jueves, 13 de noviembre de 2014

Las grandezas incomparables de María



San Bernardo de  Claraval.  

MARÍA LLENA DE GRACIA

Y habiendo entrado el Ángel a donde estaba María, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres.

Cuando oyó esto se turbó y pensaba qué salutación sería ésta y el Ángel le dijo: no temas María, porque has hallado gracia delante de Dios, he aquí que concebirás en tu seno, y tendrás un hijo, y le llamarás Jesús. Este será grande y será llamado hijo del Altísimo, y le dará el señor Dios el trono de David su padre y reinará en la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin (Luc., I, 28-33).

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Me gusta usar de las palabras de los Santos siempre que oportunamente se puedan adaptar a los asuntos que trato, para que así se hagan más gratas, a lo menos por la belleza de los vasos, las cosas que en mis discursos presento al lector, y por eso comienzo este capítulo con las expresiones del Profeta ¡ay de mí!(Isaías, VI, 5) no a la verdad como él, porque callé, sino ¡porque he hablado! pues mis labios son impuros. ¡Ay!, cuántas cosas vanas, cuantas cosas falsas, cuántas cosas torpes me acuerdo haber vomitado por esta misma asquerosísima boca mía, con que ahora presumo tratar palabras celestiales.

Temo mucho que esté cerca aquel momento en que haya de oír que me dicen: ¿Cómo cuentas tú mis injusticias y tomas en tu boca mi testamento? (Salmo XLIX, 16). Ojalá que a mí también me trajeran como al Profeta, del soberano altar, no una sola ascua sino un globo grande de fuego, que consumiese enteramente la mucha e inveterada inmundicia de mi sucia boca, a fin de hacerme digno de repetir con mi expresión, tal cual ella sea, los gratos y castos coloquios del Ángel con la Virgen y la respuesta de la Virgen al mismo Ángel.

Dice el Evengelista: Habiendo entrado el Ángel del Señor, dijo a María: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. ¿Y a dónde entró el Ángel? Sin duda al secreto de su casto aposento, en donde quizá, cerrada la puerta sobre sí, estaba en lo oculto orando al Padre celestial.

Suelen los Ángeles estar presentes a los que oran y deleitarse en los que ven levantar sus puras manos en la oración; se alegran de ofrecer a Dios el holocausto de la devoción santa como incienso agradable al cielo. Y cuánto habían agradado las oraciones de María en la presencia del Altísimo, lo indica el Ángel saludándola con tanta reverencia.

No fue dificultoso al Ángel penetrar en el secreto aposento de la Virgen, pues por la sutileza de su substancia tenía la natural propiedad de que nada, ni la cerradura de hierro, le podían estorbar la entrada a cualquiera parte que su ímpetu le llevase. No resisten a los Angélicos Espíritus las paredes, sino que les ceden todas las cosas visibles, y todos los cuerpos por más sólidos o densos que sean están francos y penetrables para ellos.

No debes, pues, sospechar que encontrase el Ángel abierta la puertecita de la Virgen cuyo propósito, al estar cerrada, era evitar la concurrencia de los hombres y huir de sus conversaciones, para que así o no fuese perturbado el silencio de su oración o no fuese tentada su castidad de que hacía profesión. Por tanto había cerrado sobre sí su habitación en aquella hora la Virgen prudentísima, pero a los hombres, no a los Ángeles y aunque pudo entrar el Ángel donde estaba, a ninguno de los hombres le era fácil la entrada.

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Habiendo entrado el Ángel a donde estaba María la dijo: Dios te salve llena de gracia el Señor es contigo.

Leemos en los Actos de los Apóstoles (Actas, VI, 5) que San Esteban estuvo lleno de gracia y que los Apóstoles también estuvieron llenos de Espíritu Santo, pero fue diferentemente que María, porque, a más de otras razones, ni en aquel habitó la plenitud de la divinidad corporalmente como habitó en María, ni éstos concibieron del Espíritu Santo como la Virgen.

