jueves, 9 de julio de 2015

Discurso de bienvenida a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, Catedral Primada, 1919.



Por José Joaquín Casas.
(8 de julio de 1919)


He aquí pues el suspirado instante. Las miradas de todo un pueblo, las miradas del mundo, las miradas del cielo convergen ahora hacia este punto. ¡Cuántos corazones se dieron cita para reunirse al pie de este viajero trono de la misericordia! Y aquí están ya fraternalmente reunidos en presencia del cielo y de la tierra.

Rodarán los siglos como las olas, y permanecerá como la roca solitaria en medio de ellas el recuerdo de este instante, y a él y al atrio de esta iglesia se volverán nuestros ojos, los ojos de todos los presentes, desde el mar alto de la eternidad.

Tocamos ahora mismo a uno de aquellos momentos supremos desde cuya altura nos parece ver frente a frente el esplendor del rostro de Dios, y abrírsenos de súbito los horizontes de la vida inacabable. ¡Dichosa la generación que es dado asistir a tanta gloria, que no verán los venideros! Hallámonos ahora mismo, teniéndolo tan cerca y tan palpable y tan abrumador que nos estremece de emoción y sobrecogimiento, ante un prodigio de la Omnipotencia, prodigio de la ternura Omnipotente, ante un milagro.

¿Y hablaré yo delante de la Omnipotencia, siendo yo polvo y ceniza? La majestad de la Omnipotencia me anonada, pero me da aliento para balbucir, la majestad de la misericordia ¡Oh, sí! Aquí, está delante la majestad de la Misericordia! No es hora esta para vanos alardes de literatura, sino para humildes expansiones del corazón. Hable mi corazón más que mis labios. ¡Ah! Los labios, tan locuaces para lo vulgar, que impotentes para los supremos instantes del alma.

Pero ahora recuerdo, Señora mía y Madre mía, dos veces madre mía, ahora recuerdo que yo rehusaba hablaros, y vos, Señora, usabais oírme cuando en aquellos días ya tan lejanos de mi niñez, en los breves años de mi inocencia, allá en las noches floridas del mes de mayo, mes vuestro porque es el de las flores, allá en aquella amada iglesia que fue mi hogar, me acercaba yo, a la cabeza de un coro de niños a decir en versos infantiles vuestra alabanzas, y veía el resplandor de tantos cirios, a través de mis lágrimas cariñosas y de las nubes de incienso, diáfanas y puras como los cendales de la inocencia, vuestra faz que sonriendo con dolorosa ternura me acariciaba y me bendecía.

Me bendijiste, Señora y Madre, y me prometisteis vuestro amparo y aviásteis mi corazón de fe, de amor, de confianza; y ese amparo y estas dádivas fueron siempre mi dulce seguridad, y no me faltaron nunca en mi azaroso y atormentado viaje de amarguras y combates, y me sostuvieron y consolaron todos aquellos días en que, como Vos los sabéis, vinieron enlutadas las bendiciones. Os hablaba yo entonces con infantil confianza, y Vos como madre me escuchábais; y ahora, cuando después de tantos años vuelvo a hablaros ¡ay! Tan mudado de aquel risueño y candoroso niño, se que me escucháis también, oís con oídos de misericordia las palpitaciones de mi corazón y me miráis con ojos compasivos que me siguieron por todas partes y que si lloraron mis extravíos han llorado también con mis pesares.

La misma sois de entonces, la expresión de virginal embeleso de este rostro bendito es para mí como una reminiscencia de familia; conozco muy bien los pliegues de ese manto; y al fijar en Vos mi ojos marchitos, dilata mi pecho un hálito de gracia y de inocencia, y me parece que rezan en torno mío los seres amadísimos que en aquellas floridas noches me acompañan.

