Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
El
romero tradicionalista se sintió chocado porque madrugó y encontró que la Basílica de Nuestra
Señora del Rosario de Chiquinquirá estaba cerrada. Pasaron los ratos y sus
puertas seguían bajo llave.
A la
contrariedad se sumó el sol canicular que convertía las calles en tierra
caliente. Los cafés de la Plaza
de la Libertad
no los atendían porque no tenían agua. El rumor desalentador, la crítica
política por la sequía y el juicio lapidario se colaron entre las camándulas
del 26 de marzo de 2016.
Afortunadamente,
los frailes dominicos tenían en la
Capilla de la
Renovación un monumento listo para la celebración. El luto de
María Santísima, cuyo corazón tenía atravesadas siete espadas, oraba frente al
sepulcro abierto de su unigénito asesinado. Parecía la radiografía de la Colombia en proceso de
paz.
Cerca
de Ella un peregrino, que no se atrevió a acercarse al Cristo caído, oraba con
voz de súplica: “Perdóname madre porque mis pecados mataron a tu hijo”. Síntesis
del episodio.
La
atmósfera sabatina tenía mezclada en su Semana Mayor explosivos ingredientes
sociales que requerían más que una confesión sacramental, un rito procesional y
una resurrección.
Los
turistas, con sus hordas de parientes vestidas de colorines, sandalias y modas
sin decoro recorrían la Ciudad Promesa
con la impasibilidad del paseo. La piedad era apabullada por la banalidad de
muchos veraneantes que no encontraron la diferencia entre un balneario y un
calvario.
El
inconveniente del templo quedó superado a las 9:43 a.m. A esa hora se abrió la Puerta de la Misericordia y el
prior, Jaime Monsalve Trujillo, O.P., se sentó a confesar a una fila de
penitentes. Volvía el trajín del oficio sagrado a colocar orden entre los
murmuradores. “Apacienta mis ovejas”, dice el Evangelio de san Juan.
Las
gentes del campo cumplieron con traer en el alma el encanto de sus valores
ancestrales. La romería, de sitios ignotos, encontró el ambiente de un altar
sin eucaristía rodeado de los convidados de ocasión. Bocas abiertas,
comentarios desatinados, posturas incorrectas y la algarabía amparada bajo el
impulso de la ligereza. El asueto desbocado impuso la anarquía de su recreo.
La
deplorable situación del desarraigo cultural religioso convertía al baldaquino en
un sitio de tránsito para un carnaval de soledades. En aras del paliativo es
mejor abreviar ese cáliz de amargura.
La
jornada la salvó la fe de los andariegos. La virtud teologal regresó para
sembrar de respeto el sendero de la apatía. A las 12:13 p.m., una hermosa joven
que portaba un estandarte de la
Patrona entró a la basílica. El heraldo presidía a una
familia de 27 miembros que andaba de rodillas por la nave central. Los hombres,
mujeres y niños venían de Paipa. Habían caminado 120 kilómetros para
honrar con su sacrificio el recinto sacro. El impacto moral de los promeseros
acabó con el bullicio. Algunos feligreses se hincaron a su paso y el llanto
emocionado los estremeció. Digno homenaje para la Virgen Morena.
El
fuego de los romeros y el agua de sus frentes anunció la vigila pascual, la
noche en que Cristo venció a la muerte y a la turística indiferencia nacional, la
otra espada del dolor.
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