Dios te salve, dice, llena de gracia, el Señor es contigo. ¿Qué mucho estuviera llena de gracia, si el Señor estaba con ella?

Lo que más debe admirarse es cómo el mismo que enviara el Ángel a la Virgen fuera hallado con la Virgen por el Ángel. ¿Fue Dios acaso más veloz que el Ángel, de modo que con mayor ligereza se anticipó a su presuroso nuncio, para llegar a la tierra?

No hay que admirarse porque estando el Rey en su reposo, el nardo de la Virgen dio su olor y subió a la presencia de su gloria el perfume de su aroma, y halló gracia en los ojos del Señor clamando los circunstantes:¿Quién es esta que sube por el desierto como una columnita de humo formada de perfumes de mirra y de incienso? (Cántico, III, 6) Y al punto el Rey saliendo de su lugar santo mostró el aliento de un gigante para correr el camino (Salmo XVIII, 6), y aunque fue su salida de lo más alto del cielo, volando en su ardentísimo deseo, se adelantó a su nuncio para llegar a la Virgen a quien había amado, a quien había escogido para sí, cuya hermosura había deseado; y al cual mirándole venir de lejos, dándose el parabién y llenándose de gozo, la Iglesia le dice: Mirad como viene saltando en los montes, pasando por encima de los collados (Cántico, II, 8).

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Y con razón deseó el Rey la hermosura de la Virgen, pues había puesto por obra todo lo que mucho antes había sido amonestado por David, su Padre, que la decía: Escucha hija y mira, inclina tu oído y olvida tu pueblo y la casa de tu padre. Y si esto hicieres, deseará el Rey tu hermosura (Psal, XLIV, 11). Oyó, pues, y vio, no como algunos que oyendo no oyen y viendo no entienden, sino que oyó y creyó, vio y entendió.

Inclinó su oído a la obediencia y su corazón a la enseñanza y se olvidó de su pueblo y de la casa de su padre, porque ni pensó en aumentar su pueblo con la sucesión, ni intentó dejar herederos a la casa de su padre, sino que todo el honor que pudiera tener en su pueblo, todo lo que pudiera tener de bienes terrenos por sus padres lo abandonó como si fuera basura, para ganar a Cristo. Y no la engañó su pensamiento, pues logró, sin violar el propósito de su virginidad, tener a Cristo por hijo suyo. Con razón, pues, se llama llena de gracia, ya que tuvo la gracia de la virginidad y a más de eso, consiguió la gloria de la fecundidad.

Dios te salve llena de gracia, el Señor es contigo. No dijo el Ángel, el Señor está en ti, sino el Señor es contigo, porque aunque Dios está igualmente en todas partes por su simplicísima sustancia, con todo eso está de diferente modo en las criaturas racionales que en las demás; y en aquellas mismas todavía de otra suerte en los buenos que en los malos, por su eficacia.

De tal modo que está en las criaturas irracionales y no puede caber en ellas y en las racionales puede caber por el conocimiento, pero sólo halla cabida completa en los buenos por el amor.

Así, sólo en los buenos está de tal manera, que además de estar en ellos, está también con ellos por la concordia de la voluntad, porque, cuando sujetan de tal modo sus voluntades a la justicia, que no es indecente a Dios querer lo que ellos quieren, por lo mismo que no se apartan de su voluntad, se juntan a sí mismos y se juntan también con especialidad con Dios.

Mas, aunque de esta manera está Dios con todos los Santos, particularmente está con María, con la cual tuvo tanta concordia que juntó a sí mismo no sólo su voluntad, sino también su misma carne, y de su sustancia y de la carne de la Virgen hizo un solo Cristo, o mejor, se hizo un solo Cristo, el cual, aunque ni todo de la sustancia de Dios, ni todo de la carne de la Virgen, sin embargo todo es de Dios y todo de la Virgen, no siendo dos hijos sino uno sólo, hijo de uno e hijo de la otra. Dice, pues, Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.

