el vidente Cuauhtlatoatzin, (Juan Diego) sobre su encuentro con la Madre de Dios. El libro que, guardó en sus líneas el primer renglón de la gesta evangelizadora en las almas amerindias, fue escrito en lengua náhuatl y algunos eruditos lo denominan el Evangelio de Guadalupe.

Así, la buena noticia del Tepeyac, comenzó su recorrido por la tradición oral de unos nativos mesoamericanos de acuerdo con la profecía bíblica “…Mirad: la Virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel…” (Is 7, 14).

La Inmaculada Concepción se reveló a Juan Diego en su estado de gravidez porque vino a esas tierras para anunciarles la Palabra de su Hijo y a dar a luz a su Iglesia bajo el tormento de la conquista y la colonización ibérica. “…Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas.  Y estando encinta, clamaba con dolores de parto, en la angustia del alumbramiento…” (Apocalipsis 12,1).


Los signos del vaticinio son claramente visibles en el famoso ayate de Juan Diego. En esas fibras, tan estudiadas por los científicos de diferentes disciplinas, se inició la feliz doctrina sobre el embarazo de la Santísima Virgen para una civilización superior vencida por la viruela que trajeron, detrás de la cruz, los aventureros españoles. Ella entregaría a su Jesús amado.

Lo importante de aquella crónica, en que la maternidad de María hizo parte de la cosmogonía de los nativos del hemisferio occidental, es que ilustra un secreto sin estudio. Este arcano consiste en que la mariofanía tiene un principio mexicano y un final colombiano. Los dos acontecimientos se complementan  en una fundamental armonía sobre la línea del tiempo, relativamente corta del siglo XVI,  diciembre de 1531 y diciembre de 1586.

Se puede observar que solo habían pasado 55 años, quizás dos generaciones, cuando el Ser Supremo decidió mostrar la siguiente fase de la profecía de Isaías sobre el Emmanuel.

Los nativos olleros de la cultura del maíz y del algodón quedaron perfectamente catequizados cuanto pudieron testificar en sus comarcas sobre el prodigio de Chiquinquirá.

El milagro de la renovación de una deteriorada pintura de la Virgen del Rosario, en compañía de san Antonio y san Andrés en los aposentos de Catalina García de Irlos, viuda del encomendero Antonio de Santana, el 26 de diciembre de 1586, cerró el episodio celestial que comenzó en el Tepeyac y terminó a los pies del Terebinto.

Chiquinquirá, que en la semántica de la lengua chibcha significa: “Tierra de nieblas”, fue iluminada por los ecos del grito del profeta: “…El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande…”  (Isaías 9,2).  Cristo encendió la estrella de Belén en el valle de Chiquinquirá. Era la Pascua de Navidad de 1586, y el Nuevo Reino de Granada se estremeció de gozo.
Allí, en la capilla-pesebre, los naturales conocieron a su Salvador: “…Vinieron, pues, apresuradamente, y hallaron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre.  Y al verlo, dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño.  Y todos los que oyeron, se maravillaron de lo que los pastores les decían.  Pero María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
 Y volvieron los pastores glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto, como se les había dicho…” (Lucas 2, 16-20).
La mujer vestida de sol que estaba encinta, medio siglo antes, en las tierras aztecas  mostró en sus brazos a su unigénito. Ella estaba acompañada por un par de santos, un apóstol y un fraile. El primero, san Andrés, era el hermano de Pedro, que bien representa la dignidad episcopal del Buen Pastor porque había edificado sus catedrales para organizar la jerarquía del servicio en las nacientes diócesis donde se levantaron las capillas doctrineras.

El segundo, san Antonio de Padua, es el hombre del sayal marrón, el peregrino. Él simboliza el trasegar heroico de las órdenes misioneras que llegaron a los virreinatos para sembrar los sacramentos en el neuma de los hijos de una raza sometida por el sortilegio de la tecnología. Las técnicas acumuladas por los siglos formaron las cátedras del conocimiento acuartelado en las universidades y monasterios de los Pirineos y de los Alpes. De allí trajeron, los monjes, las ciencias de la escolástica.

