jueves, 17 de julio de 2014

De hinojos ante la Chinca



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana


 “Boyacá es una bendición, su persona” decía algún famoso comediante para promocionar la cultura de su terruño.

Sí, no hay duda. En ese departamento las bendiciones marianas tienen un lugar ancestral para ir a recibirlas. Se trata de la  Basílica de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá a donde el peregrino de antaño llegaba tras dejar las trochas embarradas con sus pisadas apuradas. El paso cadencioso del campesino vigoroso se regaba con sudor y se acompaña de tiples y coplas. El brindis con la chicha fermentaba y el piropo fino le tejía a la romería su  alegría humilde.

Las centurias pasaron y la tradición siguió tan campante, excepto por una conducta que en el siglo XXI se mira con algo de recelo: entrar al templo de rodillas.

La pregunta de este cronista es por qué la suspicacia. La respuesta, como todas las cosas íntimas del colombiano, es compleja. Y la mejor manera de ilustrar la tesis es mostrando el fenómeno por medio de modelos.

Si un labriego, de ruana y alpargate, entra con su sombrero en  la mano y las sienes marcadas por las cicatrices del barro, probablemente no llame la atención. Será automáticamente enmarcado dentro del costumbrismo campesino que se aferra a las viejas consideraciones de los antiguos.

La ruana, abrigo de macho macho, como lo canta el bambuco del maestro Luis González, perdió sus colores entre los trajines del campo. El fique de sus cotizas trae el desgaste monumental de pararse en las piedras mojadas sin resbalar. El zurriago amarillento cuelga de su muñeca como un apéndice lisiado. El sombrero, de tapia pisada, guarda en sus alas las quemaduras de muchos soles… El ropero envejecido esconde un cuerpo usado por el trabajo desde épocas sin memoria. Quizás ya no debería moverse y menos sobre sus articulaciones, pero el paisano avanza con su camándula fatigada de dar vueltas entre sus manos callosas  por el uso excesivo del azadón. Sus dedos cual tenazas fueron adheridas a su mango para abrir los surcos del sembrado de su estancia. Allí plantó las deliciosas papas que otros vendieron rellenas de sabores en los restaurantes de comida internacional.

Es posible que la monumental figura del patriarca imponga el respeto de su historia o que simplemente forme parte de la rutina agraria, pero su trasegar cansino no es algo novedoso para el turista. 

En cambio si un foráneo hace lo mismo se convierte en el centro de atracción. En algunos casos llama la atención de algún fraile o del sacerdote que esté celebrando la Santa Misa. Ellos lo contemplan con ternura de pastor, severidad de inquisidor, curiosidad de catequista, espanto de prelado y cuestionamiento e indiferencia según sea la sensibilidad del presbítero.

En privado comentan: “Yo no sé porque la gente hace eso, como si se fueran a ganar el cielo.” Otro ministro dijo en público,  y con profundad humildad: “Esas prácticas sostienen mi sacerdocio porque son una expresión de fe”.

Esa dualidad de opiniones no debió ser un problema para el Apóstol de los Gentiles porque en su carta a los hijos de Roma consignó: “…Porque escrito está: Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios”. Romanos 14,11…”

La respuesta sigue sin cubrir toda la amplitud del interrogante porque dentro de la idiosincrasia nacional hay variables insospechadas e insoportables.

Muchos parientes de sangre y amigos de la entraña íntima del corazón huyen despavoridos del lado de la persona que decide entrar de rodillas a saludar al Altísimo y luego a la Virgen. El  raizal, valiente hasta el extremo, se escapa, se evapora, se mimetiza detrás de cualquier columna o desaparece entre el gentío para que nadie pueda relacionarlo con el penitente, que se mueve camino del altar.

El ridículo, conocido en el argot popular con el nombre de: “OSO”, en mayúscula sostenida, es la condición social que más afecta al individuo de la Colombia sin identidad. Basta ver como el alegre compadre de innumerables jaranas y profunda camaradería se aleja a velocidades, que si se pudieran medir rompería los registros olímpicos.

Por encima del sentimiento afectivo y los vínculos de sangre está el plantígrado irrisorio que le hace sonrojar las mejillas y, ante esa señal de alarma, hay que pagar escondederos a peso porque esas prácticas rituales premodernas están pasadas de moda, según algunos descendientes de noble solar.

En contraposición a los escándalos producidos por el peregrino conservador se ven otros casos. Ejemplo, un niño de escasos cinco años interrumpió a una devota en su trayecto de humildad para preguntarle por qué andaba así. El pequeño meditó los argumentos y un rato después le pidió a su madre que lo acompañara en su primera excursión por el corredor central de la basílica. La señora lo mimó, lo aplaudió, pero no lo dejó participar de la experiencia formal. Fue ella la que inició el gran desfile. Su pequeño la guiaba con un cirio encendido mientras que la voluminosa fémina sentía como sus carnes protestaban con la fatiga de unos implacables calambres. No estaba acostumbrada a los ritmos del romero. Debió hacer muchas paradas frente a su pequeño, que la seguía jugando con la llama de la veladora. A veces queriendo derramar la cera derretida en el piso y otra veces como serio farero de escondida bahía. Por fin, la mujer obesa llegó a la baranda del comulgatorio y descansó. El niño estaba feliz porque la próxima vez no le podría negar la opción fundamental de hacer lo mismo. El principio de imitación estaba injertado en su aprendizaje de actividad lúdica. Para el infante no era sacrificio, ni ridículo era una forma de entablar un diálogo con “Papá Lindo”.   

Quizás, ninguno de los dos conceptualizó el proceso, pero la herencia ancestral de los viajeros se reactivó por causa de una pregunta infantil. El linaje de la tradición pasó de una generación a otra en media hora.

El último paradigma, literalmente captó las miradas del elemento masculino. Una delgada y bien organizada jovencita, menor de 25 años, emprendió su trayectoria, sin prisa.

Su mirada estaba fija en el milagroso lienzo del altar. Sus manos en posición de súplica y preces cual angelical figura de vitela parecía una religiosa del medioevo que hubiera cambiado el sayal por el bluyín.

La señorita tenía un ritmo particular. Avanzaba delicadamente, despacio, saboreando cada Ave María. Parecía que estuviera en algún trance donde el dolor y el murmullo del gentío expectante no influyeran en su místico coloquio. Seguía una línea recta trazada por la costumbre o por su buen equilibrio. La cabeza erguida, la mirada concentrada. No se quejó, no se apoyó, no descansó y no se desvió. Simplemente seguía en un andar automático donde cualquier opinión, pregunta, piropo, carraspeo o tumulto de feligreses apresurados no logró hacerla cambiar de rumbo ni de oficio.

Ella seguía sola y la Eucaristía del medio día comenzó sin que se inmutara. Continuó hasta terminar su salterio en las gradas del presbiterio…

La respuesta al por qué algunas personas insisten en postrarse podría diagramarse en una palabra, en cuyas cuatro columnas se sostiene la existencia del universo: Amor. Sí, por amor a la Reina del Cielo la visita se hace de hinojos, privilegio de promesero.






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