Y no solamente el Señor Hijo es contigo, al cual vistes de tu carne, sino también el Señor Espíritu Santo, de quien concibes y el Señor Padre que engendró al que tú concibes. El Padre es contigo que hace a su Hijo tuyo también. El Hijo es contigo que para obrar este misterio se reserva a sí el arcano de la generación y a ti te guarda el sello virginal. El Espíritu Santo es contigo que con el Padre y con el Hijo santifica tu seno.

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Bendita tú eres entre todas las mujeres, y juntando las palabras de Santa Isabel, diremos: Bendito es el fruto de tu vientre. ¡Ah, María! No porque Tú eres bendita, es bendito el fruto de tu vientre, sino porque Él te previno con bendiciones de dulzura, eres bendita Tú.

Verdaderamente bendito es el fruto de tu vientre, pues en Él son benditas todas las gentes, de cuya plenitud recibiste Tú con los demás, aunque de un modo más excelente Tú que los demás. Por tanto, sin duda, eres Tú bendita, pero entre las mujeres, mas Él es bendito, no entre los hombres, no entre los Ángeles, sino como quien es, según habla el Apóstol: Sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos (Rom., IX, 6).

Suele llamarse bendito el hombre, bendito el pan, bendita la mujer, bendita la tierra y las demás cosas, pero singularmente es bendito el fruto de tu vientre, porque es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos.

Bendito, pues, es el fruto de tu vientre. Bendito en el olor, bendito en el sabor, bendito en la hermosura.

La fragancia de este odorífero fruto percibía aquél, que decía: El olor que sale de mi Hijo es semejante al de un campo lleno que el Señor colmó de sus bendiciones (Génesis, XVII, 27).

Del sabor de este fruto, uno que lo había gustado, cantaba de este modo: Gustad y ved que suave es el Señor (Salmo XXXIII, 9), y en otra parte, ¡Qué grande es, Señor, la abundancia de vuestra dulzura, que Vos habéis escondido y reservado para los que os temen! (Salmo XXX, 20). Y otro decía: Si es que lo habéis gustado, dulce es el Señor (San Pedro, II, 3). Y el mismo fruto de sí mismo exclama, convidándonos: El que me come tendrá todavía hambre, y el que me bebe, tendrá todavía sed (Eclesiástico, XXIV, 29). Diciéndolo, sin duda, por la dulzura de su sabor, que cuando más se gusta, más se excita el apetito. ¡Ah!, buen fruto debe de ser el que es comida y bebida a un tiempo para las almas que tienen hambre y sed de la justicia.

Y de la hermosura oye también algo de ella, porque, si el fruto de muerte no sólo fue suave para comerse, sino también, por testimonio de la Escritura, agradable a la vista, ¿cuánto más cuidadosamente debemos informarnos de la vivificante hermosura de este fruto vital en quien, por testimonio igualmente de la Escritura, desean mirar los mismos Ángeles? Su belleza miraba en espíritu y deseaba ver en el cuerpo aquél que decía:De Sión viene el esplendor de su hermosura (Salmo XLIX, 2). Y porque no te parezca que alababa una belleza mediana solamente, acuérdate de lo que tienes escrito en otro Salmo: Vos sobrepasáis en belleza a todos los hijos de los hombres. La gracia está derramada en vuestros labios. Por eso Dios os bendijo para siempre(Salmo XLIV, 3).

Bendito, pues, el fruto de tu vientre, al cual bendijo Dios para siempre, por cuya bendición también eres bendita Tú, María, entre todos las mujeres, porque no puede un árbol malo llevar un fruto bueno. Bendita Tú, entre todas las mujeres, pues te libraste de la general maldición en que se dijo: Con tristeza alumbrarás los hijos (Génesis, III, 16), y no menos de la otra que se siguió: Maldita la estéril en Israel (Éxodo, XXXIII, 20), y conseguiste una especial bendición, por la cual ni permaneces estéril, ni das a luz con dolor.