Los padres dominicos, los franciscanos, los jesuitas y los carmelitas entre otras comunidades se unieron a la tarea de amasar un continente de barro. Las manos de los sacerdotes  obtuvieron una cerámica apostólica con el mandamiento de María: “…Hagan lo que Él les diga…” (Juan 2. 1,11). En este punto, de la alfarería cristiana, la anunciación del Tepeyac se fundió con la visitación del Terebinto.

La Santísima Virgen María anunció a Juan Diego: “…Yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María…”

La Santísima Virgen María visitó a María Ramos para decirle con las palabras de Sofonías (3,14): “…Grita de alegría, hija de Sión! ¡Aclama, Israel! ¡Alégrate y regocíjate de todo corazón, hija de Jerusalén! El Señor ha retirado las sentencias que pesaban sobre ti y ha expulsado a tus enemigos. El Rey de Israel, el Señor, está en medio de ti: ya no temerás ningún mal…”

Y la sorprendida Ramos pudo haber contestado con el interrogante de santa Isabel: “… ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?...”  (Lucas 1,43).

El primer párrafo de la evangelización americana había sido leído de una delicada página del misterio de Dios por los labios de la Puerta del Cielo.

Desde entonces, el agua y fuego del bautismo se extendieron por los parajes ignotos de una geografía avasallante. El salvaje receloso encontró en el clero, secular y regular, la custodia moral  de sus catequesis y se dejó guiar por la mano de la Reina del Santo Rosario porque “…Jesús dijo: ‘Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños’. (Mateo 11, 25-27).

En conclusión, resulta tremendamente fascinante que las dos advocaciones marianas vernáculas más importantes de Latinoamérica, Guadalupe y Chiquinquirá, según lo acreditan sus títulos y patronazgos, fueran plasmadas en dos rústicos lienzos donde se grabó el mensaje teológico de la embajadora del Fiat: “…Hágase en mí según tu palabra…” (Lucas 1, 38).

Entre el tintero.

Quedan razones que preguntan: ¿Si al cuadro de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá se le aplicaran avanzadas técnicas fotográficas se podría contemplar, por un misterioso efecto del signo revelado, a las viudas del oratorio?



Esas sufridas mujeres de la colonia figuran en el proceso eclesiástico de 1587 con los nombres de María Ramos, viuda de Hernández; Catalina García de Irlos, viuda de Antonio de Santana y Juana de Santana, viuda de Juan Morillo, tres testigos principales y excepcionales del suceso.

Y tal vez también haya quedado escondida, para el ojo humano, la  india ladina Isabel y su pequeño hijo, Miguel. El niño fue quien informó sobre la ocurrencia de un fenómeno que incendió la fe de los aborígenes, tan maltratada por los abusos de algunos encomenderos.

Si ese descubrimiento definiera los trazos del suceso, ya contado por la investigación canónica, se hablaría de un equilibrio entre la trilogía masculina de “los Juanes” del Tepeyac (san Juan Diego,  su tío, Juan Bernardino, y el obispo Juan de Zumárraga) y la trilogía femenina de Chiquinquirá (María, Juana y Catalina).

Entonces se podría afirmar que el anuncio del engendramiento divino  (la esperanza del Redentor) para el continente lo recibió el elemento masculino, Juan Diego. “…Mirad: la Virgen está encinta… ” (Is 7,14). Y el segundo, el de la maternidad plena (el nacimiento del Mesías), lo acoge la parte femenina de estos anales, María Ramos. “…Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador…” (Lucas 2, 11).

Al final, estas tintas piden un estudio detallado porque en 1986 solo se tomaron algunas placas radiológicas para determinar la autenticidad del lienzo de Narváez. La solicitud radica en la pregunta de Nuestra Señora de Guadalupe que sigue vigente en Chiquinquirá: “¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?”


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