jueves, 19 de julio de 2018

Homilía en el cincuentenario de la Coronación de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá




Por Monseñor Ángel María Ocampo, arzobispo de Tunja

Dos acontecimientos ocurridos en menos de treinta días, conmovieron hace cincuenta años el espíritu de los colombianos: El primer centenario de al independencia y la coronación de la Imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Notable coincidencia: ambos sucesos tuvieron sus orígenes dentro del territorio de esta arquidiócesis de Tunja, porque aquí culminó la campaña libertadora y de aquí vieron salir los apesadumbrados chiquinquireños, llevada en hombros y entre las aclamaciones de los peregrinos de toda la República la amada imagen de su Virgen del Rosario para recibir las honores de la coronación en la plaza de Bolívar de Bogotá.

Ambos sucesos son la expresión inconfundible del espíritu idealista y religioso que caracteriza a nuestra raza.

Correspondió, en el que hoy recordamos, coronar la imagen de Nuestra Señora al entonces obispo de esta Sede, monseñor Eduardo Maldonado y Calvo.

En aquella hora estuvo reunida, en la plaza de Bolívar de Bogotá, toda la nación. Era el nuestro, un país tan vasto como desconocido para los propios colombianos a quienes distanciaba la falta de caminos, de noticias, de intercambio de ideas y de bienes. Quizás no llegaban a seis millones sus habitantes, gobernados por varón, como pocos entre quienes han ejercido, la primera magistratura: don Marco Fidel Suárez, quien personalmente en representación del gobierno y del pueblo colombiano estuvo presente en la Plaza Mayor de aquella Santa Fe de comienzos del siglos que no tenía ni remota semejanza con la metrópoli de hoy. Difícilmente la pequeña ciudad pudo albergar a los numerosos peregrinos que habían confluido de todas las vertientes para integrar la más caudalosa manifestación de piedad  marina que hubiera presenciado la república.

Los obispos, que en muchos casos acudieron al frente de su grey, no alcanzaban el número de veinte. Para usar la misma frase de Nuestro Señor, se trataba de un pequeño rebaño. Propiamente la coronación de la Virgen de Chiquinquirá fue el acto final del Congreso Mariano celebrado en aquel año. Sus organizaciones procuraron que, conforme a lo expresamente dicho por el papa Benedicto XV cuando bendijo el Congreso y la iniciativa de coronar la imagen de Nuestra Señora, en la celebración de tan noble acontecimiento, son palabras del Papa, la piedad interior de las almas debe igualar a la pompa exterior y a la solemnidad de la asamblea, y las resoluciones tomadas allí, no deben ser solamente un relámpago que por un poco de tiempo aparece; ni sirva tan sólo para la ostentación; ni edifiquen para un día, sino que proporcionen permanentes auxilios e incentivos que fomenten la sólida devoción a la Virgen, despierten la fe ayuden a la práctica de la vida cristiana (Cfr. El Mensajero de Corazón de Jesús, julio de 1919. pps 280 y 290).

En aquel escenario, todo estuvo previsto, en las modestas posibilidades de la época. La prensa hizo comentarios que informaron a los ausentes y constituyen hoy parte de la historia mariana del país. La fe de nuestro pueblo era ingenua, la vida sencilla, amable, sin ambiciones y aspiraciones extraordinarias.

El panorama de hoy es tan distinto, que no logramos imaginar siquiera cómo han ocurrido tan profundos cambios. Somos un pueblo unido por todos los medios modernos de comunicación: mientras las ceremonias de la coronación fueron escuchadas apenas por quienes las vieron, las que hoy celebramos, pueden oírse y verse dentro y fuera del país. Hemos conocido nuestra propia patria, buscamos caminos nuevos, creamos industrias, crece la población, todo con un empuje que no da tregua y que deja atrás las estadísticas más avanzadas.

La Iglesia ha crecido en número y en obras que manifiestan su vigor. El episcopado de hoy casi cuadruplica al de entonces.

Pero cabe preguntarse; y en medio de todo es vértigo que no se detiene jamás, ¿dónde quedó la fe? ¿Dónde las esperanzas de Benedicto XV puestas en que las solemnidades tuvieron más resonancia espiritual que aparente?

Creo que también debemos ser optimistas después de haber vivido los días del Congreso Eucarístico Internacional del año pasado. La fe habló entonces; casi no era fe lo que vivimos y vimos, porque se podía ver, se podía palpar físicamente. El progreso material no se ha convertido en materialismo degradante   en su dialéctica inexplicable, sino que nuestro pueblo, en su esfuerzo diario por salir de al pobreza, por buscar horizontes nuevos, no ha perdido de vista a Dios a quien es capaz de reconocer y de adorar por encima de los edificios y del humo de las fábricas.

No ha sido el menos importante de los factores que han determinado la permanencia de la fe en nuestro país el amor característico de los colombianos a nuestra Reina y Madre, la Santísima Virgen.

Quienes tenemos la responsabilidad de velar por el rebaño de Cristo jamás podremos agradecer, como es debido, la ayuda palpable que en nuestra tarea, recibimos a diario de Nuestra Señora.  No podía ser de otro modo, porque Ella – como nos enseña el Concilio Vaticano II-. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de modo enteramente singular a la obra del Salvador con la obediencia, la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia (L.G. nro16).

Tan consoladoras enseñanzas, llevaron al sumo pontífice a deducir las más profundas consecuencias sobre la misión de la Santísima Virgen en la Iglesia. Por que si ella es nuestra Madre y nosotros somos el pueblo de Dios, vale decir la iglesia, con todo derecho pudo proclamar a María Santísima, Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre Amorosa y “queremos, dice el Romano Pontífice, que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con gratísimo título”.

Se trata de un título que no es nuevo para la piedad de los cristianos; antes bien, con este nombre de Madre, con preferencia a cualquier otro, los fieles y la Iglesia entera acostumbran a dirigirse a María: En verdad pertenece a la esencia genuina de la devoción mariana, y hallan su justificación en la dignidad misma de la Madre del Verbo encarnado.

La divina maternidad es el fundamento de su especial relación con Cristo, y de su presentencia en la economía de la salvación operada por Él, y constituye además el fundamento principal de las relaciones de María con al iglesia, por ser Madre de Aquel que, desde el primer instante de la encarnación en su seno virginal, se constituyó en cabeza de su Cuerpo Místico, que es la Iglesia. María, pues como Madre de Cristo, es Madre de todos los fieles y de todos los pastores, es decir, de la Iglesia.

Nuestra confianza se aviva y confirma aún más considerando los vínculos estrechos que ligan al género humano con nuestra Madre Celestial. A pesar de la riqueza maravillosa en prerrogativas con que Dios la honró para hacerla digna Madre del Verbo Encarnado, está muy próxima a nosotros, y, por tanto, hermana nuestra con los lazos de la naturaleza, es, sin embrago, una criatura preservada del pecado original en virtud de los méritos de Cristo, y que a los privilegios obtenidos suma la virtud personal de un fe plana y ejemplar que le hace merecer el elogio evangélico: “Bienaventurada porque has creído”.

Somos, pues, no solo el termino, sino hasta cierto punto, el origen de este título conferidos en provecho nuestro a la Madre de Dios, porque así adquiere mayor plenitud su misión de Madre de los hombres, de todos ciertamente, pero sobre todo de los pobres, de los que sufren, de los que todavía son capaces de esperar de Ella mucho más que de los poderosos de este mundo.

Todos ellos tienen, en este momento, en su labios trémulos por la emoción una plegaria tan llena de confianza que nadie se la puede arrebatar. Yo querría poseer en esta hora el carisma de poder decir con mi voz lo que quieren expresarle cuantos han llegado hasta aquí con grandes sacrificios quizá, y los que tuvieron que hacer el más grande aún de permanecer en su hogares, cuando su deseo era estar junto a su Patrona.

Son las gentes bondadosas de nuestro pueblo que todavía tienen voz para venir a expresar ante su imagen. Virgen María, en las notas dulces de una guabina, el dolor, la esperanza, la alegría y la angustia de los que tienen tanto más derecho a forjar un futuro de progreso, tanto más auténtico, cuando más sincera es su fe.

También están aquí los labriegos de nuestros campos. Ellos te dicen que, entre el sudor de su trabajo y su pobreza, esperan que seas tú quien al velar por su cosechas, veles también porque una sociedad justa y cristiana reconozca al campesino los sagrados derechos de quien es persona humana.