Dura necesidad y yugo grave, que oprime a todas las hijas de Eva. Pero, Tú, Virgen, ¿qué harás? ¿Qué escoges, Virgen prudente? Por todas partes, dice, me cercan angustias. Sin embargo, mejor es para mí incurrir en la maldición y permanecer casta, que concebir primero por la concupiscencia lo que después justamente había de dar a luz con dolor.

Por esta parte, aunque veo la maldición, no veo el pecado, pero por la otra veo el pecado y, juntamente, el tormento. Y en fin, ¿es acaso esta maldición algo más que el improperio de los hombres? No por otra cosa se llama a la estéril maldita, sino porque los hombres la improperarán y despreciarán como inútil e infructuosa en Israel. Pero para mí nada importa que desagrade a los hombres con que pueda presentarme a Cristo, virgen casta.

¡Oh, Virgen prudente! ¡Oh, Virgen devota! ¿Quién te enseñó que agradaba a Dios la virginidad? ¿Qué ley, qué rito, qué página del Antiguo Testamento manda o aconseja, o exhorta a vivir en la carne castamente, y a tener una vida propia de los Ángeles en la tierra? ¿En dónde habías leído, Virgen devota, que la sabiduría de la carne es muerte (Rom., VIII, 6), y no queráis contentar vuestra sensualidad satisfaciendo a sus deseos? (Rom., XIII, 14) ¿En dónde habías leído de las vírgenes, que cantan un nuevo cántico que ningún otro puede cantar y que siguen al Cordero a donde quiera que vaya? (Apoc., XIV, 4) ¿En dónde habías leído queson alabados los que se hicieron continentes por el reino de Dios? (Mateo, XIX, 12) ¿En dónde habías leído:aunque vivimos en la carne, nuestra conducta no es carnal? (II Cor., X, 3) Y aquél que casa a su hija hace bien y aquél que no la casa hace mejor? (I Cor., VII, 38) ¿Dónde habías oído: Quisiera que todos vosotros permanecierais en el estado en que yo me hallo, y bueno es para el hombre si así permaneciere como yo le aconsejo?

Mas Tú, oh María, no digo ya precepto, pero ni consejo, ni ejemplo tenías, sino que la interior moción de Dios te lo enseñaba todo y su Palabra, viva y eficaz, haciéndose primero tu maestro que hijo tuyo, instruyó antes tu mente que se vistió de tu carne.

Haces voto de presentarte a Cristo, Virgen, sin saber que está reservado para Ti el ser Madre. Escoges ser despreciable en Israel e incurrir en la maldición de la esterilidad para agradar a aquel Señor, a cuyos ojos obras lo más perfecto; y mira cómo la maldición se trueca en bendición y la esterilidad se recompensa con la fecundidad.

***

¡Oh, Virgen! Preparad vuestra alma, disponed vuestro cuerpo, pues va a hacer en vos cosas grandes el que es todopoderoso, y en tanto grado, que en vez de la maldición de Israel os llamarán bienaventurada todas las generaciones. No tengáis por sospechosa, Virgen prudentísima, la fecundidad, porque no disminuirá vuestra integridad. No conoceréis varón, concebiréis y tendréis un hijo. ¿Y qué hijo? ¡Ah! De aquel mismo seréis Madre, de quien Dios es el Padre… El hijo de la caridad paterna será la corona de vuestra castidad; la sabiduría del corazón del Padre será el fruto de vuestro virgíneo seno.

Tened, pues, ánimo, Virgen fecunda, madre intacta, porque no seréis maldecida jamás en Israel, ni contada entre las estériles. Y si con todo eso el Israel sensual os maldijere, no porque os mire estéril sino porque sienta que sois fecunda, acordaos que Cristo también sufrió la maldición: que el Señor os bendijo desde los Cielos y aun en la tierra, sois bendecida por el Ángel, y por todas las generaciones sois llamada con razón bienaventurada.

