jueves, 10 de octubre de 2019

El silencio, el telar de Dios



Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“A renovar el espíritu de vuestra mente”. Efesios 4, 23.

El misterio del lienzo de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá tiene una prehistoria en la urdimbre del olvido.

Esa etapa, previa al portento de la renovación, tiene profundas raíces teológicas que suelen pasarse por alto porque el prodigio del 26 de diciembre de 1586 lo ocupa todo en los textos documentales.

Sin embargo, la voluntad celestial no se expresó bajo el azar divino. El plan salvífico para el pueblo muisca requería de una propedéutica especial, delicada y paciente. La primera parte comprende la elaboración de la pintura y la enseñanza del Evangelio. Allí intervinieron tres personajes: el encomendero Santana, el dominico Jadraque y el templista de Narváez.

A estos se suman tres pueblos donde la tela soportó el uso: Tunja (la creación), Suta (la doctrina) y Chiquinquirá (el abandono). Además, existe una tercera trilogía para la estampa plástica: percepción, catecismo y deshecho.

Ese ciclo de la manta de algodón cumplió un tiempo de utilidad académica (1562-1578) y se descartó por inservible para el culto. Período donde surgen, para algunos críticos del acontecimiento, las preguntas de la duda: ¿dónde estaba el Salvador? ¿Por qué no evitó el deterioro? Las respuestas tienen dos ejes temáticos sólidos como columnas para que la sustancia divina ejerza su dominio sobre el tiempo y el espacio.

El primer pilar es la participación pasiva de Dios (contemplación). La consecuencia fue evidente porque la tarea humana resultó estéril. La cátedra no logró la conversión de los nativos. Los trazos de Narváez se borraron y Santana siguió con sus libertinajes.

La conducta del encomendero fue adaptada a la semántica jurídica de la frase: “se obedece, pero no se cumple”. La expresión, hija natural de una sentencia administrativa del derecho castellano del medioevo, tuvo sus intérpretes en el Nuevo Reino de Granada. El notablato acomodó sus caprichos a los intereses lascivos y comerciales.

El segundo pilar es la participación activa de Dios (ejecución). La fuerza del Altísimo se opuso a la muerte de la fe y de la materia. El desenlace es un acto fecundo e interminable.

a)   La renovación prodigiosa del cuadro
b)   La conversión masiva de los indígenas al catolicismo
c)   La Villa de los Milagros.

La dinámica de la misericordia sigue vigente, 433 años después. Las romerías de cinco continentes, que incluyen credos distintos, testifican la herencia mariana del Omnisciente en Chiquinquirá.

Esta introducción permite ensamblar unos planteamientos del señor Marco Suárez, el chiquinquireño contemplativo: “Lo que el agua borró, la luz con su presencia renovó. Las gotas de lluvia, en una tarea lenta, destruyeron las imágenes. El Espíritu Santo las restableció inmediatamente.

“El efecto restaurador respetó el diseño original de un artista común. El Creador se tomó el tiempo para preparar con agua el final del lienzo en Suta. Tarea que el padre Leguizamón y el patrón no comprendieron”. Los cuestionamientos regresan. Si las figuras fueron decoloradas por el agua, el viento y el trajín de las clases. ¿Cómo son las nuevas líneas? ¿El Ser empleó otros tintes?

La contestación de Marco es simple. “El Padre respetó la voluntad del hombre y restauró el signo cromático original con su amor. Él escogió la soledad y el silencio para preparar el suceso. El instante elegido para el prodigio se realizó en presencia de los modestos, testigos de su gloria”. Eso incluyó a la Madre de la Iglesia.

La Omnipotencia Suplicante

María Santísima formó parte fundamental de ese hecho sobrenatural por su humildad. Su virtud venció a la idolatría y a la displicencia por la catequesis, propio del modelo de las encomiendas. Ante la costumbre raizal dominante se presentó su mediación de Corredentora.

La intervención de la Inmaculada iluminó al pueblo de las tinieblas con la luz de Cristo. La acción ocurrió en dos episodios concretos. Así lo relató Suárez:

“Las palabras de súplica de María Ramos, elaboradas con la ayuda del Espíritu Santo, estaban dirigidas a Ella. A María, la Rosa del Cielo. Es como si la mujer hubiera concentrado exclusivamente su pedido en la Intercesora de quien aguardaba el favor pedido.

El día señalado, la elegida contempló la plenitud de la belleza en un grado único de hermosura, la efigie renovada. Era como si la Virgen le dijera: Hija ya te escuché. Mira, te presento a mi Niño”.

El capítulo de la conversión escribió una crónica asombrosa cuya realidad se tejió con sucesos extraordinarios. Acaecimientos tangibles, escritos y predicados por miles de personas de diferentes condiciones morales. Ellos vieron la gracia y creyeron en la Palabra.

El epílogo trae un trío de testigos que contemplaron la merced del Redentor. El infante Miguel, la india Isabel y la viuda Ramos son la triada del testimonio.

“En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido”. (Lucas 10-21).


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