jueves, 21 de julio de 2016

Sermón para la coronación de la imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá. Pital, 1928.




P. Jenaro Díaz Jordán

Ilustrísimo señor Obispo, señoras y señores:

El acontecimiento que hoy congrega, en esta simpática población, muchedumbres de las comarcas vecinas y de los últimos confines del Departamento, bien merece, por su naturaleza misma, el nombre de máximo en los anales del Pital. Penetrado de este pensamiento, al celebrarlo, habéis derrochado pompa inusitada, para que lo extraordinario fuera buril que imprimiese hondamente en nuestras almas hechos nacidos para tener vida inmortal. Todo aquí es grande: acaecimiento y festividad. Para ceñir los números del programa al canon de fastuosidad adoptado hubierais debido acreditar vocero a un profeta de Dios que, irguiendo su figura ultraterrena, cantara, no en lenguaje de hombre ni con polvo de pensamientos terrenos, un himno ardiente, sublime e imperecedero. Pero seguisteis la norma de la nota inarmónica y de la sombra que resalta la perfección del todo con la ley del contraste, escogiéndome intérprete de una perfección suma y de un sentimiento sin lindes. Mi presencia, por tanto, en este sitio de honor, es inculpable; porque fui llamado premiosamente con palabras que fueron por su autoridad mandato irrecusable: mi piedad filial no podía negarle su tributo a la Reina del Rosario; mi carácter, imposible que desoyera la persuasiva invitación de la amistad; ni los fueros de la gentileza consentían desatender el requerimiento honrosísimo de la noble dama que es alma y decoro de esta población.

Así escudado presentaré la ofrenda mínima que adeudo, llevando como aliento a la esperanza de que mi palabra, al golpear en vuestras almas grandes, perderá la opacidad nativa, crecerá  milagrosamente, conquistará la sonoridad del espíritu y realizará el fenómeno del guijarro que hiere un bronce clamoroso.

Fenómeno es comprobado que en las cosas visibles, la grandeza o perfección del ser se hace conspicua por la emanación de un fluido que difundiéndose en la atmosfera, le traza en derredor un nimbo de gloria. Brilla la gema en la negrura de la veta; resplandece el metal preciosos en la lóbrega hendedura de la roca, como una concreción de lumbre cenital; despide en ondas embriagantes su perfume, la flor, diadema del prado fabricada con las sedas de la aurora; nubes gigantes, voces tremendas, tentáculos invisibles que nos palpan, nos hablan de la llanura, del monte, de la mar; y, cual inmensas rosas de luz, se deshojan los astros del cielo, sublime glorificación de la materia humillada en el polvo yacente, inmóvil y oscuro de la tierra.

Forjando el símbolo sobre la realidad tangible, traslada siempre  la inteligencia humana las cualidades del naturaleza corpórea al campo invisible del espíritu y sorprende allí, ciñendo toda perfección, un halo glorificante. Fulgura la inspiración del artista con el centello de una cabellera astral; la espada del guerrero, blandida por su mano potente, es relámpago que traza una aureola sobre su cabeza; el santo, tocado de resplandores divinos, lanzándose del polvo en transporte beatífico, es estrella peregrina que siente las nostalgias del cielo; reverbera el rostro del ángel con resplandores de sol en la mitad del firmamento; y, aquel Supremo, infinito en ser, en verdad, en pulcritud, fue visto por la mirada de un profeta, en manantiales de luz indefinible. Así avizoramos al universo que no alcanza el rayo de la visión material; y al trasladar al lienzo o al cincelar en mármol, o al fundir en bronce la imagen de aquellos dechados de perfección, queremos contemplarlos con el reflejo natural de su grandeza, con las diademas que simbolicen la irradiación de todo lo perfecto.

Por todo esto, la corona es atributo debido a la que pregonan bienaventurada todas las generaciones. ¿Quién podría sondear la perfección de María, aun cuando le diera el Omnipotente la inteligencia del más encumbrado serafín? ¿Qué lengua forjada por los espíritus celestes recibiría dignamente la idea que fuera imagen de tan encumbrada realidad? Créola el Artífice del mundo descollando sobre toda la creación, de forma que la roca de su pedestal fuera la última cima donde posan su vuelo los que vibran sus alas refulgentes velando el trono del Eterno: Su inteligencia, una espada de resplandores cuya cúspide se pierde en la profundidad de misterios infinitos; su corazón, un sol flagrante de cuyas llamas modelará un trono esplendoroso la majestad del Supremo; su voluntad, un eje para sustentar el universo; su alma, el concierto de maravillas sin segundo que muestra a la Trinidad beatísima por argumento de su poder irrestricto. Ella, la hija predilecta del Padre Omnipotente; ella, madre del Unigénito que nació en los esplendores divinos primero que la estrella matutina; ella la esposa más pura y más radiante que la aurora, donde atesoró su virtud el Espíritu que es fuente inagotable de vida, ella, de la estirpe del hombre, sublimada a regiones inaccesibles para entroncar en la familia divina y enlazar gloriosamente los cielos y la tierra, lo infinito y lo finito.