Bendita, pues, eres tú entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

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Y cuando oyó esto María se turbó y pensaba qué salutación sería ésta. Suelen las Vírgenes que verdaderamente aman la virginidad, estar siempre temerosas y nunca seguras, y para precaverse de lo que en realidad es temible, suelen temer aun en aquello que no tiene por qué temerse; piensan que llevan un tesoro precioso en un vaso de barro y que es muy arduo vivir como los Ángeles entre los hombres, conducirse en la tierra al tenor de los habitantes del Cielo, y guardar en el cuerpo frágil la pureza del celibato. Por eso al ver una cosa nueva o repentina, sospechan asechanzas y piensan que todo se maquina contra ellas.

Y así, María se turbó a las palabras del Ángel; turbóse mas no se perturbó. Me turbé, dice el Profeta, y no hablé, sino que medité los días antiguos y tuve en mi pensamiento los años eternos (Salmo LXXVI, 5).

María se turbó y no habló, sino que pensaba entre sí, qué salutación sería ésta. Haberse turbado fue pudor virginal, no haberse perturbado fortaleza, haber callado y pensado prudencia.

Y pensaba qué salutación sería ésta. Sabía esta Virgen prudente que muchas veces Satanás se transforma en Ángel de luz; y porque era humilde y sencilla no esperaba cosa semejante de un Ángel santo, y por eso pensaba entre sí qué salutación sería ésta.

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Pero entonces el Ángel, mirándola y advirtiendo facilísimamente que revolvía en su corazón pensamientos diversos, la consuela en sus temores, la ilustra y fortalece en sus dudas, y llamándola familiarmente por su propio nombre, blanda y benignamente, la persuade que no tema: No temas, le dice, María, porque has hallado gracia delante de Dios. Nada hay aquí de dolo, nada de engaño, no sospeches fraude, no receles acechanzas, no soy hombre, soy espíritu y Ángel de Dios, no de Satanás.

No temas, María porque has hallado gracia delante de Dios.

¡Oh si supieras cuánto agrada a Dios tu humildad y cuánta es tu intimidad para con Él! ¡Sin duda te juzgarás indigna de que un Ángel te salude y obsequie! Pero ¿por qué has de pensar que te es indebida la gracia de los Ángeles cuando has hallado gracia delante de Dios? Hallaste lo que buscabas, hallaste lo que antes de Ti ninguno pudo hallar, hallaste gracia delante de Dios.

¿Y qué gracia? La paz de Dios y de los hombres, la destrucción de la muerte, la reparación de la vida. Esta es la gracia que hallaste delante de Dios y para que te persuadas, te dan esta señal: Sábete que concebirás en tu seno y alumbrarás un hijo y le llamarás Jesús. Entiende, Virgen prudente, por el nombre del hijo que te prometen cuán y especial gracia has hallado delante de Dios.

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Y le llamarás Jesús. El significado y la razón de este nombre, viene dada por el mismo Ángel, según se halla en otro Evangelista: Porque Él salvará a su pueblo de sus pecados. Sí, le llamarás Jesús.

De dos hombres se lee que le precedieron con el nombre de Jesús en figura de éste de quien ahora tratamos, y ambos mandaron en los pueblos; de los cuales el uno sacó a su pueblo de Babilonia, el otro introdujo al suyo en la tierra de promisión. Y estos mismos hombres sin duda defendieron de sus enemigos a los pueblos que gobernaban, pero ¿por ventura le salvaron de sus pecados? No, pero este nuestro Jesús salva al suyo de sus pecados y le introduce en la tierra de los vivientes.

¿Quién es éste que también perdona los pecados?, dice el Evangelista. Ojalá se digne este Jesús contarme a mí pecador en su pueblo, para salvarme de mis pecados. Dichoso el pueblo de quien es su Dios este Jesús pues Él salvará a su pueblo de sus pecados.