Sí, ahí estáis escuchándome; ahí en esa prodigiosa imagen retocada con los colores del cielo nos estáis escuchando a todos nosotros, oís este rumor inmenso como las olas que se amotinan, esta manera de sollozos y plegarias, esta vibración del alma de todo un pueblo que ansioso y sediento de veros, de tocar vuestro manto y besar vuestros pies castísimos siquiera una vez en la vida, palpita de amor y de esperanza ¡oh Madre de la divina gracia, risueña Virgen de Chiquinquirá, dulce encarnación de la misericordia! El día inolvidable en que a los nueve años de mi edad recibí en presencia vuestra, por primera vez de mi vida, de manos de un santo fraile vuestro servidor fidelísimo, cuya blancura de hábito y de rostro reflejaba la pureza de su alma, recibí el cuerpo y sangre que Dios Hijo tomó en vuestras virginales entrañas; aquel día, el de la divinización del niño en que a Vos encomendé mi preparación y hacinamiento de gracias, quien me hubiera dicho que andando el tiempo llegaría para mí esa ocasión en que ahora me veo, para la cual fuera infinitamente desproporcionada la vida de un santo o de un héroe, cuándo más la estéril y pecadora mía – Vos véis la sinceridad con que lo digo-, ocasión de serviros como heraldo, de anunciaros en nombre del amado valle y pueblo de vuestro santuario, dulce pueblo mío de Chiquinquirá, ante la nación colombiana que entorno de sus autoridades supremas, representantes de la de Dios, se congrega para ceñir a vuestras sienes real corona de oro y piedras preciosas, conforme lo ordena el Vicario de Aquel a quien vos misma lleváis en vuestro brazos. ¡Quien me lo hubiera dicho!

De ese instante, el supremo de mi vida, quisiera yo pasar al inmutable de la eternidad; porque aunque pecador y gran pecador, me he preparado a él más que con esmero de discurso con oraciones del corazón, y he procurado purificar mi alma peregrinando en seguimiento vuestro; y siento una dulce y profunda confianza de que, así como me habéis acogido para anunciaros hoy aquí, así también me acogeréis benignamente para presentarme a vuestro Hijo Divino y me salvaréis.

Esta elección que disponiendo las circunstancias en mí habéis hecho, desconcierta el juicio humano, pero cuadra muy bien con lo usos de vuestra misericordia: hacéis como quien sois, madre de aquel que buscó y amó con predilección a los pecadores y a los pequeños.

Hace ya muchos años, un día en que con extraordinaria solemnidad, con todas las magnificencias del culto se celebraba en la iglesia de Chiquinquirá la gran fiesta del 26 de diciembre, y acababa de predicar con arrobadora elocuencia un sacerdote célebre por su virtud y sabiduría; poco antes de la elevación hubo un instante de inmenso silencio en aquella inmensa muchedumbre de peregrinos, y en ese mismo instante un pajarillo del bosque vecino empezó a trinar en el hueco de una ventana; circunstancia infinitamente pequeña en que no sé si repararon otros, pero que a mí muy niño entonces, me arrebató e hizo vibrar el corazón con los preludios de la poesía, pareciéndome que aquella tan insignificante criaturilla hablaba por todos y quería decir lo que los labios del pueblo no podían. Nunca lo he olvidado; y ahora me parece que la voz mía es como el gorjeo de aquel pajarillo en  esta solemnidad incomparable!

¡La Nación enmudece aquí de reverencia y solo yo hablo!

Dignísimos representantes de la autoridad, venerables sacerdotes, bogotanos, colombianos: la que ahí véis en esa anda resplandeciente que los pueblos vienen disputándose en amorosa competencia para traerla en hombros desde el punto que entre gemidos y plegarias se movió de su trono de jaspeado mármol, es aquella imagen que trescientos treinta y tres años hace se renovó a los ruegos de una piadosa y dolorida mujer, allá bajo un misero rancho de bahareque del pueblecillo de Chiquinquirá; ese es el ralo y tosco lienzo del algodón silvestre tejido por manos de indios, que, pintado con colores de tierra de nuestras peñas, y expuesto por largo tiempo en la iglesia de Sutamarchán, y luego maltratado, roto y desteñido por las lluvias y la intemperie, y arrinconado por indecoroso para el altar, y por fin regalado, como un deshecho, a falta de otra cosa mejor,  a la capital de indígenas de  los  Aposentos de Chiquinquirá, y allí puesto en unas varas de carrizo por la acongojada María Ramos, un día mientras ella oraba con muchas lágrimas, como hacen los que sufren y esperan, fue súbitamente retocada por pinceles divinos, que aun tiempo repararon las roturas, y restauraron con suavísimas líneas y colorido el virginal semblante de la Madre de Dios y las figuras de sus acompañantes, apóstol Andrés y el taumaturgo Antonio de Padua.