Yo te miro, fecunda vara de Gessé plantada en el limo del valle de las tribulaciones. De los collados eternos a tu raíz baja un torrente. Tú bebes la linfa que sublima, y creces con la proceridad de la palma. Del abanico que yergues en la altura emerge el cáliz inmaculado de una flor que en la tarde se empurpura, y derramando su carmín sobre un árbol sin vida, lo corona de guirnaldas que afrentan a la más radiante primavera. Otras veces dijérase que un soplo omnipotente barre del orbe todo ser y en el espacio limpio, inmenso y silente, campeas Tú, como un astro de estupenda magnitud; tu mole radiante vibra sus esplendores y rompe en las inmensidades un concierto que es himno de grandeza y poderío; tus rayos a modo de colosal diadema, vuelan de su centro, como un relámpago, hasta clavarse en la línea remota que circuye el universo; luego te remontas vertiginosamente al ápice de todo espacio para brillar como un diamante en la corona del Señor; y solo cuando tus últimos reflejos se desvanecen en los espacios invisibles, en el lienzo incontaminado, brotan y resplandecen los mundos, cual resurgen las estrellas del firmamento al peregrinar el sol por otros hemisferios. Cerraos, ojos mortales, enmudece, lengua balbuciente;  deténte, escudriñador audaz, que solo hay vigor para postrarse en el polvo de nuestra heredad, anonadados por tan soberana grandeza.

Más he aquí que el amor filial se acerca con inocente audacia trayendo para tan augustas sienes el símbolo de una perfección inconcebible. ¿Qué ángel os inspiró la soberana idea de ofrendar una corona a la que es dueña de toda diadema en los cielos y en la tierra? ¿Qué opulento monarca del oriente os brindó con los tesoros de sus arcas colmadas en el transcurso de los siglos, con el oro y las piedras preciosas que la madre naturaleza esconde en su recámara secreta? ¿Qué alumno de Minerva os ofreció sus manos sabias de orfebre que modelaran el emblema que sintetiza tanto cúmulo de pensamientos, tanto acervo de amores? Yo  llevaré, señores, escrita en lo más hondo de mi ser, con caracteres que ni la muerte borrará, la historia ternísima y a la par sublime de la ofrenda. Este retablo milagroso, peregrinando sus caminos de misericordia, llegó un día triunfalmente hasta vosotros con la carrera del cometa que sigue la parábola de su destino; pero le dijisteis la oración insinuante que oyó Jesús redivivo en Emaús: “Quédate con nosotros”; lo retuvisteis con la cadena irrompible de vuestros afectos; y los fijasteis para siempre delante de vosotros, clavándole con la cúspide amorosa de vuestros deseos. Así aprisionada el Arca del Nuevo Testamento, mora al pie de estas montañas que se llamarán sagradas. Aquí la Reina del Rosario mira amorosamente a un pueblo de predilección; aquí su mano acaricia blandamente y se abre para socorrer a la indigencia;  aquí hay calor de regazo materno para que el que siente la gélida orfandad; aquí debajo del firmamento azul, que es símbolo de amparo, protege el manto providencial de María; y, porque todo esto entra en el alma y la penetra y la enternece, floreció la idea de dedicar esta corona, contando solo con que toda ley consiente al pequeñuelo recoger las flores del doméstico jardín para ornar con ellas la frente de su madre.

Pero, sobrepujó la realidad al pensamiento, y el amor encontró el áureo filón que pasando a las manos del artista se tornará en joya emblemática de tan bellos sentimientos y tan sublime excelsitud. El hijo receloso de una raza vencida bajó de la serranía y en silencio melancólico depositó la presea conservada por su estirpe tradicionalista; el pobre labriego, el humilde peregrino, la sencilla mujer, trajeron el óbolo que conquistan sus afanes; el noble señor cuyo apellido y cuya gentileza delatan el renuevo del antiguo conquistador, puso en el erario el quinto debido a la realeza; la dama ilustre por su sangre y por sus hechos, la mujer fuerte, mente donde anida todo insigne pensamiento, corazón que forja en su llama todo noble ideal, brazo que sostiene toda hermosa y redentora iniciativa, ella cuyo caudal fue bendecido por el cielo, señaló la heredad opulenta, abrió su cofre, desnudó del brillo del oro la mano guarnecida, para consignar su ofrenda, grande entre todas por el precio invaluable de su afecto. Tal el cofre oneroso de vuestra piedad; tales los tesoros del oriente que habíais menester; tal la reina de Sabá, rica en caudales de oro, más rica en caudales de piedad.