Mas recelo que muchos profesen ser de su pueblo y que, sin embargo, Él no los tendrá como tales; recelo que, a muchos que parecen ser los más religiosos entre su pueblo, diga Él mismo alguna vez: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mi (Mateo, XV, 8). Sabe Jesús los que son suyos, sabe los que escogió desde el principio. ¿Me llamáis, dice, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo os digo? (Luc., VI, 46).

¿Quieres saber si perteneces a su pueblo, o más bien, quieres ser de su pueblo? Haz lo que te manda Jesús y te computará entre su pueblo. Haz lo que manda en el Evangelio, lo que manda en la Ley, lo que manda por los Profetas, lo que manda por sus ministros, que tiene en la Iglesia; obedece a tus prelados que son sus vicarios, no sólo a los buenos y modestos, sino a los que son ásperos y duros, aprende del mismo a ser manso y humilde de corazón y serás de aquel verdadero pueblo suyo, que Él escogió por su heredad, serás de aquel estimable pueblo suyo, a quien el Señor de los ejércitos bendijo diciendo: Tú eres obra de mis manos, y mi heredad Israel (Luc., XIX, 25), de quien, para que acaso no sigas al Israel carnal asegura con su testimonio:Un pueblo que yo no había conocido, se ha sujetado a mí y me ha obedecido al punto que oyó mi voz(Salmo XVlI, 45).

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Oigamos ahora lo que siente el mismo Ángel de Aquel a quien pone tal nombre aun antes de ser concebido.

Dice, éste será grande y será llamado hijo del Altísimo (Luc., I, 32). Con razón será grande el que merecerá ser llamado hijo del Altísimo. ¿Por ventura no es grande aquel cuya grandeza no tiene fin? ¿Y quién es tan grande como nuestro Dios? (Salmo CXII, 5). Grande es enteramente el que es tan grande como el Altísimo. Y no juzgará que es una usurpación en Él, el ser igual al Altísimo (Filip., II, 6).

Como debió juzgarla tal, aquel que habiendo sido formado Ángel de la nada, comparándose lleno de soberbia a su Hacedor, pretendía robar lo que es propio del Hijo de Dios, el cual según su forma y naturaleza divina no fue hecho sino engendrado de Dios. Dios Padre aunque es omnipotente no pudo hacer una criatura igual a sí mismo, o engendrar un hijo que de Él fuese desigual. Hizo grande al Ángel, pero no tanto como es Él, y por consiguiente no le hizo altísimo. Solamente no lo juzga usurpación, ni lo tiene por injuria que el Unigénito a quien no hizo, sino que engendró omnipotente siendo Él omnipotente; altísimo siendo Él altísimo; coeterno siendo Él eterno, se compare en todo a Él.

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Pero ¿por qué dice que será grande y no dice más bien que es grande, el que siempre igualmente grande no tiene adonde crecer, ni después de su concepción ha de ser mayor que sea o haya sido antes? ¿Acaso se dice que será porque Él mismo que era Dios grande ha de ser grande hombre? Será grande. Grande hombre, grande Doctor, grande Profeta. De Él dice el Evangelio: Un Profeta grande ha aparecido en medio de nosotros (Luc., VII, 16) y por otro Profeta menor que Él, es prometido: Que vendrá un Profeta grande y renovará a Jerusalén.

Y Tú, oh Virgen, darás a luz un niño, criarás un niño, alimentarás a un niño, pero al verle pequeño contémplale grande. Será grande, porque el Señor le engrandecerá delante de los Reyes, de modo que todos los Reyes le adorarán y todas las gentes le servirán.

Engrandezca, pues, tu alma al Señor, porque tu Hijo será grande y será llamado hijo del Altísimo. Grande es y hará cosas grandes el que es poderoso y su nombre es santo. ¿Qué nombre más santo que llamarse hijo del Altísimo? Sea también engrandecido por nosotros, que somos niños, que por hacernos grandes se hizo pequeño.