Ese es el lienzo milagroso que ha resistido el ultraje de los elementos, y no envejece con los años ni se adelgaza con los toques y rozaduras, y a cuya sombra se formó y ha ido creciendo la nacionalidad colombiana, y que él cifra su historia, la de  la Colonia con su descubrimientos y piadosas fundaciones, la de la República con sus martirios y combates, la de todos los años con sus fiestas y romerías, con sus vicisitudes de calamidades y de consuelos. Para fundar santuario suyo predilecto de donde hiciese saltar sobre la nación el torrente de sus misericordias, la Madre de Divina Gracia. Eligió el más gracioso valle escondido en el centro de nuestro territorio, valle riquísimo en tierras y aguas y verdores y en todo primor de vida y de hermosura; y allí no quiso manifestarse en pintura o tela traída de fuera, sino renovarse y transfigurarse en materia de lienzo y colores nuestros y en retablo pintado aquí, a las luces y aires de nuestro cielo, como para darnos a entender que quería compenetrarse con nuestros elementos, y transfundírsenos por su medio, e identificarse con nosotros y pertenecernos de todo en todo. Y así como el quiere tomar carta de naturaleza en una nación y granjearse la voluntad de los nuevos vecinos como ellos, se sienta a su mesa, comparte sus duelos y regocijos, y los obsequia y agasaja, así María, no contenta con ser madre de todos los hombres por el título sellado con sangre divina al pie de la cruz, queriendo naturalizarse colombiana se vistió de ese humilde lienzo y tintas indígenas, y se mostró en un escueto tambo a dos piadosas mujeres, una española y otra india, como para simbolizar consagrándole la unidad de nuestra raza hispano-americana, y hace trescientos treinta y tres años se sienta a nuestros hogares colmándoles de mercedes y participando en nuestras alegrías, pero mucho más en nuestras angustias e infortunios. No hay un solo hogar tradicional y genuinamente colombiano donde no aparezca en sitio de honor una copia de esta preciosa imagen que a todos nos pertenece y en la cual vemos los colombianos el más caro de nuestros tesoros.

Ante ella oraron nuestros padres, trasmitiendo a la familia congregada la salvadora devoción del santo rosario; a sus pies buscaron refugio en horas inenarrables de amargura e infinito desamparo; a ella dirigieron sus votos tantos corazones doloridos; a ella se volvieron tantos corazones doloridos; a ella se volvieron tantos ojos empapados por las lágrimas; ante ella ardieron tantos cirios de promeseros que de rodillas imploraban socorro, salud para el alma y para el cuerpo, favores para sí propios y para su hijos. Y ¡qué lluvia de consolaciones ha descendido de este lienzo bendito! La fe de este pueblo lo está diciendo. Lo que aquí presenciamos es un magnifico acto de fe, de fe que palpita, que ama y espera. Esto que oímos es un oleaje de almas que vienen como en tumulto a besar esta anda resplandeciente trayendo cada una el rumor de sus dolores y de sus esperanzas. Sí, todos tenemos aquí nuestros dolores y todos esperamos volver consolados. Somos un pueblo de hermanos que un día señaladísimo nos reunimos para pedir a nuestra madre. No hay aquí corpatidarios ni adversarios, aquí no hay sino hermanos que imploramos todos misericordia para todos; aquí no hay pobres ni ricos; todos aquí somos pobres y necesitados.

Señora mía y Madre mía: yo bien lo sé; lo que os diga en nombre de nuestro santuario es particularmente grato a vuestro corazón; lo que en nombre suyo se os pida es despachado con singular favor, porque ese santuario de donde ahora estáis ausente es vuestra casa y hogar de vuestras ternuras y el depósito y arca grande de vuestras mercedes.

No quisisteis esta vez esperar allí a los menesterosos sino salir vos misma a buscarlos, pero amáis mucho y a cada día más vuestro santuario y vuestro valle que por vos está ahora suspirando.

¡Que triste fue la hora de vuestra despedida!

