miércoles, 30 de marzo de 2016

Una espada de dolor


Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

La Villa de los Milagros amaneció crucificada por el misterio  del sábado santo. Los peregrinos, que traían sus cuitas al hombro, se abrieron paso entre una madeja de circunstancias que puso el dedo en la llaga de la desolación.

El romero tradicionalista se sintió chocado porque madrugó y encontró que la Basílica de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá estaba cerrada. Pasaron los ratos y sus puertas seguían bajo llave.

A la contrariedad se sumó el sol canicular que convertía las calles en tierra caliente. Los cafés de la Plaza de la Libertad no los atendían porque no tenían agua. El rumor desalentador, la crítica política por la sequía y el juicio lapidario se colaron entre las camándulas del 26 de marzo de 2016.

Afortunadamente, los frailes dominicos tenían en la Capilla de la Renovación un monumento listo para la celebración. El luto de María Santísima, cuyo corazón tenía atravesadas siete espadas, oraba frente al sepulcro abierto de su unigénito asesinado. Parecía la radiografía de la Colombia en proceso de paz.

Cerca de Ella un peregrino, que no se atrevió a acercarse al Cristo caído, oraba con voz de súplica: “Perdóname madre porque mis pecados mataron a tu hijo”. Síntesis del episodio.

La atmósfera sabatina tenía mezclada en su Semana Mayor explosivos ingredientes sociales que requerían más que una confesión sacramental, un rito procesional y una resurrección.

Los turistas, con sus hordas de parientes vestidas de colorines, sandalias y modas sin decoro recorrían la Ciudad Promesa con la impasibilidad del paseo. La piedad era apabullada por la banalidad de muchos veraneantes que no encontraron la diferencia entre un balneario y un calvario.

El inconveniente del templo quedó superado a las 9:43 a.m. A esa hora se abrió la Puerta de la Misericordia y el prior, Jaime Monsalve Trujillo, O.P., se sentó a confesar a una fila de penitentes. Volvía el trajín del oficio sagrado a colocar orden entre los murmuradores. “Apacienta mis ovejas”, dice el Evangelio de san Juan.

Las gentes del campo cumplieron con traer en el alma el encanto de sus valores ancestrales. La romería, de sitios ignotos, encontró el ambiente de un altar sin eucaristía rodeado de los convidados de ocasión. Bocas abiertas, comentarios desatinados, posturas incorrectas y la algarabía amparada bajo el impulso de la ligereza. El asueto desbocado impuso la anarquía de su recreo.

La deplorable situación del desarraigo cultural religioso convertía al baldaquino en un sitio de tránsito para un carnaval de soledades. En aras del paliativo es mejor abreviar ese cáliz de amargura.

La jornada la salvó la fe de los andariegos. La virtud teologal regresó para sembrar de respeto el sendero de la apatía. A las 12:13 p.m., una hermosa joven que portaba un estandarte de la Patrona entró a la basílica. El heraldo presidía a una familia de 27 miembros que andaba de rodillas por la nave central. Los hombres, mujeres y niños venían de Paipa. Habían caminado 120 kilómetros para honrar con su sacrificio el recinto sacro. El impacto moral de los promeseros acabó con el bullicio. Algunos feligreses se hincaron a su paso y el llanto emocionado los estremeció. Digno homenaje para la Virgen Morena.


El fuego de los romeros y el agua de sus frentes anunció la vigila pascual, la noche en que Cristo venció a la muerte y a la turística indiferencia nacional, la otra espada del dolor. 

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