Un niño, dice el Profeta, nació para nosotros, un niño nos han dado (Isaías, IX, 6). Para nosotros, no para sí. Nacido de su eterno Padre más noblemente antes de los tiempos, no necesitaba nacer de una Madre en el tiempo. No para los Ángeles, que poseyéndole grande, no le solicitaban niño. Para nosotros, nació, a nosotros nos lo han dado, porque para nosotros era necesario.

***

Empleémosle, pues, en lo que es el fin porque nació y nos fue dado. Usemos del que es nuestro en utilidad propia nuestra, saquemos del Salvador la salud. ¡Oh deseado de los niños! ¡Oh verdaderamente niño, pero en la malicia, no en la sabiduría!

Procuremos hacernos niño como Él, aprendamos de Él a ser mansos y humildes de corazón, no sea que el grande Dios se haya hecho sin fruto hombre pequeño, no sea que en balde haya muerto, no sea que inútilmente haya sido crucificado por nosotros. Aprendamos su humildad, imitemos su mansedumbre, apreciemos su amor, tomemos parte en sus penas, lavémonos en su sangre.

Ofrezcámosle a Él mismo como víctima por nuestros pecados, pues para esto nació y nos fue dado a nosotros.

Ofrezcámosle a los ojos de su Padre y ofrezcámosle a los suyos propios, porque el Padre no perdonó a su propio Hijo, sino que por nosotros le entregó; y el mismo Hijo se abatió hasta tal extremo, que tomó la forma de esclavo.

Él mismo entregó su vida a la muerte y fue puesto en el número de los malhechores; y Él mismo llevó sobre sí los pecados de muchos y oró por los violadores de la ley para que no pereciesen. No pueden perecer aquellos por quienes el Hijo ruega que no perezcan, por quienes el Padre entregó su Hijo a la muerte para que vivan. Debemos esperar el perdón de ambos igualmente, en los cuales es igual la piadosa misericordia, igual la voluntad omnipotente, y una misma la sustancia divina.

***

Gloria sea dada, pues, al Hijo del Altísimo, hijo también de María que cuando honramos al Hijo no nos apartamos de las glorias de la Madre, e igualmente todo cuanto decimos en las alabanzas de la Virgen Madre, redunda también a gloria del Hijo. Si como dice Salomón: El Hijo sabio es gloria del Padre (Proverbios, X, 1). ¿Cuánta mayor gloria será ser Madre de la misma Sabiduría? Pero ¿qué puedo intentar yo en las alabanzas de aquella Señora a quien publican digna de ellas los Profetas, lo expresa el mismo Ángel y lo declara el santo Evangelio? No, yo no la alabo, porque no me atrevo, sino que repito con devoción lo que ya explicó el Espíritu Santo por boca del Evangelista.

Dice: Y le dará el Señor Dios el trono de David, su Padre. Que de la prosapia de David trajese su origen Jesús, nadie lo duda. Pero yo deseo saber, ¿cómo le dio el Señor el trono de David su padre, no habiendo reinado en Jerusalén, sino que antes bien, queriéndolo hacer Rey las turbas, no lo consintió, y aun protestó delante de Pilatos, diciendo: Mi Reino no es de este mundo? (Juan, XVIII, 36).

Y ¿qué es el trono de David, qué se promete, para quién se sienta sobre los Querubines, para quién vio el Profeta (Isaías, IV, 1.) sentado sobre un Solio excelso y elevado? Sabemos que hay otra Jerusalén significada por ésta en que reinó David y que es aquélla mucho más noble y rica. Y a esa se refiere aquí, según el frecuente modo de hablar de la Escritura, en que se pone muchas veces lo que significa por el significado. Le dio Dios el trono de David, su padre, cuando le constituyó Rey sobre Sión su monte santo (Salmo II, 6). Y este texto parece explicar ya más claramente de qué reino se trata, porque no dice en Sión, sino sobre Sion.