Parecían sollozar por vos en las cañadas las brisas de nuestros bosques; os miraban de lejos, doblando quejumbrosas las torres de vuestro templo. Vuestras hijas, siempre fieles y siempre buenas, aquellas admirables madres y doncellas chiquinquireñas por vos aleccionadas, os trajeron muy largo trecho en sus hombros, regando de lágrimas el camino por donde os alejábais, porque aunque os sacaban como Reina triunfante para ser coronada, sentían desgarrarse su corazón con vuestra ausencia; ellas no habían vivido un solo instante de su vida sin vuestra compañía.

Yo, pues, en nombre de este vuestro valle amado y de esos recuerdos os saludo y doy la bienvenida; oh amable Pastora de mis colinas de Chiquinquirá, oh dulce peregrina que salís en busca de los enfermos para curarlos, de los infelices para consolarlos, de los que yerran para reducirlos al buen camino, y a recibir en cambio una corona de oro en que las almas de los colombianos brillan con resplandores de diamantes y esmeraldas.

Vos sois aquella cuya predestinación para la maternidad divina tiene la misma antigüedad que la elección de naturaleza criada para unirse la Divinidad personalmente a ella: la antigüedad de los siglos eternos; la sangre vuestra es el manantial de aquel torrente que desatándose de la peña del Calvario lava los pecados del mundo; Vos sois aquella a cuya mirada clarea la esperanza, a cuyas pisadas brotan las azucenas, a cuya voz el universo resuena en armonía; Vos sois la flor de la misericordia y de la gracia y de la hermosura; Vos sois la omnipotencia suplicante.

¡Oh esclava del Señor, hágase en Vos según su palabra!

Oh Virgen Pastora y peregrina a quien el sol de un largo camino ha puesto morenas y ruborosas las mejillas, como la esposa de los cantares! Nuestra generación lo mismo que las pasadas y lo mismo que las venideras, os llama Bienaventurada. ¡Bienaventurada! Dios, de quien sois hija predilecta, Dios, de quien sois Madre, Dios de quien sois esposa, pareja y engalana el cielo y la tierra para este triunfo.

En triunfo habéis venido desde las puertas de vuestro santuario hasta la capital de Colombia, la ciudad de la Inmaculada Concepción.

Las nubes se han reflejado en vuestra visita, el cielo de junio se ha puesto sereno, los caminos se han alfombrado de rosas, los saucedales de Simijaca y de Ubaté se han doblegado a vuestro paso, Fúquene ha rizado amorosamente sus ondas de líquida esmeralda, los pueblos a porfía han acudido a tributaros sus más entrañables y rendidos homenajes. Triunfad, reinad Señora. Soltad ya, que ya es hora, el raudal de vuestras misericordias; consolad a todos estos dolores; remediad todas estas necesidades que aquí os imploran.

Convertid, Señora, a los pecadores, a los mismos que en estos días hacen escarnio de estas grandes solemnidades, ferventísima expresión de las más arraigadas creencias, de los más vivos sentimientos del alma colombiana: convertídlos: acaso no saben lo que hacen, no saben lo que dicen.

¿Hay entre los que me oyen algún hermano en quien la luz de la fe vacile o se haya extinguido? Iluminadlo, Señora, como hiciste con otros tantas veces. Esta especialísima súplica os hago: consolad y santificad a nuestros hermanos los leprosos: Allá en sus retiros de Agua de Dios y Contratación ellos también os erigen altares y con gemidos que arrancan desde la profunda soledad de su alma, levantan a Vos sus manos mutiladas; iluminad y dirigid las ciencias médicas ¡oh Reina de la Sabiduría! para que hallen por fin el remedio de tan espantosa dolencia; sanad a Colombia de la lepra.

Bendecid esta República que por su raza y por su historia tan de corazón os pertenece. Date del día de vuestra coronación la paz definitiva y el engrandecimiento de Colombia. Prolongad y sostened los años del grande arzobispo primado de cuya fecundísima son corona las dos mayores solemnidades que ha presenciado nunca la iglesia colombiana. Dirigid a los gobernantes, aleccionad a los gobernados. Mañana en el instante en que los cañones anuncien a la tierra y al cielo que un sucesor de los apóstoles os ciñe corona de oro, símbolo de la eterna, alcanzad de vuestro Hijo, que todos cuantos asistimos a la coronación volvamos a reunirnos en el gran día en torno de esta vuestra milagrosa imagen, en su última divina transfiguración, y allí a una voz con los fieles de la Iglesia triunfante os digamos para siempre Bienaventurada.




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