Ahora, señores, os pregunto: ¿en la pirámide que los siglos devotos levantaron con sus dádivas y tributos a la Reina del cielo, donde colocamos vuestra ofrenda? Alzad vuestros ojos, levantad vuestro espíritu para contemplar cuál descuella en la historia, junto al monumento de toda grandeza humana, la torre enhiesta semejante a una montaña, que afirma sus bases en el vértice de las más encumbradas cimas. Tallaron el granito en esplendido bloque las manos doctorales de los príncipes de la teología, para construir el basamento que llevara sobre sí el peso descomunal de tanta gloria secular; tocaron sus trompetas constructoras los apóstoles de Cristo, y todo hombre convertido en obrero sintió la efervescencia de la inspiración; hendióse la tierra y volcó a los tesoros de su seno, abriéronse los montes y ofrendaron su madera incorruptible; al empuje de un poder oculto, toda la flor de la naturaleza apeteció la altura; y, troncos de soberbia palmeras descopadas, un cerco de columnas tocó el azul del firmamento. Con pinceles que robaron sus secretos al alba dibujante, con cinceles a cuyo beso florecieron los mármoles, con arpas que parecieron pulsadas por la mano de los ángeles, trenzáronse guirnaldas y festones, modeláronse capiteles que no soñaron ni Atenas ni Corinto; un vuelo de almas se levantó del polvo, eran blancas así como la nieve, e iluminando la altura cubrieron el vértice de la montaña simbólica con la seda inmaculada de sus alas;  cual si rompiese el himno de los astros que oyeron los filósofos griegos, de toda boca se escapó un grito de admiración y todo pecho trepidó; y del sagrado fuego de innumerables altares, que entendí fueran los corazones de los hombres, ascendían en albas columnas los aromas y el humo del sacrificio y alabanzas. Así señores, aparece en la historia, la colosal pirámide edificada por los siglos a la grandeza de María; al pie de ella, como un chispa resplandece el disco de oro, ofrenda de un amor sin medida.

El Pital, que apareció en la historia del Sur llevando siempre un escudo nobiliario, ha cambiado en los tiempos las cifras que enaltecen su campo heráldico;  pero hasta el día de hoy conserva en sus portadas y en el pecho de sus hijos la presea enaltecedora de una ilustre raza. Joaquín Posada Gutiérrez, mediando el siglo XIX, halló preciosa la risueña aldea florecida entonces de su juventud, bien como la primaveral diadema de este cerro gigante que hubiese rodado de su cabeza salvaje hasta caerle en la orla de su manto de esmeralda. Aquí fue, por el largo camino de un siglo, donde pimpollecieron, como la vid bendita del Señor, tantas casas ilustres: Castillos, Suárez, Cuencas; para soldados heroicos en la causa santa, para ciudadanos laboriosos e integérrimos en la paz, para ministros que fueron prez del Sagrario; y de la agreste serranía que descuajó su mano de conquistadores, del valle que empapó en su carrera la argentada cinta fugitiva que es madre de muchas comarcas y de muchas generaciones, de la entraña profunda de la roca que bautizaron con el grito famoso de Diomedes, sus cabezas providentes y su manos sabias llenaron el cuerno de la fortuna e hicieron del Pital la caja fuerte de las comarcas del Sur. Después de larga historia, hoy escalando la primera pendiente de un siglo nuevo, vuestro escudo ostenta una cifra mil veces más de cuantas han enaltecido los cuarteles de su pretérita grandeza; no es Flora, oprimiendo con sus manos de rosas ramos primaverales, la insignia que campea; no es la flor de lis emblema de caballeros, la que gallardea como una áncora invertida en el campo azul; no es la cornucopia la que desgrana una lluvia inagotable de soles: vuestras insignias se han retirado al margen para formar el cuadro histórico del escudo nobiliario en cuyo fondo inmaculado mis ojos contemplan el retablo que pintó el artista colonial y retocaron los pinceles de los ángeles. Aún cuando vuestra historia sea larga en siglos y opulenta como una ciudad oriental, nunca hallareis entre las cosas grandes nada más estupendo que la cifra divina con que habéis ennoblecido vuestro escudo.


Tomado de Jenaro Díaz Jordán.  Discursos y conferencias. Biblioteca de Autores Huilenses. Volumen V. Neiva, 1958.




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