Ciertamente en Sión reinó David, pero está sobre Sión el reino aquel de quien se dijo a este rey: Colocaré sobre tu trono tu descendencia (Salmo CXXXI); de quien se dijo también por otro Profeta: Sobre el solio de David y sobre su reino se sentará (Isaías, IX, 7). Y ¿no ves cómo en todas partes hallas sobre? Sobre Sión,sobre el trono, sobre el solio, sobre el Reino. Le dará, pues, el Señor Dios el trono de David su padre, no el figurativo, sino el verdadero, no el temporal, sino el eterno, no el terreno, sino el celestial.

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Y reinará en la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin (Lucas, I, 32).

Si aquí igualmente entendiéramos la casa temporal de Jacob, ¿cómo no siendo eterna, había de poder reinar en ella eternamente? Se ha de buscar, pues, una casa eterna de Jacob en que reine eternamente aquel Señor cuyo reino no tendrá fin. Y además ¿acaso aquella provocadora casa de Jacob no le negó impíamente y le desechó neciamente delante de Pilatos, cuando diciendo él: ¿Yo he de crucificar a vuestro Rey?, respondió gritando a una voz: No tenemos más Rey que al César? (Juan, XIX, 15).

Busca, pues, al Apóstol y te distinguirá al que es judío en lo oculto de aquel que lo es en lo manifiesto, y la circuncisión que es según el espíritu de aquella que se hace según la carne, al Israel espiritual del carnal, a los hijos de la fe de Abraham de los hijos de su carne.

No todos los que son de Israel (Rom., II, 28), dice, son israelitas, ni todos los que son de la sangre de Abraham son hijos suyos. Luego igualmente no todos los que descienden de Jacob son de la casa de Jacob, puesto que Jacob es lo mismo que Israel.

Juzga, pues, de la casa de Jacob sólo aquellos que se encuentran perfectos en la misma y habrás encontrado los que constituyen la casa espiritual y eterna de Jacob en que el Señor Jesús reinará para siempre.

¿Quién de nosotros es el que según la interpretación del nombre de Jacob hace caer con industria de su corazón al diablo y lucha contra sus vicios y deseos malos, para que no reine el pecado en su cuerpo mortal, sino Jesús en él, ahora por la gracia y después eternamente por la gloria?

***

Dichosos aquellos en quienes Jesús reinará eternamente, porque ellos también reinarán con Él, y su reino no tendrá fin.

¡Oh qué dichoso es aquel reino en que se congregaron los Reyes para alabar y glorificar al que es sobre todos Rey de los Reyes y Señor de los Señores, cuyo resplandeciente rostro contemplarán los justos y brillarán como el sol en el Reino de su Padre!

¡Oh si de mí, pecador, se acordara también Jesús según la bondad que se ha dignado mostrar a su pueblo, cuando haya de venir a su reino!

¡Oh si en aquel día en que ha de entregar el reino a Dios y al Padre, quisiera visitarme con su asistencia saludable, para verle yo colmado de los bienes de sus escogidos, para gozarme yo en la alegría que es propia de su pueblo; y que esta misma misericordia fuera eterna materia para darle alabanzas en compañía de su heredad!

Venid, entre tanto, Señor Jesús y quitad los escándalos de vuestro reino que es mi alma, para que vos reinéis como es natural en ella. Porque viene la avaricia y quiere asentar en mí su trono; la jactancia, quiere dominarme; la soberbia, quiere ser mi rey; la lujuria, dice, yo he de reinar; la detracción, la ira, la envidia, combaten en mí mismo, sobre mí, disputando entre sí de cuál de ellas debo ser esclavo principalmente.

Y yo, cuanto puedo resisto, cuanto puedo me esfuerzo, doy voces a mi Señor Jesús, me derramo en su presencia, porque conozco que tiene en mí todo derecho.

Tengo a Él por mi Dios, tengo a Él por mi Dueño, y digo: no tengo otro Rey que mi Señor Jesús.

Venid, pues, Señor, dispersadlos con la fuerza de vuestro poder, y reinaréis en mí, pues vos sois mi Rey y mi Dios, que sólo con mandarlo habéis salvado tantas veces a Jacob.


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