Recibe, además, la plegaria del obrero, servidor de la patria, quien tiene fe en que su trabajo lo dignifica, como dignificó a tu esposo y a su Hijo, y comprende que ofrecértelo a Ti, es prenda de redención y esperanza.

Pero acepta, sobre todo, la oración de la familia cristiana, célula fundamental de la sociedad, del orden, de la civilización, sometida como nunca al embate continuo de las más insidiosas tentaciones. Nadie como ella necesita de tu protección y acaso necesite compartir también tus dolores para aprender cuán cierto es “que la familia que reza unida permanece unida”.

Y entre las plegarias familiares, cómo no recordar aquí la más bella, la que más le agrada, la que todos aprendimos desde niños en el regazo de nuestra madres, cuyo nombre ni siquiera es menester recordarlo porque vemos entre tus manos el Santo Rosario, la guirnalda con que te obsequiamos cada día desde los hogares más apartados de nuestra montañas, hasta los de las grandes ciudades, centenares de miles de familias. Y ya que este Rosario en familia es de tu agrado, te pedimos, Señora, no permitas que el ambiente de modernas renovaciones pueda disminuir esa consoladora y dulce plegaria hogareña. Para Nosotros tiene el doble mérito de ser la oración predilecta de la Iglesia para honrarte, y también la más indicada para que te invoquemos los colombianos ya eres LA VIRGEN DEL ROSARIO DE CHIQUINQUIRÁ.

Quiero en este momento expresar mi gratitud de pastor a la benemérita comunidad dominicana. Durante siglos ellos han sido los guardianes de tu santuario. Gracias a su iniciativa, hoy podemos llamarla Reina de Colombia. Ellos valiéndose de tu devoción, han difundido por todo el país, fieles a la herencia de su santo fundador, la práctica del Santo Rosario.

Para ellos, Virgen Bendita de Chiquinquirá, imploramos tu intercesión a fin de que continúe incrementándose tu gloria mediante el esfuerzo perseverante de estos hijos, cuyo amor a ti, es la más elocuente de sus predicaciones.

No olvides, en esta hora de plegarias comunes, a quienes el dolor retiene en los hospitales o en sus casas. Comprendemos que tú estás allí junto aquellos para consolarlos porque eres la salud de los enfermos, y sabemos que aunque no están aquí, comparten con nosotros, mejor que ninguno, las consolaciones espirituales que estamos viviendo.

Del Corazón traspasado de tu Hijo, alcanza, Señora, y Madre nuestra, torrentes de misericordia y de gracia para aquellos otros hijos tuyos que en las prisiones esperan una voz amiga, una caricia maternal de las que sólo tú sabes dispensar, una palabra comprensiva que les muestre un camino nuevo de regeneración.

A los pecadores, hazles sentir que también a ellos los espera en la casa paterna el Padre Celestial y que tú serás el refugio, la madre bondadosa con que no contó el hijo pródigo para apartarse de sus desvaríos.
Esta plegaria universal tiene sus acentos más dramáticos en la voz de los jóvenes. En el núcleo vital más numeroso y esperanzador de la humanidad. En sus espíritus como en tierra nueva, brotó con más pujanza que en ninguna otra, la semilla que el Sembrador Divino esparció por el campo de la Iglesia durante el Concilio Vaticano II. En ellos ha adquirido fuerza de tempestad el Espíritu
Renovador que ha descendido desde el cielo.

Son ellos jóvenes sacerdotes, dispuestos a los más rudos sacrificios como jefes natos del pueblo de Dios. “Con tal de que Cristo sea predicado”. Jóvenes religiosos y seminaristas, laicos universitarios, la muchachada obrera y campesina, cuya inconformidad no tolera verse por más tiempo detenida ante barreras que desean demoler para que no obstaculicen la gracia de Dios.

Existe, no obstante, el peligro – Tú lo sabes mejor, Madre y Señora- de que tus preciosas fuerzas se disgreguen o lleguen a producir estragos funestos. Tú, que eres el trono de la sabiduría, no permitas que se desvíe del camino de la verdad, de la justicia, de la caridad y de la paz.

Nuestra oración quedaría incompleta si no llevara también el eco de las plegarias de quienes soportan el peso del día y del calor: las autoridades que deben guiarnos a fin de que los problemas sofocantes de la hora sean resueltos, con una eficacia tan prudente, que no produzca traumatismo de peores consecuencias que las que ya vivimos y con soluciones no tan lentas que enerven la vivaz sicología juvenil.

Ellos han acatado con sinceridad las enseñanzas de la iglesia hasta el punto de que nuestro primer mandatario pudo expresar, a la faz de todas las naciones, su justa complacencia al comprobar que sus puntos de vista sobre los problemas sociales coincidían con los planteamientos que el Santo Padre hizo en el inolvidable campo de San José en Mosquera.

Escucha finalmente, las súplicas de todo el clero y el episcopado, para todos, pero para nosotros más que nadie y más que nunca, ha sonado la hora de los grandes testimonios, de los sacrificios y de las decisiones trascendentales. Son días difíciles, sin tregua; el horizonte se ha visto ensombrecido en varias ocasiones, porque renunciar al egoísmo aceptar con todas sus consecuencias nuestra vocación de servicio, renovar nuestra mente sin contaminaciones ligeras, sin reservas injustificadas, conservar puro y sobrehumano el corazón para que la caridad de Cristo llegue hasta los confines de la tierra, resulta ingrato al hombre débil, y la fatiga nos hace sentir la falta de fuerzas para escalar la cima de las bienaventuranzas que tú encarnaste con tu vida ejemplar.

Necesitamos de tu aliento para los grandes renunciamientos y las grandes decisiones, porque desde los días de la Anunciación tu espíritu se templó para los grandes sacrificios y jamás conociste las decisiones mediocres.

Confiamos en tu sabiduría para no sacrificar nada de cuando coopera al bien de todos, a fin de que el amor y la caridad – respetando los derechos de todos- produzcan como fruto de renovación verdadera, una igualdad humana entre los hijos de  Dios, una proximidad más real entre los hermanos, una personalidad desarrollada, no mediante el artificio fatuo del mal entendido paternalismo o el desahogo malsano de la barbarie y de los vicios, sino en un ambiente creado por el trabajo, la cooperación, la generosidad capaz de construir hogares en los que se respire la vida y la gracia de Dios, en donde nazcan y se formen colombianos que muestren con orgullo, en su propia persona, que son la obra cumbre de la creación visible, que se deja redimir por Cristo y coopera con Él para la redención de su semejantes.

Ante las angustias del momento, tú nos diriges tal vez una mirada compasiva, porque ni siquiera sabemos cuánto es tu poder de súplica y no hemos vivido más que nuestras propias crisis. Tú, en cambio las conoces todas. Fuiste testigo personal de las primeras vicisitudes del Iglesia naciente. Viste las pequeñeces de los discípulos trabados en discordias ajenas a cuanto tu Hijo les había enseñado; presenciaste la más horrenda de las traiciones: los hombres hemos sido siempre así.

Pero la iglesia de la que has sido siempre Madre, ha sorteado todos, los escollos y ha salido renovada de las circunstancias más difíciles, purificada sin mancha ni arruga, agradable a Dios, más semejante a ti, en quien ha alcanzado ya su perfección.

Por eso, para recordar cuanto ha ocurrido a lo largo de este medio siglo, nos hemos congregado hoy junto a tu imagen, para meditar piadosamente y llenos de reverencia, penetrar más a fondo en el soberano misterio del Verbo hecho hombre en tus entrañas y revisar nuestras vidas e implorar tu intercesión, a fin de que tu vida sea el ejemplo permanente de aquel amor maternal con que es necesario que estemos animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperamos a la regeneración de los hombres ( L.G. 65).

Al regresar esta tarde a nuestros hogares y a nuestro diario que hacer, llevaremos un motivo más de alegría: haber contemplado otra vez la serena bondad de tu rostro, que nos inspira valor, y nos ofrece seguridad para mirar hacia el futuro, porque llevamos en el alma la confianza de que rogarás por nosotros los pecadores todos los días: ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Tomado de la Revista Regina Mundi nro 29


No hay comentarios:

Publicar un comentario