Sacrum commercium, 19 y 20 . Alianza de San
Francisco con la dama Pobreza. (Trad: Salvador Biain, o.f.m.- BAC 399- Madrid,
1998, 7ª edición –reimpresión-)
Enamorado de tu belleza, el hijo del
altísimo Padre se unió solamente contigo en el mundo y te halló fidelísima en
todo. En efecto, antes de que Él descendiera a la tierra procedente de la
patria luminosa, ya le tenías dispuesto un lugar adecuado, un trono donde
sentarse y un lecho en que descansar: la Virgen pobrísima de la que nació,
iluminando este mundo. Cierto es que saliste fielmente al encuentro del recién
nacido, de suerte que en ti y no entre delicias hallara Él su morada preferida.
Fue puesto -dice el evangelista- en un pesebre, porque no había sitio para Él
en la posada. Y lo acompañaste siempre, sin separarte jamás de Él durante toda
su vida, de modo que -cuando apareció en la tierra y vivió entre los hombres-,
mientras las zorras tenían madrigueras y las aves del cielo nidos, Él, en
cambio, no tuvo dónde reclinar la cabeza. Después, cuando abrió su boca para
enseñar -Él que en otro tiempo había despegado los labios de los profetas-, de
entre las muchas cosas que habló, fuiste tú la primera a quien alabó, la
primera a quien enalteció al decir: Dichosos los pobres en el espíritu, porque
de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3).
Además, en el momento de elegir a
algunos testigos fidedignos de su santa predicación y gloriosa vida para la salvación
del género humano, no escogió, ciertamente, a unos ricos mercaderes, sino a
pobres pescadores, dando a entender con semejante predilección cómo deberías tú
ser estimada de todos. Finalmente, para que se hiciera patente a todos tu
bondad, tu magnificencia, tu fortaleza y dignidad; para dejar en claro que tú
aventajas a todas las virtudes, que sin ti no puede haber ninguna y que tu
reino no es de este mundo, sino del cielo, fuiste tú la única que permaneciste
unida al Rey de la gloria cuando todos sus elegidos y personas queridas lo
abandonaron cobardemente.
Pero tú, como fidelísima esposa y
tiernísima amante, no te separaste ni un solo instante de su compañía; incluso
te mantenías más firmemente unida a él cuando veías que era más despreciado de
todos. Y en verdad que, si tú no lo hubieras acompañado, nunca habría podido
recibir Él un menosprecio tan universal. Sólo tú le consolabas. No lo
abandonaste hasta la muerte, y una muerte de cruz. Y en la misma cruz -desnudo
ya el cuerpo, extendidos los brazos y elevadas las manos y los pies- sufrías
juntamente con Él, de suerte que en el Crucificado nada aparecía más glorioso
